Leer no siempre es un vicio solitario. La primera vez que leí seriamente Miguel Strogoff, por ejemplo, lo hice acompañado. Además lo leí en voz alta. Alain DeDauburville, entonces un jovencito de ocho años, guardaba cama por culpa del sarampión. Para colmo, su abuela había fallecido en Tolon y su padre, Jean-Louis Marie, el célebre lingüista de la Provenza, se debatía indeciso entre dos deberes. “Mira, Jean-Louis”, le dije. “Vete a enterrar a tu madre, que yo me quedo aquí con Alain”. Dicho y hecho, agarré el viejo ejemplar de la edición Hetzel que hay en la biblioteca de la Universidad, me instalé chez DeDauburville y mientras mi viejo amigo Jean-Louis Marie se iba para Tolon, yo salía con su hijo rumbo a Irkutsk.
Fue un viaje intenso, como corresponde, y no hubo novedad, como también corresponde. Ogareff estuvo a la altura y tanto Nadia como la madre del héroe cumplieron comme d’habitude. El lunes volvió Jean-Louis con unas ojeras hasta el suelo y, tras despedirme de él y de su hijo, me fui con la satisfacción del deber cumplido: un fichaje para la causa de Verne.
Nunca tuve hijos. La paternidad es una experiencia que me ha sido vedada, lo que no impide que haya pensado en ella. Sospecho que lidiar con hijos ha de ser tarea recia que se resume en quererlos, en exigirles, como poco, responsabilidad y en comerles mucho el tarro. Si no está uno dispuesto a echar con los hijos los pocos ratos libres que deja la lucha por la vida, mejor se compra una mangosta. Huelga decir que nunca me compré una: consejos vendo y para mí no tengo.
Si no hijos (ni mangosta), al menos he tenido suerte. Mi madre fue muy chiquera y disfrutó los ratos que echó conmigo. “Tienes los ojos de tu padre,” decía. Padre había muerto aún joven, y cuando le asaltaba su recuerdo, que era casi siempre, se comía una lágrima. Para esquivar esta asechanza, se refugiaba en la memoria de su infancia y elaboraba para mí delirantes historias a propósito de la Santa Compaña y del fabuloso Señor de Tirán, que recorría las vastas laderas de El Morrazo con una escopeta en la mano y un cuervo en el hombro. Aún hoy, la leyenda de José María Castroviejo planea sobre aquellas montañas asomadas a la ría de Vigo. Álvaro Cunqueiro honró a su amigo con el fabuloso título de Guardia Mayor de los Montes de Galicia y de la Sierra de los Ancares Leoneses. Bastante olvidado por los guardianes del Olimpo Literario, Castroviejo tiene al menos dos libros dignos de considerarse; de los demás no sé, porque no los he leído. Primero, La Burla Negra, novela sobre Benito Soto, el último pirata español; su extraño título no es otra cosa que el nombre que Soto puso a su barco. Y después una cosa lírica e inclasificable, Memorias dunha terra, escrita en un gallego primordial y no “normalizado”. Una obra libérrima, personalísima y salvaje. Si la heterodoxa figura de Castroviejo descoloca a los lechuguinos empeñados en colgarle una etiqueta, este libro descoloca a los lingüistas burocráticos empeñados en convertir de la noche a la mañana la parla viva, poliédrica y proletaria en respetable idioma nacional, burgués y administrativo. Con la fiera que fue el Señor de Tirán (Cunqueiro de nuevo, aludiendo a la parroquia del municipio de Moaña donde tuvo guarida aquel demo) no hay manera de hacer gavilla. La mayoría de nosotros morimos y pasamos al Ejército de las Sombras, alguno a la Historia y unos pocos, como Rodrigo Díaz, a la Leyenda. Mucho más que un monolito histórico, Castroviejo es hoy en Galicia una leyenda. Y no por lo que escribió, como Rosalía, que ya en vida gozó sorprendida del privilegio de que sus poemas los aprendiesen de memoria os labregos analfabetos y los ciegos los recitaran por verbenas, ferias y romerías a cambio de una taza o unos centimillos. Y ahí sigue. Castroviejo es leyenda por cómo vivió.
Libre.
Madre también me leía una historia de Michael Ende que se titulaba Jim Botón y Lucas el Maquinista, cuya segunda parte, Jim Botón y los Trece Salvajes, es aún más demente que la primera. Un tripi para niños y mayores que guarda sublimes hallazgos como el Gigante Aparente, individuo al que se veía más y más grande cuanto más lejos estaba.
Para niños y mayores es también el estupendo Huracán en Jamaica, de Richard Hughes. Me habló de esa novela Javier Marías en Soria. Era jueves, habíamos venteado el vino de La Saca y al pie de su ventana podíamos ver unos garrochistas que trataban de conducir a los corrales de La Chata un toro escapado. Por alguna razón, el lance despertó en su magín el recuerdo terrorífico de esa ambigua historia de piratas y de gente con anteojeras que distorsionan la percepción.
Las anteojeras son inevitables y saber quitárselas, imprescindible. Como los protagonistas de El disputado voto del señor Cayo, de Miguel Delibes, que logran evitar un desastre: la incomunicación. El estereotipo y el prejuicio son anteojeras que matan la comunicación. Por eso conviene quitárselas de vez en cuando y hacer un back-up anímico, de modo especial para leer y para hacer política. “Hacer política es comerse cada día un sapo”, decía Sir Winston entre dos Romeo y Julieta. En cuanto a la lectura, leer sin prejuicios no sólo multiplica el placer: es que multiplica la posibilidad de encontrar “tu” novela, que es el mayor placer de todos. A veces sucede y las sensaciones permanecen durante años. Leer relatos es vivir.
Hace meses viví una novela que me encantó por su perfección formal. Se titula La sirena de Gibraltar y su autor, Leandro Pérez, es “el Jefe de Todo Esto”. Una lectura emocionante y divertida que me permitió conocer a Juan Torca, un tiparraco con una interface bastante desastrosa y nada friendly, pero con un sistema operativo envidiable. Si mañana se hundiera el Titanic conmigo y con Torca, me limitaría a hacer lo que hiciera él. Si estas vacaciones quieren experimentar eso del “alto voltaje”, enchúfense a La sirena de Gibraltar. Y si son aficionados al noir, no esperen siquiera a las vacaciones. Esa historia de una sirena llanita me proporcionó una lectura particularmente grata porque Alberto Carrascosa, el joven español que cada mañana abre The Cow & The Italian Girl, el coffee shop donde desayuno, la leyó a la vez que yo. Sabedor de su pasión por el género, le obsequié un ejemplar y durante los días que nos duró la lectura, y aún después, íbamos comentando la jugada. Una especie de club de lectura particular bajo el cielo húmedo de las highlands.
En esto de dialogar sobre libros y lecturas encuentro un gusto especial porque siempre saco algo en claro. La visión que sobre una misma lectura pueden tener diferentes lectores nunca es la misma y el cambio de impresiones suele ser enriquecedor, si no en materia literaria, digamos que en materia “humana”. Empiezas hablando de literatura policíaca y acabas desguazando la guerra de los Treinta Años.
Leer, en efecto, es un vicio solitario, pero como tanto vicio solitario, gana mucho si se practica en equipo.
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