Iglesia de Santiago de Peñalba. Foto: M.A. Nepomuceno.
León, que ha sido y es capital universal de celebraciones y eventos ajedrecísticos de la más alta categoría internacional, es, sin embargo, la gran desconocida en lo que se refiere al acervo cultural ajedrecístico, con una historia de más doce siglos que hunde sus raíces en lo más recóndito de la “Tebaida berciana”.
Este lugar de transición conoció el resurgir de una vida eremítica en los siglos IX al X de la mano de un hombre santo como Genadio, obispo de Astorga, quien desde su condición de mitrado favoreció la fundación de tres pequeños eremitorios con sus respectivas iglesias o capillas, siendo uno de ellos el de Santiago de Peñalba, en la vertiente de los montes Aquilanos. En este paraje paradisíaco puede centrarse uno de los puntos más significativos del resurgir del juego ciencia en nuestra península tras la invasión árabe del 711.
Existen cuatro piezas pertenecientes a un desaparecido juego de ajedrez (una de ellas fragmentada), de mediados del IX, custodiadas desde tiempo inmemorial, primero en la iglesia de Peñalba por san Genadio, un religioso benedictino (c. 865, El Bierzo, León – Peñalba de Santiago, hacia 936, eremita, obispo de la diócesis de Astorga entre 899 y 920 y fundador de varios monasterios en El Bierzo), y posteriormente en algún lugar ignoto del pueblo por los celosos vecinos, que siempre tuvieron en muy alta estima las reliquias genadianas, a las que llamaban cariñosamente “los bolos del santo” por la forma enhiesta de las figuras, que se asemejaban a los tradicionales trozos de madera alargada con base plana que se utilizan para este juego. Estos pequeños trozos de hueso (no de marfil) dan fe de que en aquellos parajes el pasatiempo milenario tuvo un nuevo núcleo de desarrollo, principalmente entre los monjes venidos de tierras sureñas, quienes trajeron junto con su cultura el juego del ajedrez.
Historia de una búsqueda
Fue en 1958 cuando una persona muy vinculada con el pueblecito berciano de Peñalba de Santiago me habló de unas posibles piezas de ajedrez, conocidas en aquellos lugares como “los bolos de San Genadio”, que alguien guardaba celosamente en su poder, por temor a algo tan natural, en aquellos tiempos y en estos, como eran los expoliadores, falsos arqueólogos, historiadores o personas sin escrúpulos que, bajo el manto de la investigación, deseaban apropiarse del preciado legado mozárabe para llevárselo, con la disculpa de su restauración, al Museo Arqueológico Nacional de Madrid, como muy cerca, o Dios sabe dónde, igual que sucediera con la patena, el cáliz de San Pelayo y un copón de plata, primorosamente trabajado junto a varias piezas de ajedrez compañeras de las que se conservan en Peñalba, que pasaron a engrosar los opulentos fondos que hoy custodia orgulloso el Museo del Louvre. Sin olvidar el preciado Beato de Fernando I y Doña Sancha que, desde la colegiata de San Isidoro, salió, para nunca más volver, hacia Madrid, en cuya Biblioteca Nacional ocupó lugar preferente en la vitrina 14-2, y ahora guardado en una sala de cuidados especiales tras ser prestado para una exposición en Roma en el año 2000, de donde tuvo que ser retirado y traído urgentemente a Madrid con el mayor de los sigilos para su restauración, debido a su lamentable estado de deterioro por la humedad. Es un largo rosario de latrocinios y apropiaciones indebidas, que muestran el poco aprecio y la falta de sensibilidad de nuestros antepasados por un patrimonio único y que ya nunca volveremos a recuperar.
Custodiados desde la fundación de Santiago de Peñalba, no se conoce en qué momento de la historia fueron trasladados a Astorga, pero sí se sabe que en el siglo XIX un responsable de esa diócesis (acaso un canónigo, o el obispo de Astorga) los regaló al cardenal Moreno, arzobispo de Valladolid, y a su muerte los herederos vendieron ambas piezas a un anticuario, quien en 1886 las revendió a su vez, mediante subasta pública, al Museo del Louvre por un precio desconocido.
Según traducción del testamento de Genadio, que vulgarizó Morales (Corónica; lib. XV, cap. XlV) se puede leer en esta forma:
«Desplegando toda mi solicitud y todo mi ingenio sobre el yermo susodicho, amplié y erigí cuanto mejor pude la iglesia de san Pedro, que había restaurado poco antes, transformándola con admirables edificaciones. Después construí en aquellos mismos montes un claustro, bajo la advocación de san Andrés, y otro monasterio según orden monástico; separado un trecho, construí en memoria de Santiago un tercer monasterio, que se llama Peñalba, y entre uno y otro, en el lugar que se dice Silencio, fabriqué un cuarto oratorio en honor de santo Tomás». (Testamento de San Genadio)
Comencé a seguir el rastro de las famosas piezas en el verano del año 1958, adentrándome hacia aquellos parajes, entonces olvidados de la mano de Dios. El viaje desde León en los años cincuenta era de unas ocho horas, por caminos que difícilmente hoy día un todoterreno podría transitar y que, en su mayor parte, había que hacer a pie. Las penurias del trayecto las compensaban la belleza del paisaje y la charla con las gentes de los pueblos, que parecían estar ancladas en plena Edad Media.
Cuando al caer la tarde llegué por fin al tranquilo pueblo de Peñalba, unas finas gotas de lluvia comenzaban a salpicar los techos de pizarra de las apretadas casas balconadas. Hice noche en un albergue que olía a tocino frito y manteca y, sin pérdida de tiempo, comencé a preguntar por el paradero de los “bolos”. El silencio que obtuvieron nuestras preguntas hacía honor al nombre de aquel bendito valle: solo un poco antes de nuestra partida una lugareña nos habló, casi con miedo, de una caja de zapatos como posible escondite de los trebejos genadianos, pero sin darnos pista alguna. “Sé que alguien del pueblo las tiene, pero nadie las ha visto desde hace años. No se molesten en preguntar, porque ninguno les va a decir palabra de ellas”. Y así fue.
Decepcionado, pero no convencido del todo, continué nuestras pesquisas, preguntando a varios vecinos, que nos miraban boquiabiertos como si aquello que les inquiríamos estuviera dicho en un idioma ignoto para ellos. Nadie sabía nada. Ni siquiera “habían oído su nombre”. Al fin, resignado, tomo el camino de regreso a León, no sin antes andar hasta la alba peña para contemplar y pisar la cueva del santo y admirar a su regreso la joya mozárabe de la iglesia de Santiago y el monasterio de Montes de Valdueza.
La huella genadiana en la historia escrita
La primera mención a las piezas la escribe Enrique Gil y Carrasco en 1843, en Bosquejo de un viaje a una provincia de interior. Tomamos el texto de Costumbres y viajes, Madrid, 1961, pp. 108-109:
“El vicario nos enseñó entre varias reliquias de San Genadio una especie de bolos con que el santo se entretenía en sus horas de recreo…”
Pero no es hasta 1908 cuando Manuel Gómez Moreno las cita casi de pasada en su artículo Santiago de Peñalba:
“Ya no conserva la iglesia sino unas piezas de ajedrez antiquísimas, de marfil, que se tienen por reliquias de S. Genadio, entre otras menudencias; un pequeño Crucifijo de cobre esmaltado, como de Limoges, resto de cruz procesional del siglo XIII, y otra cruz de plata cincelada, con nieladuras y esmaltes, obra selecta del XV, y prototipo de muchas conservadas en el Bierzo, alguna de ellas con el nombre de Alonso de Portillo, platero de Astorga. La naveta de Limoges, que vio el Sr. Giner, ha desaparecido”. M. GÓMEZ-MORENO. Granada, 1908. (Santiago de Peñalba, Iglesia Mozárabe del siglo X. Sociedad Española de Excursiones. Valladolid, septiembre 1909. Nº 81.
Diez años más tarde, en Iglesias mozárabes, 1919, se detiene para darnos su datación y su estructura:
“En Santiago de Peñalba consérvanse, como de uso de san Genadio, a principios del siglo X, cuatro piezas de ajedrez de marfil: dos, bien grandes y rotas, forman por arriba una escotadura de lados convexos adornada con grupos de circulillos concéntricos; las otras, semejantes entre sí, aunque de tamaño desigual, son como semiesferas prolongadas en cilindros y con una o dos protuberancias en lo alto: son tipos conocidos. No parece inverosímil el origen que se les atribuye, y aun quizá el juego de ajedrez fue entretenimiento de los monjes aprendido en Andalucía”. (Gómez Moreno, Iglesias Mozárabes. pp. 375).
Vuelve a significarlas en 1925, en su obra monumental en dos volúmenes Catálogo monumental de la provincia de León:
“Cuatro piezas de ajedrez, de marfil, que se tienen por reliquias de san Genadio, y bien pudieron alcanzarle. Dos son grandes, de caras rectangulares y formando lomo cóncavo por arriba, como unas supuestas de Carlo Magno, y llevan circulitos grabados; las otras son cilíndricas, rematando en semiesfera, con una o dos protuberancias por un lado, y doblando la segunda pieza en tamaño a su compañera” Catálogo monumental de la provincia de León. pp.124. Gómez Moreno.
Gómez Moreno se equivoca. Al no ser un experto en piezas de ajedrez, menciona las de Carlo Magno como unas parientes lejanas de las de San Genadio, cuando se sabe por los documentos y las propias piezas atribuidas al Magno que no tienen nada que ver. De hecho, estos escaques no proceden de la época carolingia, sino de finales del siglo XI, y no provienen de Oriente, sino de un taller de la Italia meridional.
Dos años después de nuestra visita, en 1960, el historiador Augusto Quintana Prieto publicaba en su libro Peñalba una descripción totalmente confusa de las piezas sobre una foto antigua debida al fotógrafo Amalio Fernández.
Los comentarios de Quintana seguían malamente los que Gómez Moreno había hecho en Iglesias mozárabes en 1919, quien dijo que “se tenían por reliquias de San Genadio y bien pudieron alcanzarlo”. Sin embargo Quintana Prieto añade que a uno y otro lado de ellas hay dos cajitas destinadas a usos litúrgicos, cuando son dos piezas pertenecientes a ese juego, que no alcanza a distinguir. En 1956, el historiador astorgano José María Luengo, en su amplio y detallado estudio sobre la “Tebaida” berciana y refiriéndose a los pocos restos de valor que aún permanecían en la hermosa iglesia mozárabe de Santiago de Peñalba, señalaba la existencia en ella de cuatro piezas de ajedrez, talladas en marfil (?), conocidas como “el ajedrez de San Genadio”, o más comúnmente como “los bolos del santo”. Se sabe por los escritos de sus discípulos que a San Genadio gustaba pasar largas horas en meditación en su cueva del Valle del Silencio, y los últimos 16 años los pasó en el monasterio de Santiago de Peñalba. Allí practicaba no solo la meditación, sino la concentración para no dispersar la mente, y qué mejor instrumento para ello que el juego del ajedrez, practicándolo con sus hermanos en Cristo y exhortándolos a “ensayar este santo juego que les acerca más a Dios”. Al igual que la santa de Ávila, que recomendaba a sus monjitas distraer sus ocios y tentaciones jugando al ajedrez, San Genadio conocía muy bien los beneficios de esta práctica y sus consecuencias futuras. La santa de Ávila fue nombrada a principios de este siglo patrona de los ajedrecistas, y desde estas páginas sugerimos que San Genadio, el santo que jugaba al ajedrez cinco siglos antes que la fundadora del Carmelo, sea nombrado patrono de los jugadores de ajedrez.
A partir de estos datos publicados por Luengo y Quintana, el rastro de las piezas pasa a engrosar la larga lista de objetos curiosos, de alto valor artístico, de las que todos hablan pero nadie da fe de haberlas tenido en sus manos, y son citadas de texto en texto por los más destacados historiadores de la provincia y foráneos. Y por supuesto, por ninguno de los investigadores e historiadores del ajedrez extranjeros, que tan solo mencionan el de Áger (Lleida) y el de Celanova (Ourense).
Por el valle del Oza
Mis pesquisas prosiguieron pasados 34 años, regresando, como dicen los detectives, “al lugar de autos”. Recorrí el valle del Oza preguntando a los vecinos de cada pueblo de la ribera sobre el paradero de estas mágicas reliquias. Alguien en Ponferrada me encaminó a San Esteban de Valdueza en busca de la señora Antonia, una mujer de avanzada edad y muy versada en la historia y dichos de la zona.
Acariciando el sagrado río, y después de atravesar las feraces huertas que rodean la entrada de San Esteban, llegamos al recogido pueblo, presidido por la casa señorial de los Fierro, cuya fachada balconada sobre arcos de medio punto ha sido vilmente restaurada con materiales de pésima calidad.
Pregunto por la mencionada señora y me encaminan hacia unas huertas. La buena mujer me recibe con el natural recelo de quien no conoce a alguien que, además, quiere saber; pero enseguida toma confianza y me relata multitud de anécdotas, entre las cuales figura nuestro ajedrez, que según ella se encuentra, “porque yo lo vi hace muchos años, en una caja de zapatos en Peñalba. Pero ahora no sé», dice, «donde las habrán metido. Vaya y pregunte al cura”.
Desando el trecho y tomo la dirección de Villanueva de Valdueza, desde ahí a Valdefrancos. La estrechez de la ruta permite contemplar con mayor detenimiento el paisaje, hogar de santos como Valerio, Fructuoso o el propio San Genadio. Entre nogales y castaños, me topo de pronto con la vieja granja de Santullano, casona imponente perteneciente a los monjes de Montes, con capilla, patio, bodegas, celdas y todo lo necesario para un confortable retiro. El edificio, de construcción neoclásica, ahora está habilitado para venta de productos de la zona y, si llega el caso, como albergue. El lugar es desde luego paradisíaco.
Sabor medieval
El río se pierde en el fondo del valle, mientras el ascenso hacia Peñalba se hace tan encantador como emocionante. Al fin se abre ante mí el Valle del Silencio, con Peñalba como antesala inmortal. Encuentro la iglesia cerrada y pregunto en la cantina de Paco, un fuerte y servicial mesonero que, junto a su mujer, Charo, ha convertido el viaje hasta Santiago de Peñalba en algo insustituible, pues sus viandas gozan ya de fama universal. Poco saben de las piezas, aunque dicen que lo de la caja de zapatos ya pasó a la historia. “Lo mejor, señala Paco, es que bajes hasta Villanueva y preguntes por el cura párroco de Peñalba, que vive allí, don Carlos Fernández. Él sabe el lugar y el sitio donde se encuentran”. Decepcionado, cansado y un tanto contrariado, repongo fuerzas en este simpático y bien surtido mesón, mientras llega la hora de la apertura del templo para volver a visitar la mayor joya del mozárabe español, a la que, en palabras de Gómez Moreno, «ninguna iglesia de nuestro país de aquel siglo le llega en mérito».
Cuatro piezas únicas del siglo IX
Regreso de nuevo al cruce de San Esteban con Villanueva y enfilo el morro del todoterreno carretera arriba, hacia la iglesia. No tengo dificultad para encontrar a don Carlos, hombre afable, de entrañable trato y sabiduría pareja a su edad. De inmediato nos aclara el misterio de las piezas. “Están en Peñalba, bajo llave, estas que tengo aquí», enseñándome un abultado manojo de vetustas llaves de enorme tamaño. «Las inventarié hace años y hay memoria escrita de ellas en el obispado. Aquí siempre se las ha conocido como “los bolos de San Genadio”, quizás por su forma vertical, que recuerda a los bolos tradicionales. Llevo treinta y cinco años de párroco de estos pueblos, y en concreto en Peñalba, y nadie, excepto tú, se ha interesado por ellas. Vamos a verlas”.
Sin pérdida de tiempo, deshacemos el camino andado hasta Peñalba. En la iglesia, don Carlos abre un gran cajón de madera y nos muestra un cofrecito de nogal policromado en el que se alineaban perfectamente colocadas las cuatro piezas del santo. Las tomo con veneración y las voy colocando despacio sobre el altar mayor de la iglesia. Compruebo que el material del que están hechas es de hueso, por su textura y peso. Son dos torres, una de ellas partida por la mitad, como cortada, un alfil al que han amputado parte de la base y un caballo. Enrique Gil y Carrasco, en su serie de artículos sobre El Bierzo en El Sol, señala:
“El vicario nos enseñó entre varias reliquias de San Genadio una especie de bolos con que el santo se entretenía en sus horas de recreo, la reja de hierro en que dormía en su cueva y una argolla del mismo metal, que sin cesar traía rodeada al cuerpo; pero lo que más nos llamó la atención fue un cáliz de aquel tiempo, de extraña y tosca figura, con la patena exactamente ajustada a la boca y que alrededor tiene el nombre del donador” (Los artículos fueron agrupados bajo el título Bosquejo de un viaje a una provincia de interior. Tomamos el texto de E. GIL Y CARRASCO, Costumbres y viajes, Madrid, 1961.
Gómez Moreno, José Mª Luengo, Augusto Quintana, y E.C.S. las estudiaron con poca diligencia, incluso para la exposición de Las Edades del Hombre en la Catedral de Astorga del año 2000, en cuyo informe E.C.S. dice, equivocadamente, que son un peón, un alfil y dos torres. Más recientemente, un conocido historiador, ya fallecido, denominó equivocadamente al alfil como un peón, algo imposible, ya que los peones de los siglos IX y X no presentan protuberancia frontal alguna, y esta figura tiene dos, que lo identifican como un alfil. Lo reducido de su altura se debe a que los visitantes, en un bárbaro atentado contra el patrimonio, se llevaban trozos de la base cortándolos con una navaja.
Esta cuarta pieza es un caballo curvilíneo con una protuberancia en forma de pico que recuerda la cabeza de un ave. Las tomé con sumo cuidado y observé que, aunque parecían de madera barnizada, eran de hueso.
De todas ellas, la más alta es la torre, que está prácticamente completa. Es de forma rectangular, con una escotadura en la parte superior y una de sus caras seccionada, faltándole un trozo. En ella pueden verse dos pequeños orificios de 2 mm de diámetro, producto de un salvaje intento de restauración, por el que se intentó añadir mediante clavos el otro trozo de figura, que es fragmento de una segunda torre. En la parte alta de la escotadura otro orificio del mismo diámetro que los anteriores indica el punto de acceso del clavo. Esta torre tiene una altura de 50×40 mm de largo y 23 mm de ancho. En la parte superior, cuatro circulitos rodean a otros dos concéntricos, mientras una de las caras laterales presenta tres líneas que la cruzan de abajo hacia arriba.
El trozo de torre, partido a su vez por la mitad, es un rectángulo de 50 mm de altura y 3,8 mm de largo por 22 mm de ancho. Por su forma y tamaño, puede inferirse que es uno de los fragmentos de otra torre similar a la mencionada, de la que se han perdido los restos.
El alfil, de forma cilíndrica, presenta dos protuberancias en la parte superior. La distancia entre ellas es de 14 mm. La altura de la pieza es de 30 mm y el diámetro de 30,8 mm. En la parte de la semiesfera pueden verse circulitos semejantes a los de la torre. La pieza fue seccionada por su base mediante actos vandálicos o por ignorancia para saber de qué material estaban hechas. «Existió», nos dice don Carlos, «desde tiempo inmemorial, la brutal costumbre por parte de los visitantes y de los lugareños de cortar, con navaja u objetos afilados, trozos de estas piezas para llevárselos como reliquias, debido a la creencia de que poseían poderes mágicos y curativos». Su altura era como la del caballo, ya que es semejante a los alfiles anglosajones del siglo X, tallados sobre hueso de ballena.
El caballo es también de forma cilíndrica, con su protuberancia en la parte superior en forma de pico, que recuerda la cabeza de un ave. Tiene una altura de 49 mm un diámetro de 35,1 mm, en lo alto trece círculos casi imperceptibles que van en disminución hacia la curva de la cabeza y hasta desaparecer. Lateralmente presenta, en una de las caras, una muesca vertical de 28 mm; y en la otra una serie de líneas curvas concéntricas. Es la mejor conservada de las cuatro. Las piezas pueden datarse con bastante exactitud por comparación con otras similares, de comienzos del siglo IX, incluso de finales del VIII. Son semejantes a las de la colección David Hafler de Filadelfia y están talladas en hueso. Pertenecen al “Shatranj” árabe, un modelo que estos adoptaron de los persas, adaptando los nombres a la fonética del idioma.
Al fin, el viaje a Peñalba había merecido la pena: el ajedrez de San Genadio existe y tiene paradero.
(Continuará)
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