Irineo Cocker disfrutaba de su recién adquirido buen pasar, con un Martini a la vera y Ema aguardándolo en el cuarto. Su casa, en aquella isla paradisíaca, apenas si cumplía con la norma de seguridad de estar cerrada, sin traba ni llaves. Más para que no entrara algún animal perdido que por temor a un intruso humano. Por eso se abrió como por el viento, pero entró el profesor Lozbel. Irineo tardó un instante aún en dejar de escribir en su máquina portátil y sonrió sin amabilidad. Lozbel era conocido como “profesor” por la dedicación como docente a la vida universitaria, su materia era la arquitectura: era el arquitecto más relevante del Imperio. Aunque Lozbel no desmerecía el apodo o título de “profesor”, y apreciaba el de “más relevante” arquitecto; nunca se había reconciliado con la definición de Imperio: hemos derrotado a tiranías espantosas, argumentaba. “No somos un Imperio: sí un conglomerado de comunidades geográficamente dispersas y culturalmente diversas, que deciden compartir un modo de asociación, libre y civil”. Pero a la mayoría de sus conciudadanos les costaba menos considerarse parte de un “Imperio”. Todos esos debates, su título de profesor y el de arquitecto, ya no representaban ni un concepto ni una etiqueta. Su prestigio, su fama y su fortuna se habían volatilizado, como si el Imperio, o el Conglomerado, como él lo llamaba, hubiera sido súbitamente destrozado, en un instante, por una de las dos grandes amenazas del pasado: la negra o la roja. Las Torres de Lozbel, el edificio habitacional al tiempo que monumento a los valores del Conglomerado —la libertad y la esperanza—, no eran de su autoría. La pieza arquitectónica señera de su época había surgido en la mente de un joven arquitecto: Irineo Cocker. Los detalles y vericuetos a través de los cuales la inspiración y el diseño habían pasado de la imaginación del joven a la mente del viejo, ya no le interesaban a nadie. Los periódicos, la radio y la televisión lo habían especificado: plagio. Lozbel había asumido la culpa en silencio. Pero qué hacía ahora allí, se preguntó Irineo. No creía que fuera a matarlo, ni a vengarse de ninguna otra manera: sabía que el reconocimiento del hecho era a su vez una renuncia a cualquier tipo de represalia. El viejo estaba acabado, pero aún conservaba algo de su implícita dignidad. No obstante, el anciano arquitecto quería dejar asentada la verdad. Quizás un valor —la verdad— que no se expresaba en las Torres. Necesitaba, Lozbel, aclararlo entre ellos dos, antes de desaparecer en las brumas del tiempo.
—Usted sabía que yo me inspiraría en ese diseño —sentenció Lozbel. Irineo solamente alzó las cejas. Era un modo no comprometido de confirmación.
—No hace falta que lo firme —siguió Lozbel—. Daré como válidas todas las respuestas que usted no contradiga. Igual que yo asumí la culpa sin decir una palabra.
Extrañamente, el silencio de Irineo se hizo aún más significativo. Entre aquellos dos hombres, el silencio adquiría una locuacidad demoledora: como una telepatía sin palabras.
—Yo no sabía quién era usted —recapituló Lozbel—. Hay una sola manera de que esa inspiración haya llegado a mí sin un contacto previo entre nosotros: una muchacha.
Irineo hizo un esfuerzo descomunal por reprimir la sonrisa. ¡El viejo era un zorro! Había caído en la trampa como un zorro, pero también la descifraba como un viejo zorro. Un viejo zorro que entendía su error antes de morir del último disparo.
—Lo que me pregunto —caviló en voz alta Lozbel— es cómo logró ella implantar ese dibujo en mi cabeza. ¿Fue una palabra que dijo, el modo en que colocó sus piernas, una forma geométrica que armó con las botellas vacías?
—Bebí mucho —reconoció Lozbel, luego de un silencio distinto de todos los que habían hecho— Bebí mucho aquel mediodía con la señorita Ludmila. Bebí porque no podía creer que me hubiera venido a conocer, que termináramos conociendo de aquel modo, y por sobre todas las cosas porque temí no ser capaz de afrontar el desafío de su cuerpo. Bebí tanto que me acuerdo de todo. Y ahora estoy acá, derrotado como un palurdo. Hubiera elegido ese mediodía contra cualquier cosa, menos esta infamia. Usar una idea ajena: no se me ocurre nada peor para mí. Ese es el infierno de mi Conglomerado. De mi Conglomerado personal.
Irineo bebió su Martini. No hubiera imaginado que el viejo podría llegar a caerle tan bien. Pero el mismo Imperio lo atestiguaba: para que surgiera lo nuevo, era necesario que muriera lo viejo. La vida no preguntaba al respecto. Sucedía.
—Recién hoy entendí el sortilegio —tomó asiento Lozbel.
Lo único que temía en ese momento Irineo era que Ema (Lozbel la conocía como Ludmila), apareciera de repente entre ambos, generando una escena patética. Con el deshabillé. Le había prometido el cielo luego de que Irineo terminara el discurso para la reinauguración de las Torres del día siguiente —había decidido dejarlas sin apellido: las Torres—. Le faltaban unas líneas y una corrección. Si Ema casualmente los interrumpía y, por ver a Lozbel, la culpa enfriaba su recompensa, la visita inesperada del viejo terminaría resultando una venganza, aunque no deliberada.
—Usted sabía que si presentaba el plano por su cuenta, nadie lo financiaría —reveló finalmente Lozbel—. Necesitaba que la propuesta fuera mía. Necesitaba que me aprobaran el proyecto, que se construyera, que se convirtiera en un icono… y entonces sí. Aparecer súbitamente, de la nada, a reclamar su autoría. Usted utilizó mis décadas de prestigio, y un lustro de gloria —mi gloria por las Torres— para subir medio siglo de historia, como quien baja de un salto un escalón.
“Si aparece Ema ahora”, pensó Irineo, “son sus últimas palabras. El epitafio perfecto”. Y como si la telepatía que los unía alcanzara su prodigio culmine, Lozbel apostó:
—¿Usted conoce a la muchacha?
Lozbel carraspeó, por primera vez desde que había entrado en la morada de su némesis, y repitió, sin signos de pregunta:
—Usted conoce a la muchacha.
—No es que quiera volver a verla —musitó Lozbel— solo que… Irineo intervino:
—Profesor, mañana es la inauguración. Tengo aún que terminar el discurso. Usted está invitado. No hubo causas legales, ni la gente lo abuchea por las calles. ¿Piedad, cariño? Chi lo sa. Si se aparece, como un asistente más, pronto todo este embrollo comenzará a ser olvidado. Probablemente no pueda ejercer la profesión, pero tampoco está ya en edad. Hay otras islas. No le va faltar donde reposar. Creo que una aparición casual mañana, más una partida furtiva y silenciosa en un par de meses, serían el cóctel perfecto. Dicho esto…
Irineo bebió el resto de Martini, le hizo un gesto de despedida y repasó las últimas líneas de su discurso. El profesor Lozbel se esfumó en la noche.
Al día siguiente, cuando los casi dos millares de invitados arrancaron con los furibundos aplausos, tras el remate vibrante de emoción de Cocker las columnas de las Torres sin apellido flaquearon, y desde los cimientos la construcción se derrumbó sobre los hombres, como el monumental templo filisteo sobre Sansón y sus enemigos. Murieron centenares. Miles de heridos. El edificio incubaba un error de base en su diseño. Insospechadamente a Lozbel, al mandatar su construcción, se le había pasado el error de un novato.
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Este artículo fue publicado en el diario Clarín de Argentina
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