“Todos han muerto ya, y yo debo contarlo”
—Marina Tsvietáieva, Mi padre y el museo
Marina Tsvietáieva, poeta rusa, poeta universal, tras su muerte permaneció olvidada durante mucho tiempo hasta que a partir de 1955 su hija, Ariadna Efrón, se encargó de organizar y editar la obra dispersa de su madre. En 1970 comienza a traducirse y a ser reconocida fuera de Rusia. Aquí en España hubo que esperar hasta 1991, año en el que Jesús Munárriz —“único editor español, de los que solicité, en no rechazar, por ser una desconocida, la obra de Marina Tsvietáieva”, señala Elizabeth Burgos en el prólogo— publica en Hiperión con el título Tres poemas mayores las tres obras maestras de la poesía lírica de Marina (Poema de la montaña, Poema del fin y Carta de Año Nuevo). A partir de ese momento, su obra, tanto en poesía como en prosa, cartas y diarios, ha ido apareciendo en varias editoriales de forma que, poco a poco, el lector empieza a poder completar el cuadro de la vida y obra de esta poeta genial. Hay que destacar, sin duda, el trabajo infatigable de Selma Ancira que, desde finales de los noventa, se ha esforzado por darle voz en español a la obra en prosa de Tsvietáieva y cuya labor fue reconocida en 2011 con el premio nacional de traducción.
Madres e hijas, padres e hijas, relaciones intensas en cualquier familia y lugar, que lo abrupto del momento histórico que les tocó vivir convierten casi en epopeyas, mitos fundacionales, como el mismo museo. “El sueño de un museo ruso de escultura nació, lo puedo decir sin temor, el mismo día que mi padre”. Dos pequeñas joyas, estos libros, que los amantes de Tsvietáieva recibimos con alegría para poder acercarnos a esta mujer desbordante y pasional. Porque la poeta se suicidó en 1941, agotada, como muchos de sus compatriotas, de huir y luchar contra un régimen implacable que acalló y humilló a algunas de las voces artísticas más grandes del siglo XX. Nunca sabremos qué hubiera podido llegar a escribir, todo lo que se llevó. «Una cosa más. Por naturaleza soy muy alegre. Necesitaba muy poco para ser feliz. Una mesa mía. La salud de los míos. Un clima cualquiera. La libertad entera. —Y nada más. Pero obtener así esta desdichada dicha, en esto no sólo hay crueldad, hay estupidez». La vida debería alegrarse de quien es feliz, alentarlo en ese don “tan poco frecuente”, clamaba en Confesiones, en agosto de 1940. A pesar de eso, podemos decir que, como la gran poeta que era, su obra lo abarcó todo, no dejó ningún resquicio. Vivió plenamente, no existe la “vida exterior” en un artista, como dice ella misma de Goncharova (Natalia Goncharova: Retrato de una pintora, en Minúscula), todo es interior o no es. También ocurre con Marina, todo es interior y todo está en su obra. Sobre ella cayó el peso de la fuerza de aquella Rusia terrible, y su fuerza, la de Marina, la palabra, tuvo que vencer a la fuerza de ellos, la física. No lo llegó a ver, pero trascendió a su tiempo.
“Nunca olvidaré: bajo el primer rayo de ese sol de mayo, en la sala vacía, en la mesita de juego, en la bandeja de plata —la corona de laurel—”. Esa frase de Marina, esa imagen del día de la inauguración del museo de su padre que ella recuerda y sobre el que escribe años después en su exilio en París, es la llave de su alma artística, el rayo de sol que ilumina su obra. Es a ese mundo, el de su infancia en Rusia, en el que se formó su percepción de poeta, abierta a la luz y el sonido, al que nos permiten asomarnos estos dos libros.
Descubrimos que dos de las características de Tsvietáieva aparecen heredadas de la personalidad de sus padres: la espiritualidad por encima de la materialidad, y la musicalidad, esta musicalidad que proviene de su madre, gran pianista que no pudo tener la carrera de concertista que su formación y calidad le hubieran permitido, y que en Marina se transformó en poesía. Entendemos aquí, entre otras cosas, el porqué de la peculiaridad de su escritura, esos guiones que separan palabras y que complican todavía más la ya de por sí difícil tarea del traductor: “Más tarde, por las necesidades del ritmo de mi escritura, me vi obligada a separar, a romper las palabras en sílabas por medio de un guion inusual en poesía y, durante años enteros, todos lo afearon, y pocos —me alabaron (unos y otros por “la modernidad”), pero yo nunca pude responder nada más que: “Así ha de ser”— y de pronto, un día vi con mis propios ojos, aquellos textos de las romanzas de mi infancia llenos de guiones perfectamente legítimos— y me sentí purificada”.
Marina comprende la frustración de aquella madre, gran intérprete, obligada a limitar su don al hogar: “Mi madre nos inundó de música (…), mi madre nos inundó con toda la amargura de su vocación no realizada, de su vida no realizada, nos inundó de música, como de sangre, la sangre de un segundo nacimiento”. Y esa comprensión filial lleva a la poeta a entender de dónde procede su vocación, a reconocer en ella las raíces de su alma artística: “cómo nos saturaba de cosas invisibles e imponderables, eliminando así para siempre de nosotras todo lo ponderable y aparente (…). Después de una madre así, sólo me quedaba una cosa: convertirme en poeta”.
Las palabras de Marina resuenan y alcanzan el infinito. Pienso en el trabajo físico y en el día a día de los fogones y el polvo y la miseria de Marina en el exilio y a su regreso. Tiene que limpiar, fregar, cocinar, malvivir… pero es una gran poeta, una grandísima poeta. Y recuerdo algo muy importante: un cuarto propio. Eso ya lo reclamó Virginia Woolf, contemporánea de Marina, aunque no se conocieran ni, probablemente, se leyeran la una a la otra, pero también lo dijo Marina, de otra manera, como ya hemos visto en sus Confesiones: “Necesitaba muy poco para ser feliz”. Y descubrimos en Mi padre y su museo de dónde procede esa austeridad, esa actitud algo estoica de hacer frente a la fatalidad con dignidad, sin queja, porque aprendió de su padre la “avaricia”: “Avaricia de todo ser que tiene una vida espiritual y que simple y sencillamente no necesita nada (…). Manejar sus bienes es infinitamente más difícil para un escritor que donarlos, y una gran mesa de madera blanca es infinitamente más atractiva que un hermoso escritorio con cajones”. Así esa Marina poeta/música es capaz de comprender el sueño generoso, dador, del museo de su padre y reconocer en ella esa herencia singular, herencia sin la que su gran obra habría sido imposible de realizar, teniendo en cuenta las duras condiciones de vida a las que se enfrentó.
La luz de aquel primer sol de mayo alumbró el camino de Marina y permitió que ella misma se convirtiera después, gracias a sus palabras, en un faro para todos nosotros: “Y, curiosamente, sin la menor discusión, como si no hubiera captado el sentido de las palabras y se sometiera solo a la entonación, mi padre, como en un sueño profundo, apareció y compareció. Ladeando apenas su pequeña y redonda cabeza canosa —como siempre cuando leía o escuchaba (en ese momento leía el pasado y escuchaba el futuro), evidentemente sin ver a todos los que lo veían, se colocó junto a la entrada principal, solo entre las blancas columnas, bajo el frontón mismo del museo, en el cénit de su vida, en la cumbre de su obra. Fue una visión de absoluto sosiego”.
Dos libritos sabios y, sin duda, una gran visión.
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Autora: Marina Tsvietáieva. Título: Mi padre y su museo. Editorial: Acantilado. Venta: Todostuslibros y Amazon.
Autora: Marina Tsvietáieva. Título: Mi madre y la música. Editorial: Acantilado. Venta: Todostuslibros y Amazon.
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