Foto de portada: Cueva Rising Star, Sudáfrica, 2014. Foto de Robert Clark / National Geographic ©
¿Qué es ser humano, que nos define? ¿Cómo llegamos hasta aquí? Ya sabemos que la evolución no fue lineal, sino un camino lleno de bifurcaciones e innumerables flujos genéticos entre poblaciones. Hace aproximadamente 700.000 años tres antiguos linajes comenzaron a separarse de un ancestro común cuya identidad aún se desconoce. Uno de esos linajes permaneció en África y evolucionó hacia el sapiens, nuestra especie, y los otros dos saltaron a Eurasia, uno hacia el oeste —neandertales— y otro hacia el este —denisovanos—. Durante mucho tiempo se pensó que el Homo Sapiens no había compartido el territorio africano con ninguna otra especie homínida. Pero ahora sabemos que no fue así…
En 2015 el equipo del prestigioso paleoantropólogo y arqueólogo de la universidad de Witwatersrand, Lee Berger —quien ya lideró en 2008 el descubrimiento del Australopithecus Sediba— presentó al mundo una nueva especie hallada en el sistema de cuevas de Rising Star en Sudáfrica: el Homo naledi, apodado así, “estrella”, por el significado de esta palabra en sesotho (lengua vernácula en África austral). Se recuperaron dos mil restos óseos pertenecientes a unos 25 individuos en diversas cámaras de las grutas, especialmente en Dinaledi (“cámara de muchas estrellas”), lo que supone la mayor concentración fósil de una sola especie localizada en la Historia en un mismo yacimiento. El primer hallazgo que llamó la atención fue un cráneo con varios restos óseos íntegros y fragmentados que denominaron la “Caja del Puzle”, y que parecía un provenir de un único individuo, separado del resto. Pieza a pieza, los investigadores lograron reconstruir aquel sorprendente esqueleto.
El sistema Rising Star es como una nave espacial naledi, un acceso a un mundo extraterrestre en medio del nuestro. (Lee Berger)
Su cuerpo pesaba en torno a 36-54 kilos, tenía una estatura entre 1,30 y 1,60 metros. Sus manos poseían pulgares largos y dedos en garra, lo que significa que el Homo naledi podía trepar, pero además sus pies tenían características bípedas que le permitían caminar erguido. Su cráneo representaba un tercio del nuestro, y en sus maxilares se alojaban piezas dentales pequeñas, similares a las de los humanos, lo que sugiere que llevaban una dieta variada. Se trataba de una combinación de cualidades que era única y que aportaba a este ser una extraña apariencia. Pero el punto de inflexión vino con lo que pasó después. El equipo de Berger empezó a descartar que aquello no se trataba de utilizar aquellas oquedades para deshacerse deliberadamente de los cuerpos de sus congéneres fallecidos. Las evidencias eran cada vez más claras y se empezó a plantear la existencia de enterramientos en aquellas cámaras. La respuesta de la comunidad científica ante tal tesis fue de rechazo: una especie no humana no podía tener semejante comportamiento. Pero Berger insistió: lo que él y su equipo estaban desenterrando no hacía más que confirmar sus teorías: el Homo naledi, con una antigüedad de 335.000 – 240.000 años, realizó enterramientos en esas cuevas, usó el fuego, e hizo grabados en las paredes, cualidades atribuidas exclusivamente a homínidos tardíos, cuyos cerebros eran mayores. La revolución acababa de empezar.
Una roca intacta es muy atractiva y un hallazgo fantástico puede alimentar la obsesión de una vida. Un milímetro de roca es capaz de esconder una maravilla. (Lee Berger)
Esa parte de la Tierra conocida como la Cuna de la Humanidad, y en concreto el sistema de Rising Star —casi cuatro kilómetros de peligrosos y angostos pasadizos subterráneos entrelazados, que en algunos puntos superan los 40 metros de profundidad y precipicios cuyo fondo se desconoce— se ha convertido para el profesor Berger, que lleva 40 años trabajando allí, en la cueva del tesoro. El Homo naledi desafía todas nuestras nociones temporales y espaciales en la evolución humana. Esta nueva especie, clasificada dentro del grupo Homo aunque no era humana, rindió culto a sus muertos cientos de años atrás de que lo hicieran los neandertales y los sapiens —los enterramientos más antiguos conocidos se encontraron en Israel y datan de 120.000 años—. Las evidencias tuvieron que ser mostradas con cautela, pero la prueba definitiva fue el hallazgo del cuerpo de un niño enterrado en posición fetal, con una piedra tallada en la mano. Su cuerpo estaba en la cámara donde Berger encontró los misteriosos grabados en la pared, un arte parietal con una serie de cruces y símbolos prácticamente idénticos a los realizados por el neandertal hace cien mil años en la cueva de Gorham, en Gibraltar. Los restos del uso del fuego hallados en otras cámaras señalaban el uso diferenciado de estos espacios, en los cuales es imposible adentrarse sin iluminación.
Las imágenes parecieron salir de la roca y empezaron a flotar ante mí, brillando con una luz azul de neón, como si ardieran en el aire. Sentía como si algo hubiera roto mis ataduras con el mundo físico y me hubiese transportado a su tiempo y espacio. (Lee Berger)
La tesis de Berger plantea una especie no humana que probablemente había vivido en los albores de la Humanidad, hace más de 230.000 años, con un cerebro más pequeño que el de un chimpancé, que rendía culto a sus muertos y tenía conciencia de su propia existencia, mucho antes de la aparición de nuestra especie y de que los neandertales y denosivanos dieran sus primeros pasos. Berger trata de explicar la manifestación de esta compleja cultura primitiva como una especie de piedra roseta genética, algo que ya está en cierto modo integrado en nuestros ancestros sobre el sentido de la vida.
Nuestra singularidad queda en entredicho ante estos hallazgos y otros estudiados sobre los neandertales en Europa. ¿Pudieron los sapiens haberse mezclado con los naledi, del mismo modo que lo hicieron con los neandertales? ¿Tal vez aprendimos de ellos, les imitamos? La experiencia de Berger, desde que descubrió los primeros restos fósiles en 2013 hasta que decidió bajar él mismo para ver con sus propios ojos lo que había en todas esas cámaras, queda reflejada en un libro absolutamente apasionante, que atrapa desde el primer renglón: La cueva de los huesos (ed. National Geographic, 2023). Sus páginas están narradas con una emoción que recuerda a la literatura clásica propia de los pioneros montañeros y exploradores cuando pisaban por primera vez un territorio secreto, desconocido. La aventura es tan intensa que sufres con Lee Berger cuando en su viaje a la oscuridad desciende por el denominado «conducto» (un peligroso pasadizo vertical de 12 metros con un tramo cuya anchura no supera los 20 centímetros) para acceder a Dinaledi. El lector puede vislumbrar los símbolos grabados en la pared, los rastros que dejaron las señales del fuego antiguo, la visión de esas tumbas, todo ello sumido en la oscuridad más profunda en las entrañas de África. Esta formidable obra —en la que también colabora el paleoantropólogo John Hawks— plantea nuevas y fascinantes cuestiones. La esencia de estos intrépidos aventureros, “astronautas subterráneos”, como los llama Berger, es la disposición a abrir una nueva perspectiva, sabiendo que el enigma no podrá acabar de ser resuelto.
Admiro a estos tipos audaces, capaces con su pasión de iluminar nuestra Historia, y trato de imaginar cómo comprendían el mundo aquellos seres tan lejanos. No tenemos la capacidad de ver a través de sus ojos ni de sus mentes, igual que un ave no puede comprender nuestra carrera incesante, tal vez hacia ninguna parte. Aunque parece que de la revelación de estos estudios liderados por Lee Berger subyace una verdad, una esencia muy pura, una conexión sin palabras, igual que la que nos hizo tallar una piedra para convertirla en un bifaz, construir un Taj Majal, una pirámide, un galeón o una nave espacial. ¿No está detrás del todo —destrucción incluida— el miedo ante la ausencia omnipresente de respuestas?
Les invito a conocer al profesor Lee Berger. Retrocedamos con él 300.000 años, vamos a emprender un viaje alucinante.
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—Profesor Berger, es un honor que esté con nosotros. Lidera usted una excavación sin precedentes en la arqueología africana y ha encontrado una auténtica cueva del tesoro en Rising Star. Cuéntenos el momento más emocionante de los que ha vivido allí.
—Nunca olvidaré el momento en que Steve abrió su portátil y vi por primera vez las imágenes de un cráneo, una mandíbula y los huesos de las extremidades de un antiguo homínido tirados en el suelo de una cueva. Era el material del que están hechos los sueños de la paleoantropología. Fósiles antiguos en el suelo de una cueva para ser recogidos. Pero la emoción se vio atenuada por la descripción que Steve hizo del lugar donde se encontraron los fósiles, una cueva tan inaccesible que probablemente nunca se había entrado en ella. Cuando Steve describió la tortuosa bajada a esta cámara, apretándose a través de espacios apenas mayores que la anchura de su cabeza, me di cuenta de que la expedición para ir a recoger este emocionante e importante material iba a ser una de las más desafiantes de mi vida. Esos pensamientos, por supuesto, resultarían ser ciertos, pero ese primer momento nunca lo olvidaré.
—¿Qué clase de seres eran los Homo naledi?
—El Homo naledi es una especie fascinante, sobre la que seguimos aprendiendo mucho cada día en nuestras investigaciones en Sudáfrica. La especie parece remontarse al Pleistoceno medio, hace 335.000 – 236.000 años, y tenía una estatura muy pequeña y un cerebro del tamaño de una naranja. El año pasado publicamos unos hallazgos increíbles que muestran indicios de enterramientos, uso del fuego e incluso símbolos que creemos poder atribuir al Homo naledi. Se trata de un descubrimiento fundamental para la paleoantropología y para el estudio actual de nuestra especie, ya que demuestra que algunos de los aspectos más clave de lo que definimos como “humano” no se encuentran únicamente en el ámbito de los humanos.
—¿Por qué se le puso el nombre de naledi?
—La cueva ha tenido varios nombres diferentes a lo largo de los años, pero “Rising Star” era el nombre con el que la mayoría de los miembros de la comunidad espeleológica conocían el sistema de cuevas. La leyenda dice que recibió ese nombre por los primeros espeleólogos que encontraron espacios espectaculares en sus profundidades y que fueron descritos como “las Estrellas Nacientes de la espeleología sudafricana”. De hecho, utilizamos el nombre cuando bautizamos a la especie como Homo naledi, cuya última parte en sesotho quiere decir “estrella”. Llamamos a la cámara donde se encontraron los fósiles “Cámara Dinaledi” o “Cámara de las Muchas Estrellas” en honor al nombre del sistema de cuevas.
—El hallazgo de la tumba del niño naledi con la piedra marcó un punto de inflexión en las investigaciones de Rising Star. ¿La comunidad científica se ha mostrado más receptiva a sus tesis después de mostrar estas pruebas?
—La paleoantropología es un campo de intenso debate y lo acogemos con entusiasmo. Nuestro equipo sigue exponiendo ideas sobre la vida y el comportamiento del Homo naledi basadas en la información disponible, y estas ideas cambian a medida que nos encontramos con nuevos datos. Nos alegramos de que se demuestre lo contrario, pero todas las pruebas actuales siguen sugiriendo que la piedra no es típica de las piedras “naturales” halladas en la cámara, por lo que mantenemos la hipótesis de que se trata de un artefacto.
—¿Hay alguna teoría sobre la elección de lugares de tan difícil acceso para enterrar a sus difuntos y sobre cómo usaban los naledi las diferentes cámaras?
—¡Es difícil! Por un lado es importante recordar que el Homo naledi era mucho más pequeño que el típico humano moderno, pero también que los aspectos culturales son un hueso duro de roer cuando se trata de restos. Por supuesto, los seres humanos hacen cosas extraordinarias y complejas con sus muertos, a veces haciendo grandes esfuerzos para ocultarlos de otros seres humanos y de los elementos naturales, por lo que ¿sería realmente una sorpresa que una especie compleja como la naledi también hiciera grandes esfuerzos para preservar y cuidar los restos de sus muertos?
—¿Qué puede significar esa pila de piedras que encontró su equipo en la cámara Lesedi?
—El montón de piedras está encima de huesos quemados, carbón y ceniza. Es posible que forme parte de una estructura de hogar, pero sólo una excavación minuciosa del yacimiento nos lo dirá con certeza. Este trabajo se está planificando ahora mismo y esperamos tener respuestas más claras en un futuro no muy lejano.
—Cuando leía su magnífica obra La cueva de los huesos no podía hacerme a la idea de cómo es descender por ese angosto pasadizo que accede a la antecámara Hill y Dinaledi. ¿¡Cómo es posible pasar por una oquedad que mide 20 cm de anchura!?
—¡No es fácil, eso está claro! Esa es una de las muchas razones por las que nuestro equipo sobre el terreno fue tan decisivo para este trabajo. En mi propio viaje, tuve que perder un total de 55 libras de peso (alrededor de 25 kg) para poder hacer la caminata, y fue duro, con segmentos de la cueva tan estrechos que no podíamos girar la cabeza y otros tan delgados que nos tumbamos a gatas para poder pasar, pero después de apretar bastante y con movimientos lentos y constantes lo conseguí. Respirar por primera vez en la cámara principal fue una experiencia que me cambió la vida. Sin embargo, algunos de nuestros exploradores han hecho el viaje docenas de veces, nunca es fácil y nunca es completamente seguro, así que nadie emprende el viaje a esta profunda y peligrosa cámara a la ligera.
—Usted describe en su libro que las dificultades para salir de aquel lugar fueron extremas. ¿Qué recuerdos tiene de esos momentos?
—Francamente, fue una de las mejores y peores experiencias de mi vida. Fue la mejor porque el viaje me permitió hacer nuevos descubrimientos y empezar a comprender de verdad este espacio especial que alberga uno de los descubrimientos de parientes humanos más antiguos de toda la historia. Fue lo peor por ser muy difícil. Había descrito la dificultad a muchas personas a lo largo de los años, pero sólo con información de segunda mano. Estando en el espacio me di cuenta de que es difícil describirlo con palabras a la gente que no ha estado allí. Es increíblemente estrecho, se necesita mucha fuerza, tanto física como mental, para entrar y salir, pero una vez dentro de la cámara, te das cuenta de que es un lugar realmente especial. Se siente como un espacio significativo e importante.
—La descripción que hace del hallazgo de los grabados en la pared es abrumadora. Usted dijo que salió de Dinaledi siendo otra persona. ¿Puede contarnos qué le sucedió allí, cómo fue esa experiencia?
—Cuando vi por primera vez los posibles grabados en la pared, la verdad es que me costaba creerlo. Creo que uno puede hacerse una idea de esta emoción cuando ve los vídeos de la primera vez que experimenté esos grabados. De hecho, tuve un poco de alucinación óptica cuando puse la luz negra sobre las imágenes —probablemente fue sólo un efecto de cambio de luz común cuando se cambia la iluminación de repente en un espacio muy oscuro—, pero aunque conozco la razón científica de esto, aun así me afectó profundamente. Además, al darme cuenta de que probablemente fui el primer ser humano en reconocer que estas marcas podían haber sido hechas por otra especie, esa experiencia me ha acompañado.
—Su equipo había pasado por allí muchas veces y no había reparado en esos grabados. Describe esta circunstancia como el “síndrome del patio trasero”. ¿En qué consiste?
—Sencillamente, cuando trabajas regularmente contrarreloj en un espacio relativamente peligroso, pasas horas investigando y concentrándote en el trabajo que tienes entre manos, y a veces esa concentración, aunque muy necesaria en el momento, puede impedirte darte cuenta de cosas menos relevantes que quedan en segundo plano. En este caso tuve la increíble suerte de llegar en mi primera visita habiendo visto horas de vídeos en directo del equipo trabajando y comunicándose por radio, así que tuve más oportunidad de empaparme de la situación. También sabía en el fondo que probablemente sería la única vez que haría este peligroso viaje, así que intentaba ser lo más observador posible.
—¿Cree que puede haber algún punto en la investigación sobre el Homo naledi en que se esté experimentando este “síndrome del patio trasero”?
—Sin duda, pero por eso trabajamos con un gran equipo de investigadores, locales e internacionales, de diversas disciplinas, ¡incluidos artistas! Es muy importante buscar conscientemente nuevas perspectivas para investigar desde puntos de vista únicos. También por eso se están haciendo tantos descubrimientos “nuevos” en este campo en todos los continentes: creo que hemos empezado a mirar de nuevo los datos antiguos con ojos nuevos, quizá menos sesgados.
—¿Es posible que el bloque de piedra por el que hay que ascender en la cámara Lomo de Dragón esté cubriendo un paso alternativo, más fácil, para acceder a las cámaras más profundas?
—Por supuesto, hemos explorado esta idea, pero hasta la fecha no hemos encontrado ninguna otra entrada “más fácil” en el espacio. Incluso si hay una sabemos que debe de haber sido increíblemente difícil entrar en el espacio, ¡ya que prácticamente sólo el Homo naledi logró entrar allí!
—¿Tienen previsto explorar más cámaras de Rising Star o en sus proximidades?
—La Cuna de la Humanidad, Patrimonio de la Humanidad, donde se encuentra el sistema de cuevas Rising Star, podría tener más oportunidades de este tipo. Nuestro equipo ha descubierto cuevas y yacimientos de fósiles desconocidos hasta ahora que estamos considerando explorar en el futuro. También creo que una lección que se puede extraer de este descubrimiento es que nunca debemos dejar de explorar, incluso en lugares que creemos muy conocidos. Siempre hay algo nuevo que encontrar.
—¿Por qué cree que genera tanto rechazo la posibilidad de que una criatura consciente de sí misma haya podido ser esencialmente diferente, o en términos mal usados, “inferior” en apariencia?
—Creo que los humanos queremos ser “excepcionales”. Hemos pasado miles de años y escrito incontables palabras y desarrollado historias orales sobre por qué somos “especiales” y por qué somos “diferentes” del mundo “natural”. Es casi parte de la autodefinición de ser humano: “conócete a ti mismo”. Cuando presentamos una especie tan diferente de nosotros, con un cerebro tan pequeño que puede hacer cosas que antes se creía que sólo podían hacer los humanos, por supuesto que se cuestiona la forma actual de pensar sobre el lugar de la humanidad en el mundo. Pone en tela de juicio nuestro excepcionalismo, y creo que eso es probablemente lo que subyace a algunas de las respuestas emotivas a estos descubrimientos. Pero los descubrimientos son lo que son, y a medida que sigamos haciendo más descubrimientos y explorando y probando estas hipótesis, sospecho que veremos menos respuestas emocionales y un reconocimiento de que tal vez nuestra historia autoescrita del excepcionalismo humano necesita ser revisada.
—En la Sima de los Huesos de Atapuerca (España) los restos fósiles de los cráneos de Homo heidelbergensis recuperados muestran señales de violencia. Conforme a lo que habéis encontrado, ¿hay pruebas para afirmar que los naledi tuvieron luchas entre sí o con otros grupos?
—Sorprendentemente, no. A veces bromeo diciendo que los restos del Homo naledi representan algunos de los individuos muertos más sanos que jamás hayamos visto. Por supuesto, sólo estoy bromeando, ya que lo que realmente estoy diciendo es que no hay evidencia real de trauma físico grave en los huesos que hemos reconocido hasta ahora.
—Lo último que he leído sobre el descubrimiento que usted hizo es que en la dentina de los fósiles recuperados se conserva colágeno, que podría permitir analizar el ADN. ¿Qué novedades nos puede contar al respecto?
—Hemos estado trabajando en datos moleculares antiguos y esperamos compartir resultados apasionantes en un futuro no muy lejano.
—¿Dónde reside para usted el alma de un “astronauta subterráneo”?
—Nuestro equipo, en mi opinión, es intrépido e insaciablemente curioso, con la voluntad no sólo de asimilar los conocimientos a medida que llegan, sino de arriesgarse para conseguirlos para el resto de nosotros. Su trabajo me asombra cada día, y después de haber vivido la experiencia una vez puedo decir que no se olvida.
—¿Qué se siente al transitar por las zonas “tocadas” —las que evidencian el transitar de homínidos en su interior— de una cueva?
—Siempre es una experiencia emotiva viajar por espacios que en su día tocaron o recorrieron antiguos parientes hace decenas de miles o cientos de miles de años. ¡Al fin y al cabo sólo soy humano! Pero es especialmente significativo pensar que estos espacios probablemente tenían un significado para estos individuos, quizás un significado que nosotros como humanos nunca comprenderemos. Me encanta esa parte de misterio, que haya cosas que nunca podremos saber porque la mente humana no puede comprender su significado; creo que, en parte, es una forma respetuosa de pensar en estos espacios.
—¿Qué es, para usted, ser humano?
—Creo que el ser humano es ser un explorador, insaciable en curiosidad y no sólo con ganas de ir a sitios donde otros no han estado, sino de ir a sitios, ver cosas y entenderlas. En eso consiste ser humano, y eso me da una gran esperanza para los humanos como especie. Esa necesidad de explorar y entender nos da empatía, no sólo por otros humanos, sino por todas las cosas naturales, todas las especies y el propio planeta. Por eso mi mantra es “¡nunca dejes de explorar!”.
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