En una de las mejores secuencias de Mank (David Fincher, 2020), aquella en la que los hermanos Mankiewicz siguen a Louis B. Mayer (Arliss Howard) por los pasillos de la Metro y éste va explicando a Joseph —futuro realizador de Eva al desnudo (1950), aquí interpretado por Tom Pelphrey— la filosofía y el funcionamiento del estudio, Mayer afirma que la “auténtica magia del cine” consiste en ser un negocio en el que el cliente no recibe nada por su dinero, “aparte de un recuerdo”.
¡Claro que sí! Para sus admiradores, todas las actrices, en el primer plano que se les muestra, nacen ya con forma de recuerdo. Si luego su brillo se ve truncado por la fatalidad, ese recuerdo se potencia hasta sublimarlas. Porque al atractivo que sedujo a sus devotos se añade esa dignidad de los vencidos que otorga la mala suerte. Los excesos, la locura, la edad o no responder a las expectativas despertadas. Es tan fácil caer cuando se está en la cima que menudean las elegidas que perdieron la gloria.
Ahora bien, pocas fueron tan baqueteadas por el destino como Laura Antonelli. Y eso que pocas musas del softcore italiano de los 70 tuvieron tanto predicamento al margen de aquellas producciones, en la gran pantalla trasalpina de la época, como ella. Protagonista de Luigi Comencini en ¡Dios mío, cómo he caído tan bajo! (1974), de Luchino Visconti en El inocente (1976) o de Ettore Scola en Entre el amor y la muerte (1981), fue merecedora del David de Donatello —el máximo galardón del cine italiano— en un par de ocasiones. Pero todo se quedó en nada cuando en la noche del veintisiete de abril de 1991 la policía irrumpió en su lujosa villa romana para incautar treinta y seis gramos de cocaína.
Acusada de tráfico de drogas, aquello fue el comienzo de una larga batalla judicial que se prolongó durante varios años, tiempo en el que no sólo perdió la razón y la fortuna, también la belleza. En efecto, tras someterse a una operación de cirugía estética para volver a encender los ánimos de los espectadores en Malicia 2000 —secuela de Salvatore Samperi de Malicia, su cinta de 1973 que convirtió a Laura en una de las principales referencias de la mitología masculina del amado siglo XX—, la actriz padeció un edema de Quincke. Es ésta una tumefacción de la piel, las mucosas y las submucosas, que transformó su rostro en algo que ella nunca hubiera querido ver.
Mas como el cine vende recuerdos, para sus admiradores siempre seguirá siendo Pauline de Guérandes, la bella heredera que cabalgaba y conspiraba a favor del Antiguo Régimen en Gracias y desgracias de un casado del año II (1971), espléndida comedia de Jean-Paul Rappeneau ambientada en la Guerra de los Chuanes, que asoló la primera república francesa en el segundo año de su revolución. En su creación de Ángela, la sirvienta que tenía arrobado a Nino (Alessandro Momo), el hijo adolescente de la casa donde trabajaba, Laura mostraba sus encantos con largueza. Pero Pauline de Guérandes, aunque mucho más comedida al descubrirse, al ser la gentil dama en una historia de espadachines, también dejó mucho cariño entre la afición.
Más aún, ya entrando en lo que al ámbito personal de la actriz se refiere, fue durante el rodaje de Gracias y desgracias de un casado del año II cuando conoció al que sería, si no el gran amor de su vida, sí el más sonado de sus romances: Jean-Paul Belmondo. La suya fue una relación turbulenta y apasionada que se prolongó hasta 1980.
Nacida en 1941 en Istria —Italia cuando la actriz vino al mundo, Croacia en la actualidad— las primeras noticias que se tienen de Laura Antonelli como profesora de gimnasia se antojan tal que una de aquellas comedietas de los últimos 70 en las que Alvaro Vitali corría detrás de Edwige Fenech o Gloria Guida.
Luego de aquel primer empleo como monitora de educación física a comienzos de los años 60 llegaron las fotonovelas, género muy en boga en la época. Ya en aquellas páginas llamaron la atención sus poderosas formas, y no tardó en estrenarse en la televisión. En el cine se la vio por primera vez en Celos a la italiana (Antonio Pietrangeli, 1964). También fue la Rosana de Le spie vengono dal semifreddo (1966), una parodia de las películas de agentes secretos dirigida por el gran Mario Bava, que la actriz protagonizó junto al legendario Vincent Price. Pero Laura Antonelli comenzó a forjar su mito erótico con su estimable creación de Wanda von Dunajew en El placer de Venus (1969), de Massimo Dallamano. Aquella primera adaptación de La Venus de las pieles (1870), la novela de Leopold von Sacher-Masoch que describió por primera vez el masoquismo como placer sexual —y acuñó además el término—, estaba llamada a convertirse en uno de los clásicos del softcore europeo. En sus secuencias, muchas de ellas rodadas en España, Laura ya mostraba con prodigalidad sus encantos más íntimos. Después llegó El mirlo macho (Pasquale Festa Campanille, 1971). Mucho menos literaria que aquella primera adaptación de Sacher-Masoch, apuntaba, empero, maneras en la misma dirección: los encantos más íntimos de la actriz.
Convertida en una reina del softcore merced a su interpretación de Ángela en Malicia —aquella historia que sintetizaba la iniciación sexual de tantos señoritos en un tiempo infausto en que no se respetaba a las empleadas del hogar—, Laura Antonelli también fue a demostrar en sus secuencias lo que, ya avanzando en su filmografía, corroborarían cineastas de la altura de Visconti y Scola: era una excelente intérprete. Ni la belleza ni el buen hacer le sirvieron de nada cuando todo se derrumbó. Tiempo atrás, a comienzos de los 70, también fue por Malicia cuando el trabajo de la actriz mereció los primeros premios. Y eso que un año antes había protagonizado, junto a Belmondo y Mia Farrow, Doctor Casanova, de Claude Chabrol.
La década prodigiosa de Laura Antonelli, vaya evocando el título del filme anterior de Chabrol, fueron los años 70. En los 80 su filmografía, que se prolongó en casi cincuenta títulos a lo largo de tres décadas, prácticamente quedó reducida a las dos pantallas italianas. La desmitificación del sexo que sucedió a su liberación hizo que los desnudos de las actrices comenzasen a remitir, y sus cuerpos, otrora gloriosos, se empezaron a olvidar.
En lo que a Laura se refiere, lejos de Italia no se volvió a hablar de ella hasta que en 1991 sus admiradores supieron de su detención, del edema que padecía y de cómo todo se le vino abajo. Pero como dice el Louis B. Mayer de Mank, el cine vende recuerdos. De modo que, en sus evocaciones, Pauline de Guérandes volvió a cabalgar entre los chuanes y Ángela a bajar los libros de la estantería, para que Momo —que a decir verdad representaba a todos los espectadores de Malicia— pudiese admirarle las piernas.
Pero la realidad siempre es más cruel que la ficción. Condenada a tres años y medio de prisión por tráfico de drogas, la ex sex-symbol se afanó en una serie de apelaciones. Ya en 2000, nueve años después de la detención, consiguió ser condenada por consumo, que no por tráfico de estupefacientes. Como el consumo ya había sido despenalizado en Italia, no llegó a entrar en prisión. En lo que no tuvo tanta suerte fue en el juicio al que llevó a los responsables de la operación estética que, a su entender, le desfiguró el rostro. Trece años después de la denuncia, la justicia resolvió que no tenía ninguna relación con el edema que padecía. Aquello le hizo perder la razón, y aunque tras varias apelaciones fue indemnizada con 108.000 euros, nunca se recuperó.
Corría 2007 cuando su caso acabó conmoviendo a Italia entera. Entraba y salía del psiquiátrico de Civitavecchia como entraba y salía de la realidad. En más de una ocasión llenó su villa, ya muy deteriorada, de vagabundos. En la junta municipal de su distrito tuvieron que ponerle una asistente social cuando sus delirios empezaron a ser peligrosos. Los pocos amigos que le quedaban quisieron ayudarla. Así, el tres de junio de 2010, el actor y guionista Lino Banfi publicó en el Corriere della Sera una carta abierta a Berlusconi en la que afirmaba que Laura había perdido el dinero de la indemnización y sólo vivía con 500 euros al mes. El Cavaliere confió el caso a su ministro de cultura. Fue ella quien rechazó la ayuda que se le quiso brindar. Concebía su decadencia poco menos que como una maldición bíblica. Concedió una última entrevista en 2012, en la que decía que quería ser olvidada, que el mundo le parecía una frivolidad carente de valores, que un día se miró al espejo, se vio rica y hermosa y comenzó a tomar decisiones equivocadas. Ya en 2013, Simone Cristicchi quiso presentarse en el festival de San Remo con una canción que hablaba del triste final de la actriz. Ella se negó. La Parca se la llevó el 22 de junio de 2015. Sus admiradores aún la rememoran montando a lo amazona entre los chuanes. La magia del cine consiste en recordar.
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