Tribulaciones de un crítico puntilloso ante una obra monumental de cerca de mil páginas que ofrece una «historia total» (¡esta sí!) de los movimientos sociales y políticos que tuvieron lugar en torno a 1848 de un extremo a otro de Europa, y que incluso da cuenta de su eco en el resto del mundo: ¿cómo se pueden compendiar mil páginas en tres folios escasos? ¿Cómo resumir sus grandes líneas de análisis, sus interpretaciones, sus conclusiones? O, simplemente, ¿con qué criterio elegir determinadas aportaciones y desechar otras entre una vasta panoplia de hipótesis, descripciones, influencias y paralelismos históricos? En definitiva, ¿cómo dar una pálida idea de la magnitud del empeño?
Primera. Quizá lo más importante de todo, al menos como punto de partida: ¿qué es 1848? ¿Qué significa 1848? Casi como movimiento reflejo, el historiador asocia las fechas revolucionarias de la época contemporánea y sitúa el año citado casi en el centro de una serie cronológica que va de 1789 (Revolución Francesa) a 1917 (el Octubre bolchevique), con paradas en 1830 (Revolución de Julio), 1870 (Comuna de París) y 1905 (Primera Revolución Rusa). Esta ha sido hasta ahora la interpretación establecida. Clark nos dice desde el primer párrafo que no, que las revoluciones (recuérdese el plural) de 1848 no fueron un simple eslabón en una cadena. «Fueron únicas», nos dice. Pero «únicas» en más de un sentido. Esto significa, por lo pronto, que no admiten parangón con nada. Algunos de sus rasgos se reprodujeron en 1989, con la implosión del «socialismo real» y también en 2010-2011, con la «Primavera Árabe» (1848 se llamó «Primavera de los Pueblos»). Aun así, estas revueltas o transformaciones más cercanas a nosotros no tuvieron la virulencia y relevancia de 1848.
Segunda. ¿Qué es entonces lo que hace especiales a las revoluciones del 48? Por decirlo brevemente, aun a costa de simplificar mucho, que, siendo diversas en origen y circunstancias, confluyeron en un movimiento de conjunto, una «revolución global». Sí, global, ¿les suena? En palabras del autor, «fue la única revolución auténticamente europea que ha habido jamás». La paradoja y la complejidad estriban en que siendo «convulsiones europeas (…) se nacionalizaron retrospectivamente». No es el menor de los méritos de Clark, ni mucho menos, evitar el caer en esa trampa: en este libro el historiador británico no hace historias nacionales en sentido usual —una relación ordenada de los sucesos del 48 en los diversos países del Viejo Continente— sino una historia auténticamente europea que permite vislumbrar los contagios, semejanzas y diferencias de los movimientos revolucionarios más allá o por encima de las fronteras convencionales.
Tercera. Siendo entonces tan importantes las insurrecciones del 48, ¿cómo es que hasta ahora no se les ha dado la trascendencia que le corresponden? La respuesta a esta cuestión apunta al sentido mismo del esfuerzo de Clark. Por decirlo también de modo conciso, el 48 ha tenido «mala prensa» porque se ha considerado tradicionalmente un movimiento fracasado. El autor desliza aquí un apunte personal: «el estigma del fracaso», escribe, le alejó en principio también a él de su estudio, porque «complejidad y fracaso es una mezcla poco atractiva». Pero ahora, en cambio, sostiene una interpretación distinta, que en el fondo es la que da sentido a toda su investigación. ¿Qué es el fracaso? ¿Cuándo podemos dar por fracasada una revolución? Si tomamos una postura rígida, ¿no tendríamos entonces que reconocer que fracasó en muchos aspectos la propia revolución de 1789? Es verdad que los procesos del 48 no consiguieron todos sus objetivos pero no es menos cierto que cambiaron en varios sentidos la faz de Europa e incluso los contrarrevolucionarios tuvieron que incorporar algunas de sus aportaciones. No, no podemos seguir pensando el 48 en términos simplistas de fracaso.
Cuarta. Las revoluciones del 48 ponen sobre el tapete cuestiones sociopolíticas esenciales que siguen interpelando a la sociedad actual y al hombre de hoy: ¿reformas o revolución?, ¿vías pacíficas o insurreccionales?, ¿democracia representativa o acción directa?, ¿libertad política o derechos sociales? Clark insiste en varias ocasiones en que el ambiente de aquella época «se parece a la inquieta confusión de nuestro tiempo».
Quinta. En el libro se combina magistralmente el reconocimiento del protagonismo de las masas, que caracteriza a la época contemporánea, con la atención a las individualidades, líderes «con carisma y talento», teóricos y políticos que dejaron su impronta en la historia y en la memoria: desde Garibaldi a Louis Blanc, desde Tocqueville a Bismarck.
Sexta. Clark subraya también que las revoluciones del 48 fueron complejas y ambivalentes, aunque terminó imponiéndose una valoración que, sin ser del todo falsa, ha marcado desde entonces nuestra concepción acerca de su papel en la historia: de la euforia inicial al desencanto. Pero no en todos los lugares de Europa fue así (Dinamarca, Países Bajos, Piamonte): en general, el éxito a medio plazo fue mayor cuanto menos radicalismo y más moderación.
Séptima. Una clave fundamental para entender el intrincado curso de los acontecimientos: los revolucionarios no solo tuvieron que hacer frente a las poderosas fuerzas conservadoras y reaccionarias sino a la permanente división en sus filas entre moderados y radicales. En momentos cruciales esta confrontación cainita tuvo un peso decisivo en las derrotas.
Octava. Profundizando en algunos de los parámetros anteriores, Clark teoriza y detalla empíricamente que las propias fronteras entre revolución y contrarrevolución fueron porosas, flexibles y difusas, no ya solo porque los mismos cabecillas y caudillos podían evolucionar y asumir distintos roles, sino porque algunas de las innovaciones revolucionarias consiguieron ser conquistas irrevocables.
Novena. A lo largo de estas páginas se pone de relieve el papel determinante del miedo o, mejor aún, el terror, como arma política. Por supuesto, no era la primera vez que aparecía ese sentimiento en la lucha social y política, pero sí debe destacarse su deliberada y racional utilización como instrumento privilegiado de movilización o paralización de las multitudes.
Décima. El gran talón de Aquiles de las revoluciones del 48 fue su temor al populacho, su postergación de las demandas de los más desfavorecidos, su olvido del mundo rural. La preeminencia de los aspectos políticos y de las aspiraciones de las clases urbanas socavó a la larga la solidez del movimiento. Y marcó un hito. Desde entonces, las revoluciones tendrían por encima de todo un carácter social. Se abría así una nueva era, con un nuevo profeta, Karl Marx, una nueva concepción de la historia —como lucha de clases— y un nuevo horizonte: la justicia social sin opresores ni oprimidos.
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Autor: Christopher Clark. Título: Primavera revolucionaria: La lucha por un mundo nuevo, 1848-1849. Traducción: Eva Rodríguez Halffter. Editorial: Galaxia Gutenberg. Venta: Todos tus libros.
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