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Lavar platos y escribir una novela

Lavar platos y escribir una novela

El escritor peruano Gustavo Rodríguez se alzó con el Premio Alfaguara de Novela 2023 con Cien cuyes, ficción de carácter tragicómico, ambientada en una residencia de ancianos y protagonizada por una cuidadora, en la que se reflexiona sobre la longevidad, la vejez y, también, el rechazo a los ancianos.

Gustavo Rodríguez cuenta el proceso de gestación de Cien cuyes (Alfaguara) en este making of.

***

La forma en que la nube de una novela se precipita en palabras constituye un secreto que ningún escritor conoce a cabalidad. Para afrontar este misterio, sin embargo, en nuestra ayuda acude esa capacidad narrativa para engañarnos o, mejor dicho, para acomodar convenientemente nuestra memoria a manera de explicación.

En el caso de mi novela Cien cuyes, me recuerdo lavando platos hace cinco o seis años ante una alta ventana que me otorgaba una hermosa vista a la bahía de Miraflores en Lima. Esa tarde luminosa en que el Pacífico me mostraba un verdor sosegante, fue la misma en que me enteré de una fatalidad: la casa vecina había sido vendida y el edificio que iban a construir en su terreno, tarde o temprano, me quitaría esa vista.

Adiós, pues, horizonte marino, barquitas pesqueras, gallinazos planeando con elegancia, arenoso morro de Chorrillos y cruz luminosa en su lomo, parapentes coloridos y veleros gráciles: en su lugar pronto habría una pared plomiza.

"Sin embargo, fue la muerte de mi suegro, acaecida a inicios de 2022, el detonante de la escritura de mi novela"

Para procesar mi frustración y enojo, en las semanas siguientes fui moldeando en mi cabeza un personaje sobre el cual proyectar mi angustia de manera potenciada: una anciana en silla de ruedas que, ante una ventana parecida a la mía, iba experimentando lo que me iba ocurriendo a mí. Enmarqué a la señora en una breve obra de teatro fallida. Después, en un cuento largo. Y luego, cuando el nuevo edificio ya proyectaba su sombra en mi cocina, di por archivada su existencia.

Tiempo después, mi hogar no dejó de ser sacudido por una marejada iniciada en China y las noticias sobre ancianos que morían en soledad pandémica, algunos de los cuales conocía a la distancia.

Sin embargo, fue la muerte de mi suegro, acaecida a inicios de 2022, el detonante de la escritura de mi novela.

Aunque quizá deba aclarar que, más que su muerte, se trató de la manera en que la afrontó.

"Uno conoce intelectualmente los requisitos que debe tener una muerte digna, pero no es hasta que se experimenta la triste dulzura de una despedida así cuando se enciende la pasión de los conversos"

Jack Harrison era un reumatólogo jubilado, discreto y elegante, que bien pudo haber sido un bibliotecario de no haberse dedicado a la medicina. Viudo aficionado al whisky y al jazz, recibía el amor de sus tres hijas, de sus nietos y de los pocos amigos a quienes dejaba traspasar los linderos de su intimidad. Cuando el mal que lo terminó por desmoronar le hizo sentir que su destino final no iba a ser el más luminoso, Jack dedicó sus fuerzas cada vez más menguantes a cincelarse una muerte gloriosa en la que no iban a intervenir sondas invasoras, ni olores de hospital, ni la soledad de los desahuciados: se iría de este mundo rodeado de sus familiares más amados, entre conversaciones amables y con su música favorita llenando los espacios. Ser un testigo privilegiado de sus últimos meses significó para mí un aprendizaje invaluable: uno conoce intelectualmente los requisitos que debe tener una muerte digna, pero no es hasta que se experimenta la triste dulzura de una despedida así cuando se enciende la pasión de los conversos.

Seis meses después de la muerte de Jack, sabía de sobra que debía fabular la esencia de su historia: me quemaba lo aprendido, y también me ilusionaba la idea de volvérmelo a encontrar, aunque esta vez se tratara de un personaje literario. A mi auxilio vino entonces aquella anciana fabulada que había perdido la vista del océano, y también se me apareció la clave para hilar las historias individuales de los viejitos que se me iban formando en la cabeza: el personaje de Eufrasia Vela, la cuidadora que se encargaría de ejecutar los últimos deseos de los ancianos a su cargo. Pienso que Eufrasia nació como un compendio de dos o tres mujeres maravillosas —mestizas, humildes y bondadosas—, que me tocó conocer en las últimas décadas en familias que me son cercanas, la mía incluida. De hecho, intuyo que una de ellas atendió al verdadero Jack Harrison en la vida real.

"Una vez que hube terminado el manuscrito, tuve la sensación de haber pasado una curiosa aventura con espectros que me han acompañado de una u otra forma a lo largo de mi vida"

Es probable que los Siete Magníficos, esos ancianos ocurrentes a los que Eufrasia tiene que cuidar en una residencia para jubilados, sean una proyección de mis deseos: amo a mis amigos cercanos y tengo la ilusión, probablemente ingenua, de que cuando seamos muy viejos podamos seguir viviendo aventuras juntos, limitados por nuestros achaques, pero unidos por nuestra complicidad de años y por nuestros recuerdos.

Soy un escritor de los que llaman “mapa” en el planeamiento de la estructura de la novela —no me siento a escribir una sin saber qué le ocurrirá a todos los personajes de mi tablero de juego—, pero soy “brújula” en el día a día, cuando se trata de llenar el esqueleto del diagrama con carne, nervios, sangre, piel y aliento; es decir, con todos esos detalles que nos hacen sentir vívida una historia. Una vez que hube terminado el manuscrito, tuve la sensación de haber pasado una curiosa aventura con espectros que me han acompañado de una u otra forma a lo largo de mi vida.

Cuando dicho manuscrito ganó sorpresivamente el Premio Alfaguara, al revisar el texto antes de su impresión me di cuenta de lo mucho que los había extrañado.

Tanto como al océano cuando lavo los platos.

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Autor: Gustavo Rodríguez. Título: Cien cuyes. Editorial: Alfaguara. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.

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