Martín Nogales —escritor, profesor, investigador y prestigioso crítico— no es nuevo en esta plaza. Atrás quedan títulos como Herederos del paraíso y, sobre todo, La mujer de Roma, donde dejó bien patentes sus verdaderas señas de identidad como novelista. Sin olvidar esas otras aportaciones, no menos valiosas, de autor de relatos juveniles, con títulos, de notable éxito, como Verás caer una estrella y El faro de los acantilados.
Lectura fácil, sencilla, es cierto, sin grandes dificultades a pesar de los constantes saltos en el tiempo, que tiene algo de narración tradicional a la manera de Galdós o de Baroja, aunque con los resortes y los hallazgos de la novela moderna, pero de digestión lenta, como una suculenta comida que después requiriera reposo y meditación profunda.
El autor se enfrenta a todo un reto porque la acción de la novela se extiende a lo largo de muchos años —desde el verano del 36, hasta el 6 de diciembre de 1978, justo la fecha en la que tuvo lugar el referéndum de la Constitución—, sin que por ello decaiga el interés del lector, que se deleita con ese ritmo, esa tensión que se mantiene a lo largo de estas páginas hasta la sorpresa final, “El secreto”, bien medida y deslumbrante, que da sentido a todo el relato.
Son muchos los aciertos que contiene la obra, pero conviene destacar el hecho, nada baladí, de que el autor haya sabido mantenerse al margen de los acontecimientos en todo instante, sin caer en la tentación de echar al fuego más leña de lo preciso, dejando, pues, a un lado la pasión y el dolor, que describe con la necesaria perspectiva, con distanciamiento, y, en ocasiones, una cierta y necesaria frialdad.
No sabría con cuál quedarme de entre las tres espléndidas citas con las que arranca la obra: la de Benedetti, la de Henry Roth o la del poeta John Donne, acaso la más incisiva y certera cuando asegura en sus hermosos versos que “Nadie es una isla/ formada por él solo”. De ahí que se pueda entender mucho mejor el carácter coral de la novela de Martín Nogales, en donde unos personajes, que han dejado su huella en el camino y en la mente del lector, se apartan discretamente de la escena para dejar paso a otros más jóvenes, los únicos capaces de vislumbrar en toda su integridad los acontecimientos, hasta el punto de llegar a entender que aquellas decisiones que parecían intrascendentes son las que finalmente marcan el destino de los seres humanos. Las reflexiones que aparecen de vez en cuando, expresadas a través de preguntas retóricas —“¿Qué reloj gobierna el inestable corazón humano?”—, dan mayor sentido y trascendencia a la novela, como si obligara al lector a compartir con los personajes y el propio narrador —Galdós fue un maestro en el empleo de esta técnica— ese sentimiento que fluye por estas páginas.
El elenco de personajes es amplio, pero no por ello se dejan de percibir sus sueños, la vida de cada uno de ellos, esos actos que los convierten en únicos e irrepetibles: Antonio, que acaba de cumplir los 40 al inicio de la Guerra Civil, y su sobrino Juan, el Moreno, por su piel tostada, “leal como los caballos”, Delia, la asistenta que cuida con tanto mimo a las abejas, don Rafael —que nos recuerda a don Pedro, el cacique de Los pazos de Ulloa— y su esposa, mujer vulnerable y humillada, doña Berta; y, sobre todo, Luis, esa figura que va creciendo página a página, al que Delia inculca lo que es la verdadera libertad: algo parecido al aire puro del campo. Luis: “el niño montado en un caballo blanco que buscaba a su padre”, como ese otro niño que soñaba con un caballo de cartón del conocido poema de Machado. El niño que, en las tardes amarillas del otoño, se instruye y se alimenta a base de susurros, de medias palabras, de silencios.
Martín Nogales cuida los detalles. Una novela que podría calificarse de histórica, aunque con una carga simbólica importante, siempre ha de llevar consigo una necesaria e indispensable labor de investigación. Y dentro de la misma, un cuidado mayor para convertir en actual, en presente, lo que es patrimonio del pasado. Así sucede, por ejemplo, cuando habla de algo tan sencillo como los utensilios del hogar: la plancha de hierro, que Delia pone a calentar en la chapa metálica de la cocina; y ese gesto de coger entre las manos la camisa blanca de uno de los personajes para notar su tacto suave, el roce dulce de su tela.
Pero, dentro de este alarde de detallismo, se llega a la mayor sutilidad cuando se nos habla, con un inequívoco fondo metafórico, de la incansable labor de las abejas y de su vida secreta dentro del panal. El conocido etólogo austriaco Karl Von Frisch, experto en la materia, llegó a decir que “la vida de las abejas es como un pozo mágico: cuanto más extraes de ella, más se llena de agua”.
La miel lo cura todo, y las abejas —se asegura en estas páginas— simbolizan la inmortalidad, el eterno retorno. Pero, al mismo tiempo, también se nos advierte de que “cuando las abejas forman un enjambre y se marchan de la colmena, anuncian que va a producirse una muerte”. Con lo que, durante la Guerra Civil, no daban abasto.
Por su parte, precisamente, la Guerra Civil y sus consecuencias posteriores ocupan un espacio importante en este relato. Y se comprende que sea así si tenemos en cuenta que las dos primeras partes de la novela transcurren entre 1936 y 1951. Con lo que al autor no le queda más remedio que referirse al lucrativo mercado negro, a los tiempos del estraperlo, al ruido de los cañones y a la consiguiente ausencia de perdices, gorriones, palomas y conejos que huyen, locos, despavoridos, del estruendo.
En la obra, pese a la sobriedad y precisión del lenguaje empleado en la misma, no faltan, sin embargo, ciertos retazos de lirismo, como una flor que, poderosa, brota en medio de la barbarie. Así, el ruido que se produce a causa de la enfermedad de los maltrechos pulmones de un personaje se convierte, por arte de magia, en un suave susurro de colmena.
La novela se nutre, además, de magistrales diálogos, de gran soltura, de especial vivacidad, como el que se plasma en las páginas finales del libro, en donde se produce un duelo dialéctico entre Luis, empeñado en saber la verdad y descifrar el secreto de su vida, y un ya viejo, enfermo y cansado don Rafael, convertido, a esas alturas, en una especie de Marqués de Bradomín. Feo, católico y sentimental.
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Autor: J.L. Martín Nogales. Título: La mujer que amaba a las abejas. Editorial: Menoscuarto. Venta: Todos tus libros.
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