Hay días en los que me levanto pensando en “cesuras” y “hemistiquios”. O más bien, en cómo sacarle partido a esas palabras en la jornada que tengo por delante.
Pero no sólo pienso en esas dos, sino en tantas y tantas otras que he ido aprendiendo a lo largo de la vida, sin saber muy bien si las volveré a utilizar, o en qué ocasiones, o si las usaré bien cuando se tercie, con propiedad, o si mi interlocutor las entenderá o, por el contrario, pensará que soy un pedante por emplear semejantes vocablos ininteligibles.
En esa misma categoría están también «anuros” y “urodelos”, “esquistos bituminosos”, “placas calizas” y “pies ambulacrales”, “metopas” y “triglifos”, “arquitrabes”, “logaritmos neperianos”, “scolex” y “proglotis”, “anélidos”, “platelmintos” y “nematelmintos”, “retruécano”, “hipérbaton”, “epanadiplosis”… y tantas y tantas otras que ocupan espacio en mi cerebro con la gran incertidumbre de no saber si las voy a volver a utilizar algún día.
Logré ingestarlas después de muchas horas de sesudo estudio, y ahora están ahí, incrustadas en algún surco cerebral, aguardando agazapadas el momento preciso de ser utilizadas para justificar su espacio y existencia. Algunas lo logran, en medio de frases bien construidas, lujosamente acompañadas de ubérrimos adjetivos calificativos y pronombres demostrativos de postín. Son momentos gloriosos en que se libera toda la presión y el concepto sale airoso y lozano por una suerte de arco de triunfo. Pero otras, otras llevan años esperando su oportunidad, una oportunidad que no llega, a pesar los denodados esfuerzos por circunstanciarlas. No sé si algún día lo logren, pero cuando suceda habrán quedado reivindicadas. Habrá valido la pena el tiempo.
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