Hoy participo en mi primer acto público en Alemania. Lo curioso es que no se trata de un evento relacionado con ninguna de mis novelas, sino de la presentación de este diario de campo, el proyecto Mainhattan.
Todo empezó hace unos meses. Durante un acto en el Instituto Cervantes conocí a una traductora llamada Claudia que estaba muy interesada en mis artículos de Zenda. Me contó que los había leído y que le habían gustado tanto que los estaba traduciendo para que sus amigos alemanes pudieran leerlos también. Una cosa llevó a la otra y terminamos organizando este evento.
La lectura tiene lugar en una cafetería llamada Denkbar, en el barrio de Nordem. Es un lugar pequeño y acogedor que suele acoger tertulias, conciertos y actos culturales.
Otro de los puntos fuertes de este lugar es que tienen Estrella Galicia.
Unas veinte personas han acudido a la lectura. No hay tanto público como para abarrotar el local, pero sí el suficiente para crear una amósfera cálida y muy agradable. Después de presentar el Proyecto Mainhattan, Claudia procede a la lectura de algunos de los artículos.
Resulta muy curioso escuchar mis textos en alemán. Después de seis meses aquí, cada vez entiendo mejor el idioma y me resulta más fácil interpretar los matices y las inflexiones de cada frase. Ya no es el lenguaje esquinado, brusco e indescifrable que me trajo de cabeza durante mis primeras semanas en Alemania.
Seis meses ya. Medio año. He estado tan ocupado asimilando el cambio y he tenido tanto trabajo que no me he dado cuenta de lo rápido que ha pasado el tiempo. Una vez atemperadas las primeras sensaciones, Frankfurt sigue pareciéndome un lugar acogedor y muy práctico en el que vivir. Un buen punto de partida. Lo único que lamento es que mi alemán todavía no sea tan bueno como me gustaría, aunque supongo que es lógico, ya que apenas tengo ocasión de practicarlo. Estoy seguro de que me estoy perdiendo muchas cosas por culpa de esta maldita limitación idiomática, pero quiero ponerle remedio y buscaré un curso intensivo para darle un empujón durante las próximas semanas.
La lectura resulta mejor de lo que esperaba. Aproximadamente la mitad del público es alemán y me impone algo de respeto. En mis artículos no hago otra cosa que plasmar las sensaciones que me trasmite su país de forma totalmente subjetiva, así que es bastante probable que haya aspectos en los que no coincidamos.
Cuando termina la lectura me hacen algunas preguntas. Una mujer de pelo rojo quiere saber si alguna vez dejaré de comparar entre Alemania y España. Le respondo que al principio era inevitable hacer esas comparaciones a cada momento, pero que cada vez tengo más asimilada mi nueva vida y me siento más cómodo en Frankfurt.
Un tipo me pregunta si ya tenía pensado escribir una novela ambientada aquí antes de mi traslado. Le digo que sí, pero que mi nueva vida en Frankfurt fue el empujón definitivo para darme cuenta de que es un escenario cojonudo para un thriller. Además, pienso en la escritura como refugio. Es un mecanismo de defensa. En un entorno hostil y desconocido, escribir me hace sentir como en casa. Puedo hacerlo en cualquier lugar y situación.
Las preguntas siguen en esta línea, y me sorprendo al constatar que estos alemanes reciben mis textos con agrado y mucha curiosidad. Pongo en relieve aspectos de la vida en Frankfurt que para ellos son obvios y les resulta divertido contemplar su ciudad desde la óptica de un recién llegado. Convierto lo cotidiano en un espectáculo. Supongo que si un extranjero me contara las sensaciones que le transmite Cádiz sentiría algo parecido.
Después del acto, sucede una de esas cosas extrañas que vuelven mi mundo patas arriba. Algo que me habían contado, pero a lo que me resistía a conceder credibilidad, porque lo veía demasiado bonito para ser cierto: me pagan.
Y es que en Alemania cualquier acto en el que participe un escritor está generosamente remunerado. Incluso una lectura en una pequeña cafetería como el Denkbar. Aunque en un principio me cuesta aceptarlo, la encargada de la agenda cultural del establecimiento, una simpática alemana llamada Doris me paga con una naturalidad que me hace sentir algo de pudor.
Qué triste es sentirse así.
Porque tienen razón, maldita sea. El tiempo es dinero, y el esfuerzo para preparar una lectura o una presentación debería ser recompensado siempre. No basta con el aliciente de vender un puñado de libros. Si en España los autores diéramos a valer nuestro trabajo, probablemente las cosas nos irían mucho mejor.
En este sentido, tenemos mucho que aprender de los alemanes.
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