Al acabar de leer Queremos que vuelvan, del compañero de celda Miguel Ángel Santamarina, puse la tele y me sentí mínimamente aliviado al comprobar que con el paso de tiempo carroña y carroñeros habían dejado de ser víctimas y verdugos para formar parte de la misma manada en programas más orientados al chismorreo insulso que al suceso. El debate rosa, por insoportable que pueda parecerme, se me presenta como menos dañino que el chisme dedicado al crimen. Error. No contaba con la llegada del verano, ni con la huida irresponsable de los políticos dejando huecos informativos por cubrir, ni con mi optimismo a la hora de ver la realidad: la cabra tira al monte.
Parece que la sociedad se tecnifica, que sólo importan las ciencias exactas para dibujar el futuro, pero el latigazo de la fría objetividad tiene un retroceso evidente que pone al sentimiento a flor de piel a equilibrar la balanza. Sucede con las campañas de publicidad, que buscan conmover, no convencer, por mucho que se basen en el moderno análisis de datos, y se extiende a los medios en su batalla por la audiencia, como lo ha hecho siempre.
Me gustaría que lo de Diana Quer no fuera más que una escapada voluntaria, pero lo que es, sin duda, es un nuevo número de circo mediático. Vamos a dos o tres versiones por día de protagonistas que, dada su vinculación con el caso (padre, madre, hermana, amigos, etc.), no están como para analizar fríamente lo que dicen en pantalla. Tenemos opiniones en caliente, no hechos fundamentados en el trabajo de los que saben, como en las noticias sobre política, y eso poco puede traer aparte de confusión y buenos índices de audiencia.
Como en Queremos que vuelvan, los medios se entregan a un relato que apela a los higadillos mientras la realidad sigue a su aire, sin dar muchas pistas reales sobre lo que sucede. Ayudaría mucho que quienes explotan estos temas leyeran el libro de Miguel Ángel y se pensaran dos veces lo que van a contar cada vez que la luz del plató se pone en rojo.
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