Hace algunos días, me confesaba una amiga mía muy querida, tras una conferencia sobre el éxito y el pudor en su literatura, que siempre resulta agradable para ella el oír hablar de Antonio Gala porque quienes lo han leído y lo han escuchado y lo han mencionado a lo largo de tantos y tantos años, sienten, invadidos por el cariño y por la nostalgia, que vuelven a encontrarse con un viejo amigo, con ese amigo que espera, puntual, para tomar una taza de té y unas pastas. Y es cierto, sin duda alguna. Y dicen que es gesto afectuoso y costumbre extendida entre los buenos amigos acordarse de los cumpleaños: enviar algún regalo; cantar, por ejemplo, a la luz de las velas; telefonear, tal vez, para felicitarse; escribir, cuando menos, una carta o una tarjeta. Hoy, 2 de octubre, es, en efecto, el cumpleaños de tan admirado autor. Hoy, 2 de octubre de 2020, Gala cumple, a pesar de la famosa mala salud de hierro que lo ha escoltado permanentemente, noventa años. Noventa años, sí, puesto que el proclamado escritor andaluz nació en una finca de Brazatortas en 1930, si bien se ha entretenido durante mucho tiempo en promulgar que nació en 1936, a veces, incluso, en 1927; pero siempre se sintió natural de Córdoba y llevó en consecuencia el nombre de la ciudad califal en su biografía, y el nombre de Andalucía por el mundo en sus numerosos viajes.
No obstante, no es Gala, ya un anciano nonagenario, el único que conmemora actualmente su aniversario, pues su novela El manuscrito carmesí, Premio Planeta, se publicó hace ahora treinta años, esto es, en 1990; y su primer libro, su primer y brillante poemario Enemigo íntimo, que fuera galardonado con un accésit al Premio Adonáis, cumple ahora sesenta años desde su publicación, momento en el que deslumbró, con la perfección de sus versos, el panorama lírico de entonces, aunque muchos lo hayan olvidado:
El agua nunca
viene: va siempre, va, desaparece
por detrás del color y de la forma,
reflejando al amante absorto, mudo,
de pie ya al otro lado del espejo.
A solas con su herida
(«Hiero y brota la sangre…») ve evadirse
lo rojo y lo tenaz
de la culpa. Callar: eso es la muerte.
Por esa misma razón, la palabra de Antonio Gala no debería permanecer nunca en silencio; por esa misma razón es momento de rememorarla, de regresar a ella y festejarla. Porque todavía hoy podemos reflejar nuestra historia y reflejarnos nosotros en los personajes y en los símbolos de su teatro y sus series. Porque todavía hoy podemos pasear por las páginas de sus novelas y sentirnos, al igual que sus protagonistas —siempre mujeres—, atrapadas en un mundo que no las comprende, que las oprime, y liberadas solo por la fuerza del amor, de la esperanza y de la pasión. Porque todavía hoy podemos leer y releer las líneas de sus artículos, ya sea en la soledad sonora o en la casa sosegada, acompañados del perrillo Troylo o de la Dama de Otoño, para descubrir que no han perdido estos en absoluto actualidad, que sus críticas a la sociedad, a la política, a la monarquía, a la cultura, a la religión o a las guerras conservan toda su vigencia y probablemente las necesitamos más que nunca. Porque todavía hoy podemos dolernos y alegrarnos con sus versos, con las historias de amor que no entienden de géneros, ni de espacios, ni de tiempos y nos hacen formar parte de algo más grande, de una emoción tan hermosa como universal. Porque todavía hoy podemos dejarnos enseñar por Gala:
Si el sentimiento, más desobediente,
se niega al natural imperativo,
álzate tú, versátil y valiente.
Tu oficio es cotidiano y decisivo:
mientras alumbre el sol, serás ardiente;
mientras dure la vida, estarás vivo.
Una vez escribiste, querido Antonio, que en una sola rosa caben todas las primaveras. Me pregunto, pensando en ti, cuántas rosas y cuántas palabras habrán cabido en tus felices noventa primaveras. Feliz cumpleaños, Antonio, poeta del amor, maestro de la palabra, amigo de sus amigos. Ojalá la vida siga reservándote para el final la dulzura que mereces.
Me reservó la vida
para el fin la dulzura.
Igual que un postre hecho por tiernas manos,
puesta la mente en alguien
que va a llegar exhausto
y que sonreirá ante la sorpresa…
Igual que un postre,
la vida me guardaba para el fin la dulzura.
Llegaste rodeado de versos y de pájaros.
Llegaste volando muy despacio, volando
con la manzana del amor en la boca:
lo mismo que esas que hay, de rojo caramelo,
en los puestos humildes de las ferias.
Llegaste con el nombre
de los luceros aprendido,
con el desasosiego y el estupor de los adolescentes
y también con su seguridad desaforada.
Traías enredaderas en los brazos
y me mirabas como si nunca hubieses
dejado de mirarme.
Como si todo en este mundo dependiera
de aquel hilo de Ariadna
que ataba nuestros ojos…
Te acercaste
como un funambulista sobre el hilo;
te apeaste en mis ojos,
entraste en mí por ellos,
asombrados de la visita deslumbrante,
sin preparar la entrada de mi casa,
sin asear los cuartos y deshecha la cama…
Ya no esperaba a nadie. No sabía
que decidió la vida reservarme
para el fin la dulzura…
Nunca creí en mi suerte, ni aun entonces.
Abatí párpados, atranqué las duras
puertas del corazón.
Cerré ventanas, eché estores, corrí muebles,
oscurecí paredes encaladas, clausuré
las rosas últimas, rechacé los crecientes de la luna…
Me senté jadeando,
solo ya para siempre.
Pero tu mano recogió
la mía. La besaste.
Con un fragor gozoso
se vinieron abajo mis defensas.
Desde entonces estoy
desnudo como un niño confiado
que se abandona al aire cariñoso,
a la tierra materna y mecedora,
al sol y al agua vivos…
Como el niño, vuelto de la orfandad,
que aprende el secreto increíble:
para él la vida ha reservado
un final de dulzura.
Mil y una gracias, por tanto, por todo, Antonio. Desde Alhaurín el Grande, el pueblo que tú soñaste, te recuerdo y te quiero.
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