Tiberíades – Cafarnaúm (Altos del Golán) – frontera de Israel con Jordania – Monte Nebo
“La reina de Saba” nos espera al final de un estrecho muelle de tablas. Me parece un nombre más que apropiado para la embarcación encargada de llevar al grupo al centro mismo del lago al que antes de Tiberio los pescadores llamaban Kinéret (Genesaret), debido a que sus orillas se conformaron como un enorme kinnor o lira. O tal vez la musicalidad dulce de su oleaje, con notas inesperadas de temporales traicioneros a modo de espejo a escala del Mediterráneo, fuesen la razón escondida de este hermoso nombre.
En sus 53 kilómetros de costa se concentraron los años más conocidos de la vida de Jesús de Nazaret: sus amigos, sus milagros, las numerosas curaciones que realizó entre las gentes de estas tierras, sus palabras, su amor, sus desengaños y la intuición de su cercano final. Y si es cierta la hipótesis del médico francés Jacques Benveniste de que el agua tiene memoria, la de este lugar es definitiva para conocer la historia de la humanidad.
El piloto de la embarcación, forjado en milenios de turistas de paso, sube la música unos decibelios más, llamando al reencuentro del grupo que, disperso, se fotografía, baila y ríe con felicidad contagiosa sobre la plancha metálica de la cubierta. Apoyada en la barandilla de estribor, miro cómo el sol desciende pesadamente, sin prisas, sobre las aguas mansas. Pienso en las palabras de Marcos 4:41 describiendo la terrible tormenta que Jesús apaciguó: “¿Quién es éste, que aun el viento y el mar le obedecen?”. Perplejidad y curaciones. Quiero pensar que en esta tierra singular no existen las coincidencias, y por eso tal vez Maimónides eligió para su descanso eterno la ciudad de Tiberíades, que ahora contemplo en sombras por detrás de la luz rojiza del atardecer.
El sabio andalusí conocido aquí por su nombre hebreo, Moshé ben Maimón o Rambam, tuvo que huir de su Córdoba natal para salvar la vida, que empleó en construir una de las obras imprescindibles de la Historia de la Humanidad, el Dalālat al-ḥā’irīn o Guía de los perplejos, en la que afirmaba, como un eco singular de la tarea sanadora de Jesús trece siglos antes en este mismo lugar, que “atender a los enfermos es casi un mandato religioso, pues sólo aquel que está sano será capaz de trabajar para santificar el Universo”. Esas palabras hicieron que el invicto Saladino lo nombrara su médico personal en Egipto, y además tuvieron el poder, junto al resto de su obra, de cabalgar sobre los siglos oscuros del medievo iluminando el pensamiento cristiano de Occidente en hombres decisivos; Santo Tomás de Aquino y San Alberto Magno, entre otros.
Sobre las piedras negras y crujientes de las orillas del Genesaret se conservan hoy otras ciudades estrechamente vinculadas a la vida de Jesús de Nazaret. Cafarnaúm, a donde nos dirigimos ahora, y Magdala, por la que pasaremos sin detenernos. Eso me entristece, porque me gustaría pisar el lugar donde habitó aquella mujer singular: la discípula amada. Enigmática y compleja de entender, como toda gran pasión, María de Magdala merecería una historia aparte de este viaje y estos recuerdos.
“¡Dense prisa, señores!», nos pide, apresurado, el guía. «O nos cerrarán las puertas de Cafarnajum”. Y lo pronuncia así, con la dulce “h” hebrea aspirada en una “j” inolvidable. Kəfar Nāḥūm; “el pueblo de Nahum” es hoy un complejo arqueológico custodiado por franciscanos. Se nos ha hecho tan tarde que, si fuese Sabbat, estaríamos a punto de contar las tres primeras estrellas sobre el mar de Galilea, pero aún tenemos un poco de tiempo.
El grupo contempla, enmudecido, la belleza del lugar envuelto en una luz dorada y ondulante que parece emanar de las orillas del lago. Como en un escenario de tragedia griega, las piedras blancas de la mítica sinagoga resplandecen en varias hileras de potentes columnas coronadas de corinto, levantadas en el siglo IV sobre el oscuro basalto de la sinagoga primitiva. En ella Jesús pronunció el “Discurso del Pan de la Vida” escandalizando a tímidos y pusilánimes: “Porque mi carne es la verdadera comida y mi sangre la verdadera bebida”. Nadie lo entendió, ni siquiera sus amigos. “Muchos de sus discípulos se volvieron atrás y ya no andaban con Él”, y Jesús, envuelto en esta misma luz mortecina como una premonición, comenzó a sentir aquella profunda, previsible, lúcida soledad que lo acompañará hasta el final de sus días.
Pero, me digo, quizás hubiese algún detalle que los evangelistas callaron en sus escritos, y esa tarde ella acudió desde la cercana Magdala para escuchar, como solía hacer, sentada entre la muchedumbre, sus palabras: “El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él”. Tal vez esa mujer sí entendió. Y se miraron. Y él supo que no todo estaba perdido.
El franciscano que custodia la puerta nos espera con mal disimulada impaciencia. En sus manos sostiene una maceta de barro con florecillas refulgentes como pequeñas lenguas de fuego. “A los padres les gusta cultivar las crocus flavus», nos indica el guía, adelantándose a la pregunta. “Son las flores típicas de esta parte del Mediterráneo y en apenas un mes florecerán, salvajes, tapizando los Altos del Golán. ¿No han oído hablar del amarillo Golán? Pues es por esta fragante flor del azafrán”.
Qué curioso. En mi imaginario, los Altos del Golán son un territorio apenas entrevisto en los telediarios, vinculado a acuerdos fallidos; titulares, invasiones, proyectiles Kornet, Guerra de los Seis Días y Primaveras Árabes. Lo Imaginaba como un suelo rojo sangre, nunca amarillo azafrán.
El guía sonríe, cansado. “Las guerras en esas montañas fronterizas son tan viejas como la Biblia. Sirios e israelitas ya se enfrentaron nueve siglos antes del nacimiento de Jesús en el Golán, una meseta impresionante de milenaria actividad volcánica, que se eleva bruscamente desde la llanura. Los soldados del rey Ajab (esposo de la reina Jezabel, la Cleopatra fenicia), se movían bien entre picos, cañones y barrancos, pero no así los del enemigo sirio, que solo deseaba arrastrarlos a luchar en los valles». Me muestra un texto en su pantalla del smartphone:
“El Dios de ellos es un dios de la montaña; por eso han prevalecido sobre nosotros. Pero si les damos batalla en la llanura, ¿no vamos a ser más fuertes que ellos? Organiza un ejército como el que has perdido, con tantos caballos y carros como aquellos. Les daremos batalla en la llanura. ¿Y no vamos a ser más fuertes que ellos?”
“Me temo que el deseo de los sirios no se cumplió. Lucharon en las montañas del Golán y perdieron una vez más frente a los israelitas”. El guía apaga el móvil, devolviéndonos a la oscuridad. Luego dice pensativo, como para sí: “Estas palabras del Libro de los Reyes me parecen casi tan hermosas como las del Libro de las Galias de Julio César”.
Caminamos a través de la helada noche azul hacia el autobús. Hay hombres que no pertenecen al grupo al que parecen pertenecer y al final les termina delatando su mirada antigua, inconfundible, que se adelanta trescientos metros al resto de los mortales.
Para llegar a ver la Tierra Prometida tenemos que pasar, como aquellos hebreos del Éxodo, nuestras propias fronteras. En este caso, el cruce de Israel a Palestina lo realizamos por el Puente del Rey Hussein y en línea recta por el desierto de Judea vamos siguiendo el curso del río que separa de forma natural el territorio. Este puente Allembey o Gesher Alenbi sobre el Jordán (donde está prohibido hacer fotos) es el último punto entre una tierra y la otra. Un rosario de ciudades clave en la Historia (Jericó, Ramala, Jerusalén, Belén, Hebrón), están unidas por este puente por donde pueden cruzar palestinos y turistas extranjeros, pero no israelíes. El paso, tedioso, incierto y tenso, nos devuelve a la única realidad posible: la certeza de que no hay nada como cruzar fronteras en Oriente Medio para darse cuenta de lo afortunados y estúpidos que somos en Europa.
“Montañas, valles y nubes” puede ser la descripción más sencilla y perfecta de la Tierra Prometida, y en la cima del monte Nebo, donde hemos estrenado el nuevo día, las cosas no debieron de quedar muy claras por aquel entonces: Moisés con los brazos en cruz mostrando no el sacrificio, sino el territorio, ante aquel campamento de refugiados de la antigüedad. Imagino a los quejumbrosos hijos de Israel escrutando, incrédulos, este valle del Jordán que ahora contemplo, eternamente cubierto de nubes debido al agua condensada del cercano mar Muerto, intentando divisar algo parecido a un reino. “¿Por qué nos hiciste subir de Egipto para que muramos en este desierto? Que ni hay pan ni agua, y nuestra alma tiene fastidio de este pan tan liviano”.
Ni siquiera la serpiente curadora, con su brillo de bronce bajo el sol, les sirvió para la esperanza y la fe, y Moisés, el Moshe Rabbenu, líder espiritual de las tres religiones, cansado de interceder ante Dios por este pueblo egoísta, murió centenario y en paz, sobre las arenas del valle. Quiero pensar que, en la última hora, Yahvé recompensó tanta lealtad acomodando sus viejos huesos sobre una cálida duna, devolviendo así al profeta el recuerdo de aquella cuna de juncos que, movida por las aguas del Nilo, consoló su primer llanto. La muerte, estoy segura, lo encontró sonriendo.
Las piedras de Dios (IV): Jericó – Rio Jordán – Belén – Mar Muerto – Jerusalén.
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