Suele ser habitual que, cuando alguien habla bien de una novela que no he leído —y no digamos muy bien—, en un plazo no superior a una semana me haga con ella y la lea. Para agitar esta ansia mía vale cualquiera, un académico, un fontanero, el primero que pasa y alaba un libro, Twitter, una columna, otro escritor, una pintada en la pared: QUÉ GRAN LIBRO, ÉSTE. No es necesario argumentar, me basta con la felicidad del eslogan, con la franqueza del disfrute. Esto es curioso porque no leo suplementos literarios, y me río de las listas de mejores libros del año elaboradas por cien expertos, y ninguna publicidad me lleva a leer nada. Pero si un ser humano declara honestamente que un libro le ha maravillado, voy hacia la maravilla.
Georges Simenon siempre suena, no puede decirse que esté olvidado y algo le había leído, y luego está Maigret, su resonante comisario. Al vuelo, le echaba yo una vida muy siglo XX, quizá había vivido hasta después de mi nacimiento. Sabiendo apenas nada, y a pesar del título, empecé a leer Las señoritas de Concarneau.
Con veinte páginas, ya decidí que era excepcional. Entonces me detuve y miré de qué año era el libro y de qué año era Simenon, concluyendo que el hijo de la gran puta lo había escrito con 31. Nació en 1903, lo escribió en 1932 y se publicó en 1936. Incomprensiblemente —porque no hay sitio para todos—, no es uno de esos clásicos que te recomiendan en la escuela.
Que sea un clásico no lo digo yo, lo dice que lo puedes leer cien años después de haber sido escrito, como si acabara de publicarse, y te convence en todo. Pasa lo mismo con Un caballero a la deriva, de Herbert Clyde Lewis. Pagaba yo con años de vida escribir cualquiera de estas dos novelitas, mucho antes que escribir el Ulises u otras aventuras rimbombantes.
Mientras leía sin coordenadas, pensé que era una novela de los años 70. Esto se debe a que salen muy humildes las cosas, y además muy pocas: un coche, teléfonos, periódicos, documentos de identidad, barcos y dinero en metálico. Son tan genéricos y eternos estos objetos, así como los oficios narrados (pescadores, policías, pobres), que todo se entiende como en un romancero.
Llevaba yo algún tiempo sin leer una novela como Dios manda, bien hecha, oficial. Creo que no somos conscientes hoy en día de lo mal que escribimos. De hecho, de mi generación para abajo, ningún escritor sabe escribir; o sea, ningún escritor sabe escribir una novela. Escribir, escriben; pero novelas, no.
Con Las señoritas de Concarneau podemos establecer qué es una novela, y una como Dios manda, en efecto. Primero hay que tener un argumento de algún interés. Para escribir novelas divinas hay que organizar una trama, aunque sólo sea la de que alguien abre la puerta y espera durante doscientas páginas a que venga el paquete de Amazon. No es tanto pedir, una trama.
En Simenon, un señor atropella a un niño, no lo socorre, vuelve a casa y se atormenta. Así empieza.
¿Quién es ese señor? Nuestro autor se habrá preguntado esto (o no, si es un genio) antes de empezar a escribir. Puede ser pobre o rico, gay, el alcalde, un discapacitado… Puede ser tantas cosas, y pueden ser tantas cosas todas las que sigan, que una novela perfecta es siempre un milagro.
Simenon ha decidido que el matarife al volante sea rico, que trabaje con barcos y bares y que tenga tres hermanas —una casada—, con las que vive. Le pone el nombre de Jules.
Cuando alguien muere asesinado o atropellado en la primera página, ya tienes tensión para un buen rato, para ese rato que los del cine llaman el primer acto. Entonces puedes pintar el cuadro, los personajes y los ambientes. El lector aguanta. Simenon se inclina por el negocio marinero debido a que lo conoce (según he investigado). No hace a sus personajes químicos o biólogos, pues no tiene ni idea de química o biología, y con treinta y un años da mucha pereza documentarse.
Este primer tercio del libro remite, si acaso, a Crimen y castigo, porque el protagonista está solo en su remordimiento y a su alrededor el mundo no es amable. También puede ser que me resonara Crimen y castigo porque Dostoievski resuena en cualquier cosa y, sobre todo, porque me había releído Crimen y castigo justo antes de ponerme con esto.
La señoritas de Concarneau merodea el género negro, antes de irse por otros cerros. Hay mucha sordidez urbana, bajos fondos, la vida humana del animal. Aquí es fundamental darse cuenta de que la novela negra procede de la fusión de la novela de detectives con el naturalismo, y por eso La bestia humana (1890), de Zola, es una novela negra primitiva.
Esto no sé si lo dicen los manuales de historia de la literatura, pero ya lo digo yo (otra vez): la novela negra es culpa de Zola, del escritor visceral, de la literatura de explotación de finales del XIX (las bajas pasiones, el crimen, las putas, las navajas), arrojada como un cubo de barro sobre las tramas limpitas de Poe, Wilkie Collins o Agatha Christie.
Levantado el escenario, delineadas las trayectorias de los personajes, Simenon presenta una nueva idea argumental que anime todo el tinglado: el asesino del niño (pasados unos días, el pequeño fallece) empieza a visitar a la madre, pobrísima y huérfana, a la que Simenon pone de nombre Marie. Esto se interpreta como culpa durante muchas páginas, tanto por el lector como por el propio homicida. Jules le lleva comida, y también juguetes para el niño que le queda a la mujer. Sin embargo, las hermanas creen que quiere ligar, y Simenon, en un gesto de genialidad psicológica, hace finalmente que el protagonista se dé cuenta de que quiere ligar.
Una tercera idea, de carácter secundario, nos recuerda a Breaking Bad: el marido de la única hermana desposada es policía, y Jules va sabiendo de la evolución del caso (si han localizado el coche con un 8 en la matrícula, por ejemplo) gracias a sus encuentros familiares.
Con estos tres centrifugadores, el libro no deja nunca de interesarnos.
Luego, en la novela como Dios manda, están los personajes. Aquí son exquisitamente diseñados y movidos por Simenon. Hay relaciones de dominio, particularmente entre Jules y sus hermanas, que siguen tratándole como a un niño pequeño; hay percusión amorosa, en las escenas sucesivas en las que Jules intenta romper el hielo gestual de la señorita Marie Papin; y hay conflicto social, porque no es lo mismo si un rico atropella a un niño pobre que si un pobre atropellara a un niño rico. Hasta los niños tienen fondo. El hijo que le queda a Marie, al recibir un montón de regalos de navidad por parte del hombre que mató a su hermano, rompe a llorar. Es de mucha finura poner a llorar a un niño cuando entiende cómo deberían haber sido siempre sus navidades.
Finalmente, está el estilo: hay que atesorar tantas destrezas para escribir una novela que se entiende perfectamente que hoy nadie se moleste en escribirlas. Puedes tener una prosa estupenda, y con eso te conformas, y haces prosa estupenda durante 300 páginas; puedes tener argumentos vibrantes, y los arrastras sobre cacofonías y anacolutos durante 600 páginas; o puedes tener mucha pasión psicológica y haces trocitos de sentimiento durante 100 páginas. Eso es un poco todo hoy.
Simenon escribe al servicio de la historia, de los personajes y de sus acciones. Esto convoca una prosa sencilla, redonda y humilde. También tiene mano para los diálogos, y la gente habla con la naturalidad del que esconde sus motivaciones, no con el automatismo de la respuesta milimetrada.
“—Dígame, Marie, ¿es cierto que nunca ha tenido suerte?
—¿Quién le ha contado eso?
—No sé… ¡Pero me gustaría que a partir de ahora la tuviera!
—Es usted muy amable, pero no veo cómo. Además, ya estoy tan acostumbrada…”.
No sé quién será el tal Manuel Toscano (a estas alturas, a un pájaro como Alberto Olmos ya lo vamos conociendo todos), pero, efectivamente, Las señoritas de Concarneau es una de las grandes novelas de Simenon.
Algunas novelas negras de Simenón, no policiacas protagonizadas por Maigret, son fabulosas, a ésta yo añadiría ‘La nieve estaba sucia’ y ‘El hombre que miraba pasar los trenes’.
Que la novela negra es culpa de Zola lo dice también Noel Simsolo en su libro sobre el Cine negro
Gracias x 1 000 000