Los aficionados españoles al rock & roll, al folk y los pocos que pudiera haber al country en nuestro país en 1970, supieron por primera vez de Johnny Cash en Nashville Skyline, el álbum de 1969 de Bob Dylan. En su primer corte, el futuro Nobel interpretaba a dúo con Cash Girl of the North Country, uno de los duetos más conmovedores de la historia del folk-rock. Es ahora, medio siglo después, cuando aquella pieza aún sigue llegando a lo más profundo del corazón a cuantos la escucharon entonces por primera vez.
Las elogiosas notas que Cash dedicaba a Dylan en la contraportada de aquel elepé, que se abría con la nostálgica evocación de la muchacha del país del norte, fueron correspondidas por el Príncipe de Asturias de las Artes dieciséis años después. Fue al hilo de la publicación en 1986 de El hombre de blanco, la novela que Johnny Cash —“El Hombre de Negro”, que se hacía llamar por la gravedad de su propuesta musical— dedicó a la conversión al cristianismo de San Pablo. “El más grande entre los grandes de ahora y siempre. Si queremos saber qué significa ser mortal, no hay más que mirar al Hombre de Negro”, declaró Dylan tras la lectura de Cash.
Coincidiendo con el decimoquinto aniversario del fallecimiento de su autor, acaecido el doce de septiembre de 2003, El hombre de blanco acaba de conocer su primera edición española en la colección Reservoir Books de Penguin Random House. Se trata de una novela histórica ambientada en la Palestina del siglo I, versa sobre aquel recorrido del camino de Damasco, que Saulo de Tarso inició siendo el fariseo más implacable en su persecución de los primeros cristianos y, tras su encuentro con el Nazareno, terminó ya apuntando las maneras de ese San Pablo que estaba llamado a ser.
A diferencia de lo que pudiera estimarse a la vista de ese baladista de asesinos que fue Cash y del agnosticismo —cuando no indiferencia o ateísmo sin más— que inspira al común de la cultura occidental en las últimas décadas, no estamos ante un texto desmitificador. El hombre de blanco no es Rey Jesús (1946), el acercamiento de Robert Graves a los albores del cristianismo que ha quedado como una de las primeras referencias de la novela histórica descreída en cuanto a la revelación y los dogmas cristianos.
El propio Cash, puesto a enumerar sus fuentes de inspiración, cita a Dios y a la salvación entre los paseos sin rumbo, la cárcel y los asesinos. Más aún, la piedra angular de su novela fue la “visión reveladora” que le fue dada tras el óbito de su padre. Las concomitancias entre aquello y el encuentro de Saulo le llevaron a una larga investigación en las tradiciones hebreas y cristianas. Su resultado son estas páginas recién llegadas a las librerías españolas.
El fluir de la conciencia de Bob Dylan
Tarántula (1971), la primera y hasta la fecha única novela del Premio Nobel de Literatura de 2016, obedeció a un motivo mucho más prosaico. Según señala Jaime Rosal en el prólogo de su primera edición española, dada a la estampa por Producciones Editoriales en la Barcelona de 1976, no fue otra cosa que “un encargo de sus editores americanos que, haciendo gala de una desfachatez inusitada, tuvieron el valor de publicarlo aprovechando el momento”.
En efecto, para Charles Scribner’s Sons, la editorial original de Tarántula, la oportunidad pintaba única. Dylan, quien siempre ha dado a entender que la novela obedeció a un compromiso que su representante, Albert Grossman, contrajo sin contar con él, fue emplazado para la entrega del manuscrito en 1967. Es decir, en el punto álgido de su carrera, alcanzado tras la publicación de los álbumes Highway 61 Revisited (1965) y Blonde on Blonde (1966), preámbulo de su primera gira mundial. Pero su accidente de julio de 1967, cuando montaba en moto en las inmediaciones de su casa de Woodstock, lo detuvo todo, marcando un antes y un después.
Eran tantas las expectativas despertadas por Tarántula que a finales de 1965, antes de que estuviera terminada, ya circulaban cincuenta ejemplares del primer manuscrito con el sello de Albion. Esta imprenta, toda una leyenda en el San Francisco underground, puso en marcha la primera edición pirata de Tarántula. En 1971, cuando la edición de Charles Scribner’s Sons llegó a las librerías, Dylan seguía siendo el portavoz de su generación. Para los adeptos del bardo de Minnesota, su novela era un monólogo interior al estilo de los de Jack Kerouac, los versos de Allen Ginsberg y los collages narrativos de William Burroughs. Aunque Burroughs siempre rechazase su inclusión en la Generación Beat, comparar Tarántula con aquellos autores —los favoritos de Dylan— era elevar al futuro Nobel al triunvirato presidencial del grupo.
Para la crítica literaria tradicional, en el mejor de los casos Tarántula es una sucesión de notas muy semejantes a las que Dylan escribía en la contraportada de sus discos. Novela surrealista o antinovela para otros, en cualquier caso es una obra fundamental para quienes quieran conocer la actividad prosística del gran poeta del rock. Quedémonos con lo concluido por Jaime Rosal: “Tarántula son una serie de textos, aparentemente inconexos, dotados de una notable carga satírica, que recogen las experiencias personales de Dylan”.
Un consumado narrador
Según la crítica especializada y los lectores más exigentes y ajenos a la carrera musical de los poetas del rock que nos ocupan, Leonard Cohen es el novelista de más talla de todos ellos. Como Dylan, llegó al Olimpo de la música joven del amado siglo XX desde la escena del folk. Pero ya entonces, cuando empezó a ser aplaudido como cantante, era un prestigioso novelista y poeta. Su actividad lírica, sin música, se prolongó durante medio siglo, el que se fue entre la publicación de Comparemos mitologías (1956), su primera colección de versos, y El libro del anhelo (2006), la última. Habida cuenta de que su faceta lírica conoció su mayor proyección con las canciones, dejaremos las pocas novedades que aún se puedan apuntar sobre ella para otro momento. Limitémonos pues a las novelas.
El juego favorito, la primera de las dos ficciones publicadas por Cohen, data de 1963 y fue saludada con alborozo por la crítica. Sobre ella, el San Francisco Examiner apuntó: “En esta novela, rebosante de vitalidad y libre de inhibiciones, seguimos las aventuras eróticas de un joven rebelde, ¡uno de los grandes personajes de la Nueva Ficción!”. Estamos, bien es cierto, ante un personaje que toca muy de cerca al propio Cohen: Lawrence Breavman, unigénito de una antigua familia hebrea de Montreal. Su adolescencia y su juventud, su aprendizaje de la vida, especialmente de los juegos galantes de los adultos, constituirán el asunto de la obra. La primera edición española apareció en la colección Espiral, de la Editorial Fundamentos, en 1974.
Tanto El juego favorito como Los hermosos vencidos (1966), la segunda novela de Cohen, cuya primera traducción a nuestro idioma apareció en la misma colección en el 75, han sido reimpresas desde entonces casi constantemente por diferentes sellos. Las últimas de estas ediciones llevan un pie de imprenta de Lumen y un prólogo de Ray Loriga. En este último caso, Hermosos vencidos aparece como Hermosos perdedores, que es una traducción más literal del título original.
De una u otra manera, el argumento de la segunda novela de Leonard Cohen gira en torno a un triángulo amoroso integrado por el narrador, el jefe de una tribu de nativos americanos que se extingue y su mujer. Cronológicamente está localizada en el Canadá de los años 60. Pero el amor no sólo es carnal, también es puro: nuestros tres protagonistas veneran a Catalina Tekakwitha, una santa y mártir mohawk del siglo XVII, hija de una católica perteneciente a la tribu de los algonquinos.
El crooner de los infiernos
Discípulo reconocido y entusiasta de todos los bardos del rock citados anteriormente, el australiano Nick Cave, una de las principales referencias del pospunk y el rock gótico, también es novelista. Mucho más sombrío que sus mentores —alguien muy sabio le llamó “El crooner de los infiernos»—, Cave también canta a los asesinos. Prueba de ello es Murder Ballads (1996) uno de sus mejores álbumes con The Bad Seeds (Las Malas Semillas). Puesto a versionar Avalanche, de Cohen, quita el hipo. Pero lo que para el canadiense son ruiseñores, para el crooner de los infiernos son cuervos. No hay duda de que tantas sombras, tanto tremendismo, tanta pesadumbre, hacen que Cave sea el músico menos popular de los aquí traídos. “La gente no es buena”, dice textualmente en una de sus canciones.
La música de Nick Cave no es de audición fácil, pero si se contacta con ella apasiona. Letraherido y biblioencandilado desde la infancia, como no podía ser de otra manera, también cultiva la narrativa y la lírica no cantada. Su producción novelística, amén de la más copiosa de las de los músicos que nos ocupan, es de las más elevadas. King Ink, su primera ficción, llegó a las librerías en 1988, The Death of Bunny Munro, la última, en 2009. Y el asno vio al ángel (1989), la segunda novela de Cave, fue traducida al español por la editorial Pre-Textos en 1991. Hay algo fatal en el sino de su protagonista, Euchrid Eucrow. Último vástago de una saga de alcohólicos que se aparean entre ellos sin atender a la consanguinidad, Eucrow es un tipo mudo y deforme en una comunidad primitiva. Dotado a la vez con una gran sensibilidad, hará del centro de la ciénaga el centro de su universo. “Una comedia macabra”, a decir de la crítica.
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