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Las vidas posibles

¿Cuánto sabemos sobre los demás? ¿Y cuánto acerca de nosotros mismos? Supongo que todos nos lo hemos preguntado alguna vez. Pero hay otra cuestión igual de metafísica y puede que menos común: ¿define lo poco o mucho que conozcamos —o creamos conocer— a alguien quién es ese alguien en realidad? Aunque Fernando Pessoa (1888-1935), íntimo y misterioso como pocos, enmascaró su —¿verdadero?— ser bajo decenas de heterónimos, en el fascinante Libro del desasosiego (1982) decía sentir envidia hacia los biografiados o autobiografiados. Era una envidia de boquilla, claro; apenas unas líneas después, el lisboeta declaraba la inutilidad de las biografías, puesto que cuanto nos sucede, bien lo experimentan también los demás —por lo que no sería novedad—, bien solo nos pasa a nosotros —en cuyo caso, no se puede comprender.

Álex Chico (1980) combate esa suerte de agnosticismo con Los nombres impares (Candaya, 2021), obra híbrida sobre la búsqueda de identidad, el interrogatorio a la memoria y el hecho literario. Y es que el de Plasencia ha logrado una novela magnífica que entrevera ficción y realidad de forma natural, un ensayo manumitido del yugo académico, una biografía donde no solo importa el biografiado; incluso ha coqueteado, para bien, con el guion documental.

"Los nombres impares también opera como sincero diario de confesiones acerca de lo que significa escribir. ¿Cómo identificar la autenticidad en lo que ponemos sobre el papel?"

A partir de la figura de Darío Galicia (1953-2019), poeta chileno perdido en los márgenes de la historia, el autor se sumerge a pleno pulmón en la vida y obra de quienes, voluntariamente o no, se alejan de la norma. De este modo, un escritor —trasunto del propio Chico— en proceso de (re)definirse como tal se aliará con un director de cine que dice haber dado con la idea para su próxima cinta; ambos se dedicarán a seguir la pista de Damián Gallego, un tipo enigmático con nombre y maneras similares a Galicia que vive en el barcelonés barrio de Vallcarca. Por las páginas de Los nombres impares desfilan nombres de autores de carne y hueso como Bruno Montané (1957), Eduardo Ruiz Sosa (1983), Patricia Almarcegui (1969), o, entre otros, el genial Roberto Bolaño (1953-2003). Hablando de este último, no cuesta establecer brillantes paralelismos con Los detectives salvajes (1998); como en aquella, dos personajes a medio camino entre el romanticismo y la irrelevancia vital rastrean a un literato que parece haberse evaporado por arte de magia. Y, también como en la obra que le valdría a Bolaño el Premio Herralde en el noventa y ocho, se esboza un perfil generacional de un movimiento poético efímero como la silueta de un ninja: el infrarrealismo, impulsado en México a mediados de los setenta y pariente del dadaísmo.

Chico consigue una semblanza sentida y —como no podía ser de otro modo en la búsqueda de alguien que fue tragado por la ballena de las décadas— bellamente desdibujada del poeta Galicia: su radical y tempestuosa relación con la literatura, su homosexualidad reprimida, la neurocirugía que le dejaría secuelas de por vida o las razones que le conducirían a la indigencia. Pero la cosa no acaba aquí, porque Los nombres impares también opera como sincero diario de confesiones acerca de lo que significa escribir. ¿Cómo identificar la autenticidad en lo que ponemos sobre el papel? ¿Y en nosotros mismos como escritores? ¿Tenemos derecho a apropiarnos de las circunstancias para convertirlas en tinta? Hay diálogos más que lúcidos acerca de la verdad y la realidad, y la importancia —o no— de cada una frente a la otra; la pregunta acerca de si el fin justifica los medios, de hasta dónde compensa rendir culto a ese dios invisible llamado Literatura, con sus esfuerzos y sacrificios de sangre; un examen sobre por qué, para qué, para quién escribimos.

"¿Qué más da si lo que escribimos es invento o no? ¿Acaso no es autoficción todo lo que sale de nuestras bocas y bolígrafos?"

Flota en Los nombres impares un aroma de constante melancolía, de un tiempo que se ha disuelto sin remedio. Y, como es habitual en la obra de Chico, las localizaciones encierran aspectos clave. Chile, México o París, brumosos en la pesquisa de Darío Galicia; también los parajes que pisa el propio narrador, como la salmantina Casa de las Conchas, o el agudo retrato de Barcelona, ciudad contradictoria en cambio constante, en su eterna pugna entre lo viejo y lo nuevo —llámese modernismo, Hotel Vela, Vallcarca, las riadas de turistas o el parque del Tibidabo.

Doscientas cincuenta páginas que evidencian oficio, que prueban que Chico respeta la literatura. Al menos, de la única forma en que puede respetarse cualquier entelequia: pervirtiéndola —en la segunda acepción del verbo— sin pudor. Leer esta novela se parece a hurgar en un álbum ajeno de viajes y fotografías familiares, a descubrir caras conocidas, a dejarse llevar por recuerdos propios e imaginados. Y, a partir de nuestros hallazgos, a sentir que arden los dedos de ganas por escribir un nuevo y desbordante relato.

Volviendo a Pessoa, decía el portugués que «lo que confieso no tiene importancia, pues nada tiene importancia. Construyo paisajes con mis sentimientos. Monto fiestas con mis sensaciones». Yo lo comparto. ¿Qué más da si lo que escribimos es invento o no? ¿Acaso no es autoficción todo lo que sale de nuestras bocas y bolígrafos? El propio Chico, en el ejemplar que me dedicó hace ya unos meses, plasmaba la fórmula perfecta: «fábula biográfica». Porque puede que, al final, solo importe lo que elegimos contar(nos). Y lo que no.

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Autor: Álex Chico. Título: Los nombres impares. Editorial: Candaya. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.

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