Tengo un problema (feliz problema, por cierto) a la hora de escribir esta reseña: soy fan de Fresán, autor de la recién publicada Melvill, y soy fan, también, de Melville, autor, entre otros títulos imprescindibles, del clásico Moby Dick… así que el primero escribiendo al segundo es, para mí, un sueño literario cumplido.
Aunque los lectores del primero, Fresán, sabemos que el segundo, Melville, es parte desde siempre de su gran universo literario, leer al segundo en este nuevo libro del primero es para celebrarlo de la única manera que se puede celebrar un acontecimiento literario inimaginable: leyéndolo.
O, cómo diría el capitán Ahab: Compañeros de tripulación… ¡Leedlo!
Y, en mi caso, que ya lo he leído, leyéndolo otra vez…
Porque toda la literatura de Fresán tiene lecturas múltiples que suman el placer de nuevos descubrimientos y de infinidad de detalles en cada nueva lectura.
Disfruto lo indecible de sus juegos conceptuales y narrativos, de sus imágenes siempre sorprendentes y certeras, de sus transgresiones de forma y fondo y de sus homenajes explícitos y encriptados, de la información desconocida que me brinda —visible u oculta—, de su fino humor encriptado y explícito, donde la superficie y la profundidad —como propiedades de las partículas elementales— son dos estados de una misma materia: su cosmos literario.
Y Melvill, su última novela, es, sin duda, Fresán en estado puro: tiene todo lo que sus lectores disfrutamos de su literatura sumándose aquí que el objeto a tratar —la forma del espejo que construye Rodrigo en esta, su nueva novela— no sea otra que la figura de ese otro escritor de culto: Herman Melville. O, más bien, la de su padre Allan… o, más bien: la de su padre Allan contado por su hijo Herman… ¿o es Herman contado por su padre que está, a su vez, siendo contado por su hijo?…Puro Fresán.
Tengo un problema (feliz problema, por cierto): todo último libro de Fresán me parece su mejor libro y este, sin duda, también me lo parece.
Allan Melvill (sin ‘e’ final), padre de Herman Melville (con ‘e’ final), murió atado a su cama en pleno frenesí alucinatorio, víctima de la fiebre que fue el precio a pagar por su pequeña epopeya íntima y final: cruzar a pie el río Hudson congelado para llegar a casa con los suyos mientras huía de sus acreedores. Y Herman, el hijo de Allan que será padre del caos como estructura literaria (aunque morirá sin saberlo en la vida real pero intuyéndolo aquí, en la novela, gracias a las epifanías fresanianas), estaba ahí, al lado de aquella cama que retenía a su padre alucinado y moribundo.
Y Herman, el adulto, el escritor fracasado acusado de volverse loco por la crítica de su tiempo, reescribirá en sus últimos días desde su rutinario puesto de funcionario de aduanas en los muelles de la Manhattan del siglo XIX —gracias a Fresán— la historia de la muerte de su padre, pero, sobre todo, de aquella caminata sobre el hielo y, reescribiendo a su padre en su caminata final reescribirá, también, su propia historia para, así, contarse a sí mismo a través del tiempo.
No sólo de SU tiempo, no sólo del tiempo que le tocó vivir a Allan y a Herman, sino, también, de los tiempos venideros en los que le tocará el prestigio estando muerto y, más allá, el tiempo en que le tocará a Fresán escribirlo y a nosotros leerlo.
No hace falta conocer la vida de Herman Melville ni haber leído Moby Dick para que Melvill, de Fresán, te atrape en su lomo de leviatán arcaico y moderno a la vez, entre cabos trenzados con palabras y arpones forjados por el escritor con conceptos contrapuestos y fundidos al calor de una cantidad ingente de datos e ideas brillantes —porque si hay algo que disfrutamos hasta el paroxismo los lectores de Fresán es su capacidad de jugar con todo y hacernos partícipe del juego—, no hace falta conocer la vida de Melville, digo, para que este, su Melvill, el de Fresán, te sumerja en las profundidades de ese océano insondable que tal vez sea la realidad que no fue, no ya la de Melvill padre y Melville hijo, sino la realidad que no fue en sí, tan superficialmente profunda y profundamente superficial como el océano, o, más bien, como esas olas que se parecen tanto al rizo sobre la frente de Allan Melvill, padre de Herman, rizo que oculta —lo dice Fresán y yo le creo— el fondo marino y sus abismos que también son los nuestros.
Ese rizo que es parte fundamental de la novela, gracias a un retrato en acuarela de Allan Melville existente y que se transforma en iconografía recurrente en el relato y, certero como un arpón lanzado por Queequeg, en la imagen icónica con la que Daniel Fresán, hijo de Rodrigo, de nombre tan bíblico como el Ismael de Moby Dick, usó para ilustrar la portada de la novela de su padre. Portada con la ‘E’ invisible en el nombre de la novela, esa ‘E’ que completará el apellido de Allan, padre, para transformarlo en el apellido de Herman, el hijo.
Y todo lo que ocurre en la novela está, metafórica y literalmente hablando, detrás de esa ‘E’ casi invisible de la portada y que es, tal vez, la condensación de todo lo que se oculta detrás de ese rizo del padre que parece una ola en la superficie del profundo océano que creará el hijo.
Cómo diría el capitán Ahab: Compañeros de tripulación… ¡Por allí resopla!
Y, como en los fractales del caos determinista, que, por cierto, incluye al clima y a la formación de las estructuras íntima del hielo (hielo como aquel por el que caminó Melvill padre para agonizar atado a su cama mientras era escuchado por su hijo Melville), la novela logra construir un infinito gracias a un proceso iterativo donde la autosimilitud nunca es igual del todo y se acumula en capas narrativas para contar mucho más que los días finales de Allan y la vida de su hijo Herman. Para contar, en definitiva, el caos como estructura de las realidades múltiples que permite la literatura y que no es otra cosa que nuestra realidad como lectores.
Infinito que sólo se puede crear con el virtuosismo del manejo de las palabras, los recursos, las estructuras y el tiempo narrativo. Infinito que sólo puede lograr el talento de Fresán, mezcla de relojero, enciclopedista de lo culto y lo pop, mago de las palabras y genio loco, haciendo convivir el clasicismo y la vanguardia, lo filosófico y lo cómico, capaz de crear infinitos gracias a una novela que es, también, una máquina que estrecha la flecha de dirección única del Tiempo para que convivan el pasado, el presente y el futuro en un tiempo único, literario, que se vuelve infinito porque mientras que la lectura te arrastra frenéticamente hacia el final de la novela, nosotros, tripulantes de sus páginas, desearíamos que la novela no terminara nunca.
Melvill no es una biografía, es una novela, y como en toda buena novela la verdad no está en los hechos sino en aquellos hilos invisibles que el arte de escribir, su arte, el de Fresán, logra trazar entre la novela y aquel que la está leyendo, de tal modo que, al acabar la novela, nos damos cuenta de que el libro ya forma parte de nosotros mismos como lectores, del mismo modo que el capitán Ahab terminó siendo, en Moby Dick, parte, también, de la ballena blanca a la que perseguía para terminar, como nosotros, sumergiéndose con ella.
Y entre esos dos espejos enfrentados que crea Fresán aparece el reflejo infinito de las relaciones familiares, las relaciones del escritor con la crítica, la del lector con los libros y los autores que lee, la de los autores con sus lectores presentes y futuros, aparece el reflejo de la historia de la literatura moderna (pasan por sus páginas Hawthorne, Twain, Poe, Oscar Wilde y Faulkner entre muchos otros), está la historia de América y Europa y viceversa, el hielo, la rutina, la muerte, la guerra, el fracaso, el éxito, el hielo, la necesidad de un relato que nos permita entender la Historia a la vez que la reconstruimos para perdonarnos ser los ganadores o los perdedores, el oficio, el arte, la vocación, el hielo, las palabras, los signos, la información, el hielo, el ayer, el hoy y el mañana y el hielo…
Y descubres aquí, en la novela, que el blanco del hielo, como el de la ballena, es azul en sus profundidades. Un azul que también tiene una historia en esta historia.
Diría Ahab: Compañeros de tripulación… ¡Una moneda de oro para el primero que la aviste!
Como todos los buenos libros, Rodrigo hace que uno, lector, sea padre e hijo, viva el fracaso en vida y el éxito en la muerte, prefiera no hacerlo y lo haga, y viva el tiempo como si pudiera atravesar el hielo de ese glaciar que nos congela en un presente continuo, donde el pasado puede ser reinventado, literatura mediante, y que el futuro habita el presente en forma de epifanías y alucinaciones.
Terminado de leer Melvill, nosotros, tripulantes de la novela, no podemos más que sospechar que si la historia de la cultura popular contemporánea empezó con aquel único superviviente del Pequod que pedía que lo llamáramos Ismael, tal vez el big bang que lo fundó a él, a aquel huérfano del mar, fue aquella caminata final del padre Allan junto a su hijo Herman, aquella realidad que no FUE pero que ES en esta novela de Fresán que le permitió SER.
Y, del mismo modo, Melvill de Fresán condensa en sus páginas todo lo sucedido y lo que podría haber sucedido pero no sucedió en un punto final inexistente que estalla en cosmos cuando acabas el libro.
Un cosmos que ya no se explica sin Melvill, la novela, y que te lleva a querer leerla de nuevo porque ves que su realidad, muy a pesar de la realidad de afuera del libro, seguirá su curso múltiple de forma inexorable cuando cierres su contraportada. Porque la realidad fuera del libro es muchísimo menos interesante que la realidad literaria: aquella que habita en la novela y que sigue y seguirá ahí, nadando en sus páginas, en las de Melvill, más allá del tiempo y de lo que suceda fuera de ella, como una ballena blanca que nos llama a volver a embarcarnos en su lectura para darle caza o, más bien, para que ella, la novela, nos de caza a nosotros y nos lleve, otra vez, con ella.
Diría Ahab: Compañeros de tripulación… ¡Leedla!
Y digo yo, como diría Ahab:
¡LEEDLA!
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Vídeo: Conversación de Darío Adanti con Rodrigo Fresán por la publicación de Melvill
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Autor: Rodrigo Fresán. Título: Melvill. Editorial: Literatura Random House. Venta: Todostuslibros y Amazon
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