En el año del centenario de Miguel Delibes la editorial Destino recupera uno de sus clásicos, El príncipe destronado, una novela extraordinaria sobre el misterio opaco de la infancia. Aquí Delibes nos describe la cotidianeidad de Quico, un niño que va a cumplir cuatro años y que acaba de tener una hermanita, razón por la cual ha quedado relegado a un segundo plano. A lo largo de un día, desde que se levanta por la mañana hasta que se acuesta por la noche, asistimos a sus andanzas, vislumbramos sus secretos y conocemos sus angustias.
A continuación, Zenda reproduce para sus lectores el prólogo a esta nueva edición, escrito por Berna González Harbour.
Prólogo: Aprendamos con Quico, o lecciones de El príncipe destronado medio siglo después
Entre las 10 y las 11 de la mañana de un día cualquiera parece improbable que pueda ocurrir nada definitivo para la vida de nadie; ni entre las 11 y las 12; ni de ahí hasta que acabe la jornada de un niño de tres años y se vaya a la cama. Y sin embargo Quico, el protagonista de El príncipe destronado, vive en el transcurso de cualquiera de esas franjas horarias auténticos seísmos sentimentales que convierten su tictac interno en una carrera contra lo que puede ser la mayor desgracia de su corta vida: hechos tan aparentemente minúsculos como que ha logrado dormir sin hacerse pis, que se ha muerto el gato de la vecina o que el tubo gastado de dentífrico que guarda apretujado en el bolsillo como un tesoro imaginado se va transformando de camión en cañón, y luego en barco, se convierten en hitos de una vida casi detenida y aparentemente envidiable, pero siempre amenazada. Resulta asombroso descubrir cuántas cosas importantes pueden suceder en minutos, en segundos, si lo que está en juego es que venga el hombre del saco, que no puedas dejar de ser zurdo por más que te lo propongas, que vayas al infierno si sigues portándote mal o que el chupa-chups que te ha regalado el tendero sufra el saqueo del hermano mayor ante la injusta indiferencia de tu madre.
Pero esos son los tormentos de Quico, de tres años, quinto hijo de los seis de un matrimonio acomodado de la España franquista y de provincias, y protagonista de esta undécima novela de Miguel Delibes (1920-2010). El autor plantea en un orden cronológico cadente y meticuloso, de hora en hora, los avatares que iluminan y oscurecen la vida de un niño tan aparentemente común como singular. Especial. El chico se siente desplazado mientras la atención de los adultos se concentra en su hermana más pequeña, Cris, y ese desplazamiento es el acontecimiento más impactante de su pequeño universo. Está asustado por lo que le rodea. Su mirada, poblada de terrores, celos y vacío ante una supervivencia amenazada por demonios, por infiernos, por adultos tan incomprensibles como incapaces de comprender y por una violencia más o menos soterrada bajo una apariencia de familia bien, nos arrastra a un mundo donde lo que parece normal — y es normal puesto que es lo rutinario, lo aceptado, lo que no alarma a nadie y nadie va a denunciar— nos da miedo. Al fin y al cabo, nos viene a plantear Delibes a través del protagonista, ¿cómo no estar aterrorizado si a lo que te enfrentas a todas horas es a las llamas eternas donde si sigues siendo como eres no dejarás de arder jamás? Si la eternidad es un concepto difícilmente comprensible incluso para los adultos, cómo no lo va a ser para un niño de tres años. Pero el fantasma de una desgracia que no terminará nunca ciega cualquier atisbo inteligente de aceptación y comprensión. Y por lo tanto, aterra.
Entre las grandes amenazas explícitas hay también otras que se sugieren de forma velada, tabúes para un niño pequeño que no alcanza a comprender todo lo que se menciona alrededor. Hay alusiones a temas como la «guerra de papá», el bando de «los buenos y los malos» y otros territorios prohibidos y ya infinitamente inextricables como el adulterio o el sexo.
Y hay un machismo de época sembrado en el maltrato tolerado de un marido rico a una mujer educada para practicar la obediencia debida al esposo poderoso. «La mujer en la cocina, Quico», le dice el padre al pequeño en uno de los escasos momentos en que le presta atención, y el niño bebe esas palabras como un cáliz anhelado. «La mejor de todas las mujeres que creen que piensan, debería estar ahorcada, ¿oyes Quico?» Ahorcada, sí.
La voz del patriarca suena rutinariamente autoritaria, pero es temida o respetada en un territorio donde el silencio es la única rebelión, aunque sea inconsciente, en una historia que fue escrita en 1964, aunque tardara nueve años en ver la luz.
Nos cuenta el propio Delibes en la edición de 2008, dos años antes de morir, que afrontó esta novela como un desafío fruto de una apuesta en una tertulia de café en Valladolid «una tarde en la que, por lo visto, teníamos poco que hacer». Discutían los amigos sobre a partir de qué edad podía un ser humano convertirse en protagonista y el autor los intentó convencer de que con tres años un niño no solo «se enfada, ríe y llora, sino que además dispone ya de un código expresivo según el cual no solo le vemos vivir sino disfrutar y lamentarse». Y justamente porque sus amigos no le creyeron, se lo quiso demostrar.
Su editor lo rechazó en un primer momento, pero el autor insistió nueve años después, cuando no solo consiguió publicarlo sino también reeditarlo varias veces y verlo llevado al cine en una gran versión de Antonio Mercero bajo el título La guerra de papá, que tuvo un importante impacto en 1977. Miguel Delibes había logrado el gran milagro de la literatura, el que te lleva no solo a gestar una creación desde la convicción, la calidad y el amor propio, sino a conectar con los lectores.
Había nacido El príncipe destronado, tan sencilla y accesible en apariencia como cargada de sensibilidad. Una delicada entrega en la que, bajo una apariencia ingenua y familiar, se asoman la represión, las dificultades de la posguerra, la desigualdad de género, la tiranía de un marido y lo que entonces se llamaba comúnmente «nervios» de su mujer, que no eran sino la imposibilidad de aceptar el papel atávico de sumisión que le deparaba la historia.
Pero no hay terror explícito, ni angustia abierta, ni política, ni rebelión. Solo una pequeña historia tierna, agradable, bajo la que fluyen las corrientes mencionadas.
La novela tiene la riqueza y la complejidad de trasladar un crisol familiar, un crisol humano, al territorio de lo comprensible. El reto de colocar a un niño de tres años como voz principal que sostiene todo el relato no deja mudos sin embargo a los otros personajes: los hermanos, las criadas, el médico, los padres. No deja Delibes sin cabida otras miradas, pero, eso sí, solo emergen a partir de la propia percepción de Quico. El universo puede ser infinito, el planeta inmenso, nuestro país grande y nuestra ciudad un espacio más acotado de personajes, dramas e historias cruzadas, pero, para Quico, las cuatro paredes en las que prácticamente se desarrolla su jornada, salvo un fugaz descenso a la calle, una visita al médico y un asomarse a la escalera vecinal, son más apabullantes que cualquier galaxia vecina.
Otros fantasmas asoman a sus ojos, más allá del hombre del saco, del demonio o del gato muerto vecino ya mencionados. La Otra Casa de Papá se nombra fugazmente como espacio tan etéreo y misterioso como amenazadoramente real. Se intuye una vida paralela del patriarca, común en esa época en la que los hombres poderosos frecuentaban amantes mientras guardaban las apariencias de un hogar familiar como Dios manda. Se intuye algo más que afecto entre el médico y su madre, abrasada por la difícil tarea de soportar una vida de mujer en los años sesenta, confinada a un mundo reducido a los hijos, las tareas domésticas y el cuidado de un esposo autoritario y ausente. Se intuye el vigor del sexo, ese gran desconocido. El novio de la criada «le está mordiendo la boca, mamá», nos dice Quico, asustado. Como le cuenta preocupado a todo el mundo que el gato vecino va a ir al infierno. Y todo ello mientras su propio miembro viril corre el peligro de ser cortado si se vuelve a hacer pis. La confusión sobre el propio miembro — si es exclusivo de niños o también de hombres, si su padre también posee uno— es una de las preocupaciones de Quico. Los temores viven también en la misma casa, bajo el espectro de una supuesta familia perfecta y con servicio.
Porque el desplazamiento de Quico ante la llegada de su hermana pequeña, que ha monopolizado la atención de su madre y la atención de todos, es en realidad el desplazamiento de todos. De todos los hermanos entre sí. De la madre ante un padre que vive de espaldas. De las criadas que observan, se escaquean, juzgan y amparan debilidades, para bien o para mal. Una jaula de almas desplazadas es en realidad ese piso de clase media provinciana que, sin embargo, cumple todas las reglas que el régimen obliga a cumplir. Por ello la opresión es interna y no toma nunca forma alguna de pulsión de rebelión.
El príncipe destronado es, sobre todo, un desafío: la creación de un personaje de tres años que adquiere dimensión propia como un individuo que mientras empieza su vida también ha empezado a perderla, de forma tan temprana; que percibe exigencias en su entorno que no es capaz de comprender y que difícilmente puede aceptar; que siente que ha perdido el cariño y la atención de su madre; y que intenta acercarse a su padre por la vía bélica — el cañón, la guerra de papá— mientras los hermanos buscan también su propia supervivencia. Las criadas son el único universo en el que consolarse, porque no tienen más remedio que aguantar. Para eso les pagan.
Miguel Delibes demostró con creces su capacidad de construir una voz tan temprana y no por ello menos honda. El resultado es esta novela corta, otra de sus obras de la España de posguerra en que la hipocresía, las clases sociales, la represión ideológica y la imposición se superponían a cualquier desarrollo del deseo, el pensamiento propio, el libre albedrío y la propia integridad física.
Nadie iba a cortar el pene a Quico, pero la comprensión literal del niño de las amenazas que se profieren a su alrededor, su ingenuidad, su terror, nos permiten situarnos desde su mirada, una mirada ajena y naif, pero tan real y potente como la que solo puede tener un niño en la plenitud de su inocencia ante el absurdo de una vida rigorista, asaeteada por las exigencias sociales y políticas impuestas por el régimen sin que mediara reflexión propia.
La voz de Quico es seguramente la que nos recuerda que una sociedad debería poder escuchar antes de decidir, debería poder pensar y pensarse antes de realizarse, debería pasar por el tamiz de la sorpresa cuestiones que acepta como naturales sin que ello signifique que sean buenas.
Eran tiempos duros. El franquismo había pulverizado toda forma de pensamiento libre y propio, y la posguerra, abigarrada de pobreza y hambre, había sometido a los supervivientes a la voluntad de un poder arbitrario y cruel aliado con el de la Iglesia católica. No había espacio para el crecimiento personal, para la disensión ni el pensamiento; quienes se habían atrevido a ello habían muerto o se habían exiliado. Quedaba la España sometida. El hecho de que se publicara en 1973 y no cuando fue escrita no es casual, o al menos no deja de ser simbólico. Antonio A. Gómez Yebra, gran estudioso de Delibes y de esta novela, ha destacado la oportunidad del momento como una realidad política reseñable, aunque no estuviera en la mente del autor: en los setenta el franquismo entraba en la recta final y Europa era el lugar al que debía vincularse España. El feminismo triunfaba ya en otras partes del mundo y se veía como necesario en nuestro país.
«No es, ni se manifestaba entonces Delibes como un feminista, desde luego», escribe el profesor Gómez Yebra. «Pero sí como un hombre observador de lo que ocurría en su entorno. De ahí que se percatase de los cambios sociales en todos los niveles, también en el del protagonismo de la nueva mujer.» Ya lo plantea Delibes en Cinco horas con Mario (1966), donde la viuda se lamenta de los defectos del marido fallecido. Y lo profundiza en El príncipe destronado, donde se atisban los indicios de adulterio ante la decepción y la carestía de cariño en que vive la madre del protagonista. El inmenso autor de Los santos inocentes (1981), capaz de retratar como un Goya contemporáneo la España franquista, el clasismo, los abusos de poder, la sumisión de los pobres y la más que complacencia de la jerarquía católica con su posicionamiento social acorde a sus pretensiones más mundanas, no iba a dejar de lado la situación de la mujer. Tampoco la posición de sometimiento de esta última ni la inexistencia profesional o sentimental a la que estaba condenada, aunque fuera a través de fugaces señales de pálpito que no estaban en el guion franquista.
Por ello, recuperar esta novela, como está haciendo la editorial Destino en el centenario del autor, es darnos la oportunidad de devolvernos a una posición de la mirada que nunca deberíamos perder: la de situarnos ante el espejo de nuestra realidad. Han pasado más de cincuenta años desde que Delibes la escribió. Más de cuarenta años desde que la publicó. No hay dictadura, sino democracia. No hay una sociedad tan clasista, religiosa, conservadora. Por el contrario, el divorcio se ha abierto paso como reivindicación de libertad. La igualdad de género es más que una aspiración. La maternidad o paternidad son opciones tan escasas como elegidas en nuestro tiempo, a diferencia de la procreación casi ilimitada de aquellos días. Y la educación de los niños se realiza hoy más acorde con las enseñanzas que valoran su autonomía, el amor y el consenso de que tenerlos es una elección.
Y sin embargo, a pesar de todo el cambio social y político vivido en España, El príncipe destronado mantiene una vigencia literaria intacta en un universo, el actual, en el que las imposiciones absurdas a las que nos plegamos pueden ser otras. En el que el amor también está dosificado. Y en el que el destronamiento de un niño está marcado por otros factores, como el estrés de los padres, su trabajo y el sometimiento general a la individualidad reforzada en el mundo de las pantallas, un hábitat nuevo y difícil para la maternidad y la paternidad.
En ese contexto, decimos, las condiciones objetivas son otras. Pero el trasfondo de abandono, de desplazamiento, de primer desamor de una larga lista que va a ir sucediéndose a lo largo de la biografía, de primera pérdida de una vida que desembocará en su propio desvanecimiento, se repiten. Las condiciones objetivas, sí, son otras. Pero las subjetivas, al fin y al cabo, son parecidas. Por ello, El príncipe destronado está, medio siglo después, muy vivo. Aprendamos con Quico.
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Autor: Miguel Delibes. Prólogo: Berna González Harbour. Título: El príncipe destronado. Editorial: Destino. Venta: Amazon
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