Abrazar un cactus no tiene sentido: te pinchas, duele y no recibes nada a cambio, pero lo haces, una y otra vez, hasta que las yemas de los dedos tienen tantas heridas que se agrietan. Un cactus no necesita agua, pero tú se la echas, hasta que se desborda por el macetero, un día y otro también. Necesitas sentir su contacto, aunque sus espinas laceren tu piel. Te acercas, aunque no haya el más mínimo agradecimiento. La protagonista de Diario de una madre que perdió su nombre (Nocturna) un día se cansó de abrazar al cactus y empezó un diario para intentar explicar a su hija adolescente lo que sentía. Laura Demaría ha publicado una novela espléndida, un ejercicio de cordura para escapar del desencanto, un manual de instrucciones para resistir al hundimiento.
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—Los versos de Anne Michaels con los que empieza el libro nos anticipan lo que no espera: «Amar como si también / hubiéramos elegido el dolor». Qué bien definen esa relación entre madre e hija de su novela.
—Totalmente. Soy una fan absoluta de Anne Michaels. La conocí primero como poeta, y luego con Piezas en fuga (Alfaguara). He celebrado su regreso este año con El abrazo (Alfaguara). Michaels es una artista que es capaz de condensar en pocas palabras todas esas sensaciones. Cuando leí esos versos estaba comenzando a escribir mi novela; los subrayé y los guardé porque cuadraban totalmente. Amar significa muchas cosas, pero amar desde el dolor es siempre mucho más difícil.
—Leo en su libro: «Lo que hay en estas páginas es parte de mi silencio. Una parte pequeña que necesitaba sacar a la superficie». Ese diario que la madre escribe para su hija es terapéutico, una sanación, y es también el único canal de comunicación entre ambas cuando se han quemado los demás.
—Sí y no. Creo que, en el fondo, la escritura le permite a esa madre contar a esa hija, si es que en algún momento lo va a leer —porque eso no está claro que vaya a suceder—, quién es ella, cómo ha vivido desde el otro lado todas las fases de su vida, desde la infancia pasando por la adolescencia. La madre cuenta desde otro ángulo la historia, y esto le permite desquitarse y sacar de la chistera, como si fuera un mago, unos pañuelos entrelazados, que son el miedo, el vértigo, la impotencia, la soledad… Es un ejercicio que se regala a sí misma. No sé si es terapéutico, pero sí que es necesario para ella poder armar ese diario y encontrar una conexión con su hija a través de todas esas vivencias. Al final, es un acto de resistencia.
—Sigo leyendo: «No tengas prisa. No intentes llegar antes de tiempo a nada. Confía en tu intuición». Ahí me vino a la cabeza el poema de José Agustín Goytisolo a su hija, «Palabras para Julia».
—Me encanta esa referencia.
—Es un consejo que no es un consejo, sino un aliento desde la madurez.
—Yo he construido esta novela desde lo imperfecto. Desde el principio la madre se reconoce frágil, porque mi intención era contar su historia desde esa verdad no bonita, descarnada, que nos cuesta compartir. Cuando pasan cosas como las del libro, de forma tan salvaje, ante una situación tan terrible, los padres pensamos que tenemos parte de culpa. La madre no es el referente de nada, pero quiere inculcar a su hija una serie de valores, prioridades, sentimientos… Y ella confía en que eso va a ocurrir; que su hija va a dejar de ser ese demonio en el que se ha convertido. Por ese motivo dice: «Yo sé que tu esencia es buena». Y también le dice que no tenga prisa por lograr ese cambio. Es una especie de nana que le canta con un doble sentido: darle confianza a su hija para el futuro y también una forma de acunarse ella. Sigue resistiendo, hija, que esto va a salir bien.
—La situación que cuenta en su libro es extrema, pero en esencia es igual que la vivida por cualquier madre con su hija. ¿En qué fallamos cuando la relación se convierte en una guerra abierta?
—En muchísimas cosas. En la relación entre padres e hijos hay muchas fases: momentos de cercanía, lejanía, rechazo, convulsión… Esto ya es muy difícil en las situaciones normales. Si a eso le sumamos una violencia paterna, muy sutil, pero real, todo se complica. Además, esa hija evoluciona también hacia una conflictividad. En ese caso tú no puedes ponerte a luchar para ver quién es el gallo del corral. Esa es la idea que quería jugar cuando no hay posibilidad de diálogo: que la madre mantenga una línea de verdad, aunque la hija la desquicie porque no escucha, porque se erige en la mandamás, en la gobernadora de todos los estados federales.
—Escuché hace poco en un podcast que la adolescencia es una especie de locura transitoria.
—Sí. Lo es. La adolescencia es una revolución hormonal tremenda. Hay mucha desconexión. No hay un sentimiento de pertenencia con tu familia, porque estás todavía por hacer. Ser adolescente siempre ha sido difícil, pero ahora mucho más. Hay un punto de escaparatismo que te obliga a ser como una masa; ese punto gregario mata la autenticidad. Con eso no quiero decir que no haya gente joven maravillosa, con una personalidad desarrollada. No hay que demonizarlos, y ayudarles para que no se sientan tan solos ni tan incomprendidos. Ahora se habla mucho de salud mental; los jóvenes han sido muy valientes al sacar a la luz estos planteamientos, pero a veces se muestran frágiles en cosas en las que no deberían serlo y tratan de ser muy adultos en otras que todavía no les toca. Los adultos debemos tratar de entenderlos y acompañarlos. Y ellos también deben contribuir dentro de esa «locura transitoria» que están viviendo.
—Quizá las madres deberían ser como las hembras impala, a las que ve su protagonista en los documentales de la tele: que después de parir ya han cumplido y se dedican a cuidar de sí mismas.
—Claro. Me pareció muy sugestivo este ejemplo: tú das la cobertura, cuidas y preparas, pero hay un momento en el que confías y delegas.
—En la novela, al igual que ocurre muchas veces en la vida real, el divorcio lo agrava todo, provocando un resentimiento dirigido a la madre, a la que la hija culpabiliza por esa ruptura.
—Es verdad. Hay una perversión cuando una relación no funciona, una tendencia —no quiero decir que sea siempre así— de utilizar a los niños por parte de un buen número de padres para alienarlos, para posicionarlos en contra de la figura femenina. Los niños están indefensos y entran en shock porque su sensación de hogar, de familia, su día a día, todo vuela por los aires. Y en ese momento les dicen que hay un malo que ha provocado todo eso: mi padre, que es el bueno, no está, y vivo con mi madre —la mala—, que es la causante de esa situación. Desde el punto de vista emocional es una herida abierta con unas secuelas de las que es difícil recuperarse.
—Cuando leía su novela, la forma de tratar el abuso sexual y la violencia sexual, me acordé del juicio a los violadores de Gisèle Pélicot y de la serie Querer (Movistar).
—Querer es una serie maravillosa. Coincido en los dos ejemplos que has mencionado, porque ambos son casos de valentía, de resistencia absoluta. Es admirable cómo Gisèle Pélicot ha ido todos esos días al juicio, atendiendo a todo el mundo, sin ningún tipo de problemas, ratificando todo el tiempo que los culpables eran los violadores y ella era la única víctima. Es lo mismo que ocurre con el personaje de Miren en Querer. Es una serie con un componente atmosférico, con esos silencios. En el caso de mi novela, yo quería que fuera incómoda. Nos pasamos la vida edulcorando las cosas, cambiando el foco, intentando adecentar la realidad; metemos los trastos debajo de la cama cuando debemos sacarlos a la luz. Esto es algo que sucede de forma más extrema en el caso femenino: una madre tiene que aguantar más.
—Nos cuenta también en su obra la historia del sonajero a través de los siglos. Y la de Torres Quevedo, el precursor del mando a distancia. En las páginas de su libro comparten protagonismo Kilian Jornet y James Salter a partes iguales. ¿Por qué se le ocurrió incluir esos relatos? ¿Por qué hay esa búsqueda de la anécdota por parte de la protagonista?
—Yo buscaba empatizar con la madre. Ella no puede estar todo el día a pico y pala. Para poder resistir necesita abrir el horizonte. Y lo que hace es investigar sobre temas desconocidos, apetecibles para ella, que le permitieran evadirse. Esos relatos que ella se regala, que nada tienen que ver entre ellos —desde las neuronas espejos al sonajero—, le permiten nutrirse de cosas interesantes, avanzar. Son las vitaminas que necesita esa madre para resistir: el mundo sigue siendo mundo más allá de esa historia tremenda que vive con su hija.
—Esas ensoñaciones la humanizan. Si sólo hubiera dolor, quizá podría ocurrir el proceso contrario.
—Por supuesto. Y hay un tercer componente: yo no quería jugar con la amargura, porque esa madre no está amargada; lo que tiene es una preocupación terrorífica por recuperar a su hija.
—¿Cómo ha enfrentado la escritura de una novela de estas características en pleno boom de los libros que tienen la maternidad en el foco?
—Es que yo no creo en el género literario; a mí me gusta lo mixto. En mi libro hay una historia maternofilial, pero hay también un mapa de vivencias que nos afectan a todos. Aparte de la soledad, está el concepto del amor y también del humor. También quería reflejar cómo vamos creciendo y viendo el mundo con otros colores. En la segunda parte, que es más irónica, es donde más se mezcla todo: ensayo, reflexión, novela. Partiendo de la literatura, quería posar la mirada en otros temas que consolidan la visión inicial del libro.
—Terminamos. No es un espóiler: el libro acaba con una referencia a Rust Cohle, el policía interpretado por el actor Matthew McConaughey en la primera temporada de la serie True Detective. Pocos personajes nos han hecho mirar —y mirarnos— de esa forma.
—Es que se trata de un personaje tan filosófico y a la vez tan real… Cuando él se mira en ese espejo ya no necesita nada más, porque sabe reconocer a todos sus demonios, les ha puesto nombre y los ha combatido. A partir de ahí, ese ejército de fantasmas no le da miedo; le preocupan sólo los nuevos que pueden aparecer. Ahí se esconde una sabiduría tremenda. Soy muy cinéfila y quería incorporar esa mirada. Me parece una barbaridad cómo se puede llegar a escribir a un personaje así, y cómo se puede interpretar de esa forma. En Rust Cohle está todo dicho.
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