El Siglo de las Luces, el XVIII, también fue el último siglo del Antiguo Régimen. Hablamos de una época en la que, a decir del historiador francés Ernest Renan, “si bien existía libertad de pensamiento, se pensaba tan poco que era escaso el provecho obtenido”. Aquel tiempo acabó con tres revoluciones: la científica, la técnica y la política. Y era tanta la avidez de sangre de esta última —las revoluciones políticas son uno de los actos más violentos alumbrados por la humanidad— que el ocho de mayo de 1794 —20 de floreal del año II, según el calendario revolucionario francés, aún vigente— el terror desatado por Robespierre y sus jacobinos, al frente del Comité de Salvación Pública, lleva a la guillotina a Antoine Lavoisier, el sabio a quien la Enciclopedia Británica habrá de definir como “el padre de la química moderna”. Apenas es decapitado, Joseph-Louis Lagrange —su par en las matemáticas— comenta: “Ha bastado un instante para cortarle la cabeza, pero quizá ni en un siglo aparecerá otra que se le pueda comparar”.
Aunque hoy nos parezca un desatino, 230 años después de que Lavoisier perdiera la cabeza, hemos de ser indulgentes con los químicos dieciochescos. El sueco Carl Wilhelm Scheele —que en 1773 descubrió el oxígeno—, utilizaba vasos de mesa como recipientes para sus experimentos. Una vejiga, unida al cuello de una botella, le valía para recoger los gases. Una vez llena, la cerraba atándola con un cordel. En la otra orilla del Atlántico, el mismísimo Benjamin Franklin, que con el tiempo había de ser un gran discípulo del decapitado por el Comité de Salvación Pública, empezó sus trabajos sobre la electricidad con un tubo de vidrio rudimentario.
Pero estamos en la Edad de la Razón, el cristianismo, pilar indiscutible de la civilización occidental, empieza a perder fuerza. A medida que las luces del siglo fueron iluminando las sombras del Antiguo Régimen, las cortes comenzaron a ser favorables a las ciencias. Es entonces cuando surgen las academias y los científicos son recibidos en los salones de la nobleza.
En esa tesitura, Lavoisier (París, 1743) es un hombre mimado por la fortuna desde que vino al mundo en el seno de una familia burguesa, acomodada. Estudiante de latín, retórica y lógica. Cuando acabó estos estudios, se inició en matemáticas y astronomía con el abad Nicolas Louis de Lacaille, autor de un catálogo de 10.000 estrellas. La botánica la descubrió con Antoine-Laurent de Jussieu; y la química, a la que estaba llamado especialmente, con Hilaire Rouelle. “Así consiguió lo que le había faltado a Scheele, es decir, formación literaria y matemática —apuntan Roland Mousnier y Ernest Labrousse en la Historia general de las civilizaciones (Destino, Barcelona, 1967)—; las letras, que nos acostumbran a apreciar los más finos matices, las más débiles relaciones de las ideas, a conocer el valor exacto de las palabras y a manejar estas herramientas de la mente; las matemáticas, instrumento de la hipótesis precisa, del camino seguro y del resultado cierto”.
En efecto, Lavoisier, además de un talento fuera de lo común, poseía aquello de lo que carecían sus pares: renta suficiente como para costearse sus experimentos. Parte de la hipótesis de que la totalidad de los fenómenos químicos es debida a desplazamientos de la materia. Para demostrarlo, hace que le fabriquen una balanza de precisión, implantando al hacerlo el uso de la balanza química. Además de rebatir la teoría del flogisto, desarrolló nuevo sistema de nomenclatura química. La palabra debía sugerir la idea y ésta el hecho. En su copiosa bibliografía —Opuscules physiques et chimiques (1774), Considérations générales sur la nature des acides (1778), Méthode de nomenclature chimique (1787)— se refiere a “tres improntas de un mismo sello… Dado que son las palabras las que conservan las ideas y las transmiten, resulta imposible perfeccionar el lenguaje sin perfeccionar la ciencia, y viceversa”.
Y todo se quedó en nada. Detenido por el temido Comité de Salvación Pública en noviembre de 1793 —es decir, brumario del año I—, el 19 de floreal del año siguiente fue condenado a muerte. “La República no precisa ni científicos ni químicos: no se puede detener la acción de la justicia”, sentenció el presidente del tribunal, un tal Coffinhals. En efecto, las revoluciones necesitan sangre, que corra la sangre a mares.
Un año después, cuando Robespierre, Coffinhals y todos los jacobinos que le condenaron corrieron la misma suerte, Lavoisier fue rehabilitado. A su viuda, Marie-Anne Pierrette Paulze, compañera también en sus experimentos, le fueron devueltas todas las propiedades del difunto. Así se escribe la historia.
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