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Las Reinas del mar

El mar es un secreto de satén y plata, custodio de hechizos donde habitan todos los veranos, y horizontes donde se pierde el aventurero. En su interior, un mundo lento, desconocido y silencioso, en la superficie, el viaje, la espera, la conquista. Avaricia, lujuria, deseo… pecados capitales que perdona la madre azul, si se la venera como la diosa que es.

No volveré a Ítaca, he vivido en su silencio y aprendí que las naciones se hunden en las Atlántidas, pero también sé que mi isla me habla con voz de madre y vendrá a buscarme en la bajamar de mi último fondeo.

Mauricio Wiesenthal

Entra el tiempo de los vencejos y renaceres, y acompaño en una nueva danza de palabras en el Jardín del Alma a mi buen amigo Mauricio Wiesenthal, con quien he recorrido la Hispanibundia (Acantilado, 2018), y ejercido nuestro Derecho a disentir (Acantilado, 2021) a bordo en el Orient Express (Acantilado, 2020), hasta la llegada de la Luz de vísperas (Acantilado, 2008). Los gorriones pretenden dar caza de un tentador croissant mientras conversamos, viajando de un tema a otro, deteniendo el tiempo. A veces Mauricio rememora su infancia de luz en Cádiz, donde se enamoró del mar, y su juventud educada en Friburgo y Cambridge, que le convirtió en peregrino durante estos largos años. Con múltiples trabajos —profesor, escritor, cantante, músico— salvó su deuda con Hermes, y, siempre agradecido con San Cristóbal, estuvo al lado de los desamparados vestido de impecable etiqueta, pues la clase y buen busto viven en él, sin querer aparentar ni ser otra cosa que él mismo: un renacentista respetuoso de la labor de nuestros padres, que vive, actúa y piensa como siente. Aprendió de las gentes corrientes y supo también ver lo cercano en los profundos ojos azules de Grace Kelly, y en sus conversaciones sobre Tenesse Williams con Ava Gardner.

Me hice escritor en los cafés de Paris, de Viena y de Madrid, en los bares de Estocolmo, en las universidades y bibliotecas de Europa, en los trenes de la emigración, en las pensiones y en las casas de alquiler sin calefacción.

Mauricio Wiesenthal

En esta ocasión viajamos con él y Sarah, su compañera de bitácora, a bordo de Las Reinas del Mar (Acantilado, 2024), y navegamos por la historia más desconocida de las majestuosas Carpathia, Britannia, Lusitania, Mauritania, Titanic, Queen Mary, Queen Elizabeth y Andrea Doria, entre otras. Lugares nobles donde desde los esforzados carboneros, hasta las suntuosas clases de los compartimentos de lujo constituyen un todo que fertiliza el relato por cuyas páginas se pasean Morand, Rilke, Zweig, Dietrich, John Wayne o la familia Von Trapp.

Les garantizo que sus almas lectoras siempre estarán a salvo de naufragios si el navío lo comanda este erudito comodoro. Embarquen pues con nosotros, que soltamos lastre y arriamos velas.

El mar, la mar, el amor, la libertad, la música, el viaje, la danza y el consuelo de no pensar en nada.

Mauricio Wiesenthal

***

—¿Querido Mauricio, por qué huir de Ítaca?

—Porque hay mucho horizonte y mucho mundo por descubrir. Ya conoces mi lema: “Ser libre es saber huir de los que quieren cazarnos”. ¿A quiénes me refiero? A los pretendientes de Penélope. Mejor es salvarla, embarcar con ella y dejarles la isla para que se la repartan. Si uno tiene suerte de sobrevivirles merecerá la pena regresar cuando se hayan devorado entre ellos. Adoro los hoteles, los trenes, los coches y los barcos. Salir de mi casa es ya para mí entrar en una novela en marcha. Y la realidad me responde dándome temas sin fin. Cuando me encargaron que escribiese la guía oficial de Moscú en la Olimpiada de 1980 me instalé en el Hotel Metropol, fabuloso escenario Art Nouveau y a dos pasos del Bólshoi, aunque entonces era más tristón y menos brillante de lo que es hoy, después de restaurado. Ya en la primera cena, el director vino a saludarme y, después de ofrecerme su acogida, me dijo: “Bienvenido, doctor Wiesenthal, no olvide que aquí será tratado como un Zar”. Esas palabras, en la Rusia soviética de Brézhnev, eran ya el comienzo de una novela. El título sería: “Aventuras de un Zar en la Unión Soviética”. Y junto al director del hotel la sonrisa escalofriante de los dos secretarios que le escoltaban, sin duda armados con una pistola en la axila, y equipados con dos maletines donde grababan todas las conversaciones.

Mis historias comienzan así, lejos de Ítaca. Y como película de aventuras he relatado en “Las reinas del mar” algunos de mis viajes por mares e islas: Son historias romanceadas de mi memoria en puertos y países lejanos, travesías atlánticas, lunas de miel en la India, encuentros con personajes inolvidables como David Niven, los Platters o Peter Viertel, y canciones, y películas, bailes, libros, cenas maravillosas, todo lo que pueda entretener a mis lectores, pues para eso escribo y a eso he dedicado mi vida. Si saben buscar la música en la literatura verán que hay también banda sonora.

Queen Mary Queen Elizabeth.

—Esta obra que mezcla tus viajes con el testimonió el comodoro Melbourne sobre los grandes transatlánticos es como un libro dentro de un libro…¿De dónde partió la idea, cómo la desarrollaste?

—Esta obra es pura literatura (quizás más que otros libros míos), y soy escritor porque un día me di cuenta de que vivir era es crear nuestra propia novela. Adoro la lejanía, siempre amé el mar, he trabajado mucho para buscar mis horizontes en mil puertos y escenarios distintos. Mi memoria está repleta de historias y aventuras. A pesar de que adoraba a mis padres, desde niño soñé con perderme en el templo. Ser un careless child, es lo primero que tuve en común con el loco de Byron y con mis maestros de fe. Algo me llamaba más lejos. He pagado naturalmente mis sueños, pero he llenado mi corazón con los mejores tesoros de la vida. Por eso en cuanto abro la mochila de mis amores y mis recuerdos puedo escribir infinitas historias. No necesito pedirle prestada a nadie ninguna novela ni otra película. Me basta con buscar mis escenarios, colocar mis focos, meterme en escena y mover y hacer hablar a todos los personajes que tatuaron sus nombres en la piel de mi alma. Cuando alquilé mi primera casa en Marrakech siendo un muchacho tenía un puñado de dirhams en el cajón de mi mesa. Hoy sigo viviendo de alquiler, no tengo propiedades, el cajón de la mesa donde escribo está muy vacío, pero sé trabajar en todos los oficios imaginables. Lo mismo escribo un ensayo que una novela o un romance a la antigua, unos días dirijo una cata de vinos y otros elaboro perfumes, he sido fotógrafo, actor y cantante, maestro y enfermero, misionero y profesor de Universidad, me he pagado una vida de pobre que envidiarían muchos ricos, y en mis maletas hay más historias de las que pueda contar en los pocos años que ya me quedan. Toda la leyenda del Comodoro Melbourne forma parte de la galería infinita de mis personajes, pues necesitaba descubrir un tesoro en un desván para darle color a mi novela. Era un descendiente de la saga Byron, y en la familia nunca tuvieron suerte con los descubrimientos: su antepasado el almirante John Byron navegó por todos los mares en el siglo XVIII, cuando todavía existían algunas “terrae incognitae” por descubrir, pero él encontró siempre islas ricas y poblaciones amistosas que le ofrecían generosos convites, buenas malvasías de Madeira y felices cosechas de oporto. Aparte de incorporar las islas Malvinas a la corona británica, lo que fue fuente de tristes conflictos, lo único que descubrió fueron las islas que se llamaron de la Decepción… A mi comodoro Melbourne le he atribuido y le he escrito páginas más divertidas. No en vano he practicado tantos oficios que puedo convertir a mis personajes en lo que quiera. Eso es la novela, y me asombra cada día más de que la aventura de narrar vaya decayendo en oscuras y largas confesiones psicológicas donde faltan “personajes” y escenarios curiosos o fascinantes.

—Este es un libro encerrado dentro de otro libro… Y una vida dentro de otra. ¿Dónde empieza la ficción, y dónde la realidad?

—Mi realidad es siempre una novela, y creo que eso nos ocurre a todos cuando hacemos memoria de nuestra vida y la reconstruimos “in bellezza”, con el propósito de compartirla con los lectores. Uno juega y fantasea cuando quiere escribir una confesión “objetiva” de su vida, lo mismo que si intenta convertirla en una novela, aunque lo segundo -siendo más arriesgado- suele dar un resultado más divertido. La memoria flaquea afortunadamente con los años y ese flou romántico de la lente nos permite olvidar, fundir o embellecer ciertos pasajes del recuerdo. Escribir -como decía Rilke- también puede ser “alabar”, y se disfruta más aplaudiendo los momentos trepidantes y estelares de la vida que convirtiéndola en un manifiesto de culpas y de rencor. Siempre hay una versión más amarga de todo lo que vivimos, pero mienten como egoístas los que quieren darle a los demás tan sólo su sacrificio o su sufrimiento. Incluso para hacer el retrato más perfecto y humilde del dolor, Miguel Ángel nos enseñó la oración de la Pietà.

Maurico Wiesenthal a bordo del Queen Mary.

—Me gusta esa infancia que llevas tatuada en tus sus sueños, como tú dices, en Cádiz, entre la prisa y la dislexia. Cuéntanos.

—El tesoro y las sombras de nuestra vida se forjan en nuestra infancia. Como este no es un libro de sombras ni miedos, he dedicado algunas páginas a las lecturas y las fantasías de mi infancia, cuando leía a escondidas de mis padres los libros que no eran propios para un niño, y -llevado por la prisa y el miedo de que me descubriesen- cometía pifias y confusiones que aún me gusta rememorar, porque la literatura y las artes impresionistas -a diferencia de las ciencias- se alimentan de imprecisiones, sueños cromáticos, perfiles limitados sólo por el peso del aire, y fundidos (los “sfumati” de Leonardo, los juegos de olas y grises de Debussy). Así yo leía “La Revelación ha llegado, que la detenga quien pueda” donde Jack London había escrito “La Revolución ha llegado, que la detenga quien pueda”.

Viví mi infancia entre Barcelona y Cádiz, dos puertos de mar. Y todos mis recuerdos de Cádiz van unidos a la llegada de los barcos correos de Ybarra que llegaban de Argentina y Uruguay, o a los paquebotes de la Transatlántica que venían de Canarias y Guinea. La blanca ciudad se convertía en un rincón maravilloso de América y en un balcón de África. Las chimeneas de los barcos suspiraban con polvo de hollín, y las verandas perfumadas por el mar salado se acunaban entre las casas de Cádiz, compitiendo con las torres vigías y las azoteas donde las muchachas se apresuraban a quitar la ropa tendida para que no se tiznase de carbón. Los emigrantes paseaban por las calles, vestidos de blanco con un sombrero panamá, convirtiendo la Alameda y la Plaza de Candelaria en un sueño colonial. El “vigil” de uniforme (vestido como un cipayo con un casco colonial) campaneaba por las esquinas vigilando a un pillo que aprovechaba el merengue y el barullo en busca de botín. Un compadrito desconsolado le daba al fuelle de su bandoneón, y la Frutería Gades en el Paseo de Canalejas parecía un mercado de Bogotá (granadillas, papayas, mangos, guanábanas), o una esquina de La Guaira o una plaza de Veracruz. Amo a los puertos. Todo lo que se nos fue ayer en un viaje de ida y de despedida -llorado en un pañuelo blanco- regresa un día de vuelta. Así los albaricoques que trajimos del reino bendito de las mil y una noches nos vuelven de América convertidos otra vez en “damascos” (el jardín de Siria donde nacieron), las naranjas de Valencia que se fueron a Paraguay vuelven con un perfume de limón sutil y corteza amarga, después de escuchar la voz embriagante del Paraná y recibir el rocío de las canciones guaraníes. Y hasta los palos del flamenco se transforman en el viaje de la ida y de la vuelta, cuando los bailes de España se acunan entre palmas y mares al volver América: las colombianas, las guajiras, los tangos. Incluso las peteneras tristes se vuelven rumbas alegres y -el largo andar de nuestros pasodobles se vuelve en las lunas de los pueblos indígenas de Latinoamérica pasillo galante de paso menudo.

—¿Qué te atrae del mar?

—Como acabo de decirte, lo que intento tocar con mi guitarra. La ida y la vuelta, la distancia y el encuentro, el fundido, todo lo contrario de las alambradas y los nacionalismos. Coco Chanel no era amiga del mar, y cuando un día le pregunté por qué me dijo: “Bah, arrugas”. Se resistía a que yo intentase convencerla de que el mar es baile y música. Pero bajó sus ojos de pantera cuando le dije que la mar era mujer. Le hablé de Camus que se había convertido en el mejor escritor de su tiempo escuchando la voz del mar en una playa de Argelia. Era hijo de una madre sorda. Y quizás por eso su pensamiento es tan maravilloso como el fraseo de su escritura. Cuando pregunta espera, porque su madre tardaba en responder. Parece que no está, como si se hubiera ido. Así habla el mar, y luego regresa siempre, nos hace esperar un minuto y sabemos que -como la voz de nuestra madre- volverá, y merece la pena esperarla eternamente porque volverá. Es la mar de los emigrantes, la patria y la voz de los que huyen o buscan. Salen por mar y a veces no llegan porque una mala tormenta se los lleva. Pero el suspiro más repetido por los seres humanos lo mismo al soñar que al morir es “¡Madre mía”. Quizás lo que me atrae del mar es esa pregunta y ese grito que, en todos nosotros y nosotras, está esperando respuesta.

—¿Por qué Reinas y no Reyes del mar? Como nos cuentas en la obra, los marinos hablan de los barcos en femenino.

—La nave y la mar son femeninos para nosotros los que amamos su voz. Pero es curioso que hablamos del mar en femenino sólo en singular. La mar es una, la amada, la que uno lleva tatuada en el corazón. En plural se convierten ya en genérico, y cuando los nombramos en masculino se vulgarizan: los mares.

—Hay muchas curiosidades de los grandes transatlánticos de un pasado más glorioso. ¿Cuál o cuáles te llamó más la atención? ¿En qué Reina te has sentido mejor?

—Cada barco tiene su encanto. Se construían como insignias y orgullo de la marina de cada país del mundo, representaban la hospitalidad de los pueblos civilizados, llevaban la marca del diseño de los mejores artistas, la cocina de los chefs más creativos, la técnica de los ingenieros más avanzados, la alegría y lo mejor de la vida y de la fiesta del viaje. En esta novela hablo de muchos de ellos, más grandes o más pequeños, pero esas naves en las que crucé tantas veces el Atlántico, el Pacífico, el Índico o viajé desde el Mar de China hasta los meridianos más tormentosos y los mares rugientes del Hemisferio Austral fueron sólo el escenario de estas memorias. No son viajes fugaces y carnavalescos de cruceros, sino que utilicé esos barcos para trasladarme a los países donde viví o donde trabajé, a menudo preparando clases o conferencias y escribiendo muchas de las páginas de mi obra. Creo que lo bello de viajar estudiando y trabajando es que el camino no se convierte en una fiesta ruidosa sino en una novela de tiempo lento, evocadora y romántica. No sé por qué hay gente que piensa que seis días cruzando el Atlántico de Southampton a Nueva York o de Tenerife a Río de Janeiro son un aburrimiento, cuando lo mejor de la vida y del viaje es el tiempo que se tarda en llegar.

—¿Que es viajar, y qué halla un peregrino en sus viajes? Dónde reside la magia ¿En el viaje, en el destino, en la ensoñación de ambos?

—Viajar nos enseña a ver nuestro propio país como si fuésemos extranjeros. Ya eso es una vacuna contra los nacionalistas, porque nos permite amar el lugar donde nacimos, pero amarlo sencilla y discretamente, críticamente, pacíficamente y sin dar la murga a los demás. Además, el viaje es una iniciación al saber y al misterio. Poetas y místicos de todas las culturas han imaginado la muerte como un viaje. ¿Por qué no disfrutar antes, y en vida? Nunca se sabe… ¿Por qué esperar tanto, y no prever que muchas veces una luna de miel sólo dura el tiempo que tarda un amor en convertirse en un marido?

—Háblanos de Sarah, tu acompañante a bordo de la travesía.

—Son cinco letras que llevo tatuadas y cuyo secreto está escondido en mi libro. Es ese amor de antes que nunca tendrá otro mejor después. Pero no olvides que un escritor y un actor dejan también en sus personajes buena parte de su corazón. Flaubert le respondió a un crítico que se interesaba por Madame Bovary: “Oiga usted, que Madame Bovary soy yo”. Lo mejor de todo es que Flaubert no sólo era Madame Bovary, sino que también él mismo le ponía los cuernos al aburrido marido que se había inventado, el Doctor Charles Bovary. Ese es el poder de la literatura, y sólo el milagro del arte hace posible que cuando uno lee no vea a Anna Karénina con la barba del viejo Tolstoi.

En el barco ruso Alekandr Pushkin, ensayando para un concierto de tarde.

—Sarah dejó caer una hoja al mar cuando arribasteis a vuestro destino en Nueva York y os despedisteis del Queen Elizabeth. ¿Fue ese un buen destino?

—Mi querida amiga, hay que saber acabar una novela, hay que cerrar a tiempo el baile cuando nuestra pareja deja alargar la punta el pie en una figura elegante, y el final de una buena película debe dejarnos con ganas de verla otra vez. Tampoco Dante, si se hubiese casado con Beatrice habría escrito otra Comedia más divina. ¡Qué horror! La mitad de los tercetos estarían dedicados a pagar la hipoteca del piso: todo un Purgatorio, sin Infierno ni Paraíso.

—¿Qué te enseñaron las Reinas del Mar, cuál ha sido tu revelación –aquella a la que se refería Jack London–?

—Jack London, como ya he dicho, se refería a la Revolución. Aunque yo prefiero la “revelación”. Por eso la música es irrefutable, porque no tiene traducción dogmática en palabras, ni en discursos. Sólo lo increíble es un sueño poético, y el resto -peor cuanto más realista parezca- acaba siendo una pesadilla.

—A menudo rememoras Darjeeling con sabor dulce. ¿Qué supuso para ti tu vida allí, en el remoto norte de la India?

—El nido del viento. Una casa que parecía un castillo tibetano delante de los glaciares del sagrado Kanchenjunga, allá en la frontera de las revelaciones. Imagina el sonido de las trompetas de la oración y la voz de las banderas de la plegaria. Los asnos con sus mantas y los caballos menudos que subían cargados por los caminos, los rododendros en flor, los porteadores con sus comportas de madera, las sillas de bambú y los sillones de mimbre, las pinturas indias en las paredes y el olor del sándalo. Una escalera de madera con peldaños crujientes llevaba al desván donde encontré (¿quise encontrar?) los manuscritos del comodoro. Recuerdos que me llevaron a escribir esta novela y las horas que pasé allí leyendo a la luz de un quinqué en las noches de monzón y temporal, pues la lluvia sollozaba, los reflejos de la llama se paseaban por la habitación haciendo bailar las pinturas de las paredes y el aire frío del Himalaya agitaba las hojas. Había un tren pequeño que subía por las colinas hasta el pueblo y sus vagones azules habían sido como un juguete para la infancia de Sarah, cuando ella reinaba en sus plantaciones de té. No puedo olvidar a los niños y niñas que aprendían a leer y a escribir en nuestras escuelas. Los capítulos de nuestra vida en Darjeeling están escritos con la voz de las mujeres con saris y velos maravillosos que tejían en bastidores y telares, con el color de los mercados de frutas y el olor de las especias. En el campo de polo que habíamos convertido en huertos y jardines vivía un faquir barbudo, tatuado y misterioso que escribía en inglés, sentado en su esterilla. Según Sarah era un tío suyo que se había vuelto loco leyendo a Lord Byron. Pero también ella se volvía más escocesa cuando oía el grito de las montañas y sus ojos azules brillaban como los lagos. El glaciar en forma de hoz de la montaña sagrada -la más alta de la India- parecía de plata, aunque a veces la nieve puede quemar y arder como el carmín Fire and Ice de los labios de Sarah.

—Como en anteriores obras, late aquí el mundo de ayer, maneras, elegancia, valores. ¿Vamos directos contra un iceberg en esta Eurolandia, como tú la defines?

—El hundimiento del Titanic fue un símbolo para un tiempo que creía sólo en la velocidad y en los récords. Me gustan los locos creativos y fantasiosos, pero no los bestias que los animan para que hagan tonterías. En un tiempo los demócratas votábamos en favor de algo, pero hoy veo que media Europa vota sólo contra alguien y contra algo. Y temo a veces que la Inteligencia Artificial se acabe convirtiendo en la Estupidez Artificial, aunque si alguien descubre las leyes que rigen la violencia, el fraude, el engaño y las trampas de la política me parece que esto será un descubrimiento mayor que la Teoría de la Relatividad.

—Los lugares literarios y sus hacedores, viajan con esta obra. ¿Qué amas más de tu biblioteca? ¿Qué autores nunca faltan en tu maleta?

—De joven he viajado cargado de libros, sobre todo porque las travesías en barco me servían para preparar las temporadas de clases o charlas en América y para trabajar en mis libros. Piensa, mi querida amiga, que tuve que ganarme la vida escribiendo miles de crónicas y cientos de libros, muchos de ellos publicados con seudónimos o incluso sin firma. Me hace gracia que algunos ingenuos (quizás viven de las rentas en una casita de mamá) vean ahora los miles de páginas que he escrito desde que tenía veinte años y puedan pensar que eso lo escribía el viento mientras yo estaba soñando en una hamaca o bailando con una amiga. Incontables son las páginas que escribí en enciclopedias, novelas, artículos, guiones, obras de todo género y más guías de viaje que nadie en el mundo, pues no hay ciudad de España a la que no haya dedicado una guía, ni país del Caribe, ni lugar arqueológico de México, ni puerto de Italia o de Francia, de Alemania, de África, de Asia o de Inglaterra que no esté en mi obra. Podría competir con Dumas en ese trabajo mal pagado, pero que es muy educativo para el estilo y la formación de un escritor. Fui mi propio mecenas y me pagué una vida libre y honrada pero bien labrada. Para mantener la forma física tenía bastante con arrastrar las maletas y baúles con mis máquinas fotográficas y de cine, mis libros y todo el material que me acompañaba en mis viajes. Nunca necesité discursos de “autoayuda” ni extrañas gimnasias ni dietas que se administran los burguesitos que no saben lo que es levantarse bien temprano, darse una buena ducha, practicar un sano ejercicio matutino, concederse un sereno y gustoso desayuno, y ponerse a trabajar durante el resto del día. Ya decía Marañón que en España casi todo lo hicieron los curas porque eran los únicos que se levantaban temprano. Me horroriza ver que ahora el ideal de algunos sea trabajar lo menos posible, produciendo menos y queriendo vivir mejor. El mundo se nos va a llenar de festivales de Eurovisión y cantantes de karaoke (gente que a menudo no sabe cantar o no sabe beber o quién sabe lo que se ha chutado), de escritores y tertulianos, de pintores aficionados, de restauradores de Ecce Homos, de políticos vitalicios, de diputados dormidos en el bendito sueño de los aforados, en un cine lleno de sucias cáscaras de pepitas de girasol y del olor mantecoso y obsesivo de las palomitas de maíz. Horror de países donde las mujeres y los hombres que valen y podrían hacer muchas cosas no encuentran trabajo, donde una sociedad de señoritos tutelados y mantenidos ha perdido y acallado la voz alerta y combatiente de las clases trabajadoras, un mundo de calzones caídos sin retos ni horizontes, mientras los empresarios se arruinan, y las ciudades viven en una especie de fin de semana eterno y en una ominosa resaca de inutilidad. El terror de los mejores filósofos europeos (llegué a conocer en Zurich a Rudolf Kassner, el amigo de Rilke) era que el mundo se llenase de “diletantes”, pero eso es lo que viene. En resumen, si debo moverme por trabajo, viajo ya más ligero de equipaje. Cuando veo tanta especulación salvaje, tanto apartamento con alquiler inalcanzable para el sueldo de un trabajador, tanta oferta de descanso para gente que no ha hecho nada para estar cansada, y tanto ocioso con pretensiones, se me enciende el deseo irreprimible de huir de Ítaca. Para eso ya no necesito un baúl de libros. Siempre que llego a un país llevo conmigo la guía de otro. Hay que tener una alternativa.

—Me gusta lo que dices cuando hablas de tus padres y abuelos. Siguen acompañándote. ¿Qué te dicen en tus travesías, en tus palabras, en tus visiones del mundo?

—Amar no es asunto de discursos, sino de presencia. Los que se nos fueron guardan silencio, pero están presentes. Los sentimos en la piel, en los destellos y silencios de la vida, en las soledades enamoradas -la soledad es vida, mientras la misantropía es triste- que borbotean como fuentes en los latidos de nuestro corazón. Esa compañía es más dulce que todas las palabras. Menos sermones y más presencia. Ese es el mensaje. La presencia -llegar a tiempo donde puedes ser útil- es un don que comparten los médicos y enfermeros de ambulancia, los bomberos, los vigilantes y los santos. Un don poderoso del espíritu: dar y repartir consuelo sin discutir ni argumentar. Por eso los que trabajan con el aliento de la misericordia y de la fe hablan un lenguaje universal.

—Hablando de tu increíble vida, ajena a rebaños, y fiel a sí misma, qué mensaje querrías darnos como aprendizaje.

—Se ha perdido el camino de iniciación. A los jóvenes se les enseñan materias dispersas y apenas quedan maestros que se preocupen de enseñar a coser y bordar el tapiz, de entretejer la trama con la urdimbre y de darle un sentido a tanta información. Todas las grandes culturas crearon formas de iniciación para adentrarse en sus símbolos y misterios. Un pueblo que no está iniciado en su cultura será fácilmente colonizado por la sumisión y la propaganda. Veo que se cancelan brutalmente los “graduales” (santo gradual, santo Graal) de iniciación que heredamos de nuestros clásicos, en la poesía, en el teatro, en el sentido crítico y en la religión o en la concepción del mundo; la Weltanschaaung de los filósofos. La informática, por ejemplo, es una herramienta maravillosa, pero puede ser confundidora para los jóvenes que no sepan “conducirla” ni incorporarla a la cultura. Un ordenador ofrece un millón de respuestas para preguntas que no nos hemos hecho nunca ni necesitamos hacernos. De vez en cuando debemos apagarlo y, en un rato de silencio, preguntarnos qué necesitamos saber en la encrucijada justa en la que nos hallamos. A la grandiosa oferta digital y virtual de nuestro tiempo habría que preguntarle a veces lo que la condesa Zamoyski le escribía a su marido: “De qué sirve, señor conde, el que yo tenga por dónde si usted no tiene con qué”. Me parece que a los jóvenes les estamos bombardeando brutalmente con demasiadas respuestas y va a llegar un día en que nos falte no sólo por dónde sino también por qué… Y ahora hay que hacerle hueco a la Inteligencia Artificial.

—¿Por qué hablas más de amar que de ser amado?

—Eso, como tantas cosas, se lo debo al más valiente navegante de los tiempos antiguos: un judío, educado en la escuela de Gamaliel, que se llamaba Saulo. Deslumbrado por la presencia de fuego (siempre la “presencia”) de un Maestro de Sabiduría cambió su nombre por el de Pablo de Tarso. Vivió mil tempestades para llevar su mensaje, como un cartero fiel. Y lo curioso es que era capaz de discutir con los que habían conocido en vida al autor de las cartas. Los corregía cuando se apartaban del mensaje. Y tenía el poder de hacerse oír porque no hablaba en nombre de un libro, sino de una “presencia”. Quien nos esté siguiendo y haya amado alguna vez en su vida, aunque ya no tenga al lado a quien tan dulcemente le hablaba, sabrá si siente todavía esa presencia. Esa es la enseñanza de los maestros de nuestra mística, que podrían ser hoy una escuela de iniciación tan feliz para aquellos de nuestros jóvenes que quieran saber lo que es el amor. Por eso hablo más de amar que de ser amado. El amor es activo, y basta darlo para recibirlo. Y el que lo recibe no puede evitar volver a darlo, porque -incluso contra su voluntad- se le escapará un día, quién sabe si cuando la conciencia de no haberlo dado antes le corte el aliento. Así San Pablo atribuyó a Jesús de Nazaret unas palabras que no aparecen en los Evangelios (eso da igual porque este Pablo hablaba por “presencia” y no por textos): “Es mejor amar que ser amado”. Es más alentador dar que recibir. Los que no dan ni han dado suelen ser los mismos que, con amargura, se quejan de sentirse solos. La condena más horrible para un ser humano es para mí haber recibido el amor y no haberlo dado. Lo contrario, cuando tenemos el sentimiento pronto, la fuente viva, la mano generosa y el corazón entregado, sería mejorable al compartirlo, pero es tan relativo que -en la tarea de amar- ni siquiera nos da tiempo para lamentarnos. Los regalos no tienen precio, y el infierno debe de ser un lugar donde no hay nada para regalar.

—Hablas de tangos y celos a bordo, algo que siempre te ha perseguido ¿Te arrepientes de no haber jugado esa partida de tenis con Ava Gardner?

—Cuando conocí a Ava yo era un estudiante y no tenía ni dinero ni ganas de hacerme socio de un club. Disfruté más jugando una partida con su coquetería, su sentido del humor y su talento maravilloso de mujer y de gran actriz, que es lo que era. Set is six, no sex

En las ruinas de Olimpia.

—Si la inmortalidad comienza en la frontera, como decía Dumas, ¿qué anclajes rescatar en tierra firme?

—Las anclas en tierra acaban siendo prisiones. Lo que parece dar seguridad acaba siendo un día una cadena. No hay más anclaje que los valores de nuestra vida y las alianzas de amor. Todo lo demás puede ser un engaño fatal que se paga caro, y siempre con sumisión. Por eso es bueno vivir en la frontera de todas las ideas y fuera de todas las verdades absolutas. La frontera debería reconocerse como una patria humilde para los que necesitamos tener siempre una puerta de salida. No hay problema grande o pequeño que no podamos resolver marchándonos.

—La literatura, dices, no es lo que ocurre, sino lo que va a ocurrir. ¿A qué lugar o tiempo te gustaría escribir ahora, a qué persona?

—A mis maestros y amores del pasado podría escribirles muchas cartas. Pero me intriga el futuro y dirijo allí mi mensaje: “¡Uuh, uuh! ¿Queda alguien allí?”

—Ya llevamos unas cuántas travesías juntos y siempre he querido saber por qué los finales de tus obras viajeras suenan a despedida…

—De joven uno cree que sabe. De mayor uno sabe que cree. Siempre tuve más finales que principios. Pido disculpas a los que haya molestado.

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