Hicimos las maletas pensando en una existencia nueva, más feliz. Viajamos 400 kilómetros —un coche detrás de otro; música y silencio—, brindamos, agotamos las primeras botellas de vino entre cajas y una ansiedad dichosa. Nos esperaba la vida mejor. Y fue la vida mejor.
En todas las mudanzas se nace y resucita,
cuántos recuerdos van a la basura,
nos llevan de la mano a otros momentos,
pero un impulso misterioso logra
—en un alarde estoico
o simplemente por desidia—
borrar las huellas de unos pasos firmes
que creímos perpetuos, pero nada
permanece…
y es en esos instantes
de hipótesis de espacios, de cintas métricas,
de imaginar cocinas donde antes
solo había un salón
con sus estanterías de escayola,
cando emergen desnudos por la puerta
los nuevos inquilinos:
da igual si el hombre quiso demasiado
o si una vez el miedo inundó sus retinas,
o si ella recorrió medio mundo y ahora
quiere vivir en veintisiete metros cuadrados.
No importa —como digo—,
abunda en paradojas la mudanza,
porque mover un mueble —un simple acto— revela
un éxtasis doméstico:
en un segundo, estando de cuclillas,
levantando la cómoda en volandas,
puede ante ti pasar toda la vida,
y en ese grito interno que callamos con fuerza
hay dioses, sinestesias, melodías,
que transportan el cuerpo a otros lugares.
Imagina si ya, descalzo penitente,
evitas con tus pies mortificados
que un cajón sin soporte toque el suelo…
(No quiero ni pensar el alarido
pero yo así —recuerdo—
también creí en Dios y en Jesucristo).
No morirás, prometo, en tu mudanza,
aunque simule el ciclo de los días,
aunque una cicatriz dibuje por tus dedos
las horas que pasaste
arrastrando lo antiguo con lo nuevo,
bautizando un olor que era de nadie
para así darle un nombre,
para que exista un mundo,
que sea vuestro mundo y se haga carne.
Después vendrán amigos, no estáis solos.
No olvidéis adquirir aquel felpudo
que da la bienvenida —es importante—,
y que al entrar se quiten los zapatos.
Pese a la ironía final, pese a ese recurso hábil para quitarse gravedad a uno mismo, cuánta sincera oquedad en este poema que Diego Medina Poveda firma en Todo cuanto es verdad (Rialp, 2020). El libro, Accésit del Premio Adonáis en 2019, es una propuesta de búsqueda constante de la felicidad aun cuando todos los lazos (mudanza, amor, edad, trabajo) han sido cortados por el tiempo, un libro en el que la realidad se mira una y otra vez en una pared vacía. Porque los muros son otra forma de biografía y es fácil ver en ellos la figura triste de uno mismo cuando nada oculta los metros de pintura blanca.
Cuando la casa está vacía, se diluye la certeza del espacio y se rompe el tiempo. Es un estar a solas con un eco que recuerda todas las veces que se ha tenido miedo, las plagas de epitelio y memoria, el aroma del tiempo y la plasticidad de aquel amor tan frágil que no se podía tocar por “riesgo de rotura inminente”.
El poemario de Medina Poveda parte de la intimidad de una casa a medias en la primera parte, Mudanza, para expandirse mucho más en Geografía del abandono, la segunda de las divisiones del poemario, integrado por apenas 15 textos que resultan suficientes para comprender la voz y el oficio de este joven malagueño con más de seis títulos y varios premios ya a sus espaldas.
Todo cuanto es verdad es un libro de poemas (decididamente largos en su primera parte, pero todos presos de un ritmo cuidado, con la ausencia total de la autocomplacencia y un gusto por la sonrisa socarrona que, de manera sutil, se ríe del yo poético como a ramalazos entre las páginas.
RECICLAJE
Nos hicieron creer que reciclaban la basura,
nos educaron para adorar
contenedores
hasta arriba de dioses muertos.
Los vimos aquel día
juntar nuestros despojos
en plena calle —un sol mugriento alumbra
las carcajadas—.
A nadie le importó si cuidadosamente
yo separé la muerte de mi herida
o el amor arranqué
de un tetrabrik de leche desnatada.
Así intuyo que debe ser la vida
y sin embargo
echaré este poema al azul
cuando termine.
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Autor: Diego Medina Poveda. Título: Todo cuanto es verdad. Editorial: Ediciones Rialp. Venta: Todostuslibros y Amazon
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