Dice Leila Guerriero, y ella pocas veces se equivoca, que un periodista que no lee es un periodista sin hambre. La frase es aplicable, cómo no, a escritores… pero, sobre todo, a los hombres y mujeres que van por el mundo desguarecidos ante la intemperie de la verdad. Que la vida es complicada, quién lo pone en duda. El asunto es sobreponerse a la decepción que producen algunas de sus certezas. Justo por esa razón, dos libros resultarán esclarecedores en este panorama desordenado del tiempo que nos ha tocado vivir.
Si leer es un riesgo, como decía Alfoso Berardinelli en aquel magnífico libro editado por Círculo de Tiza, entender el acto de la lectura es todavía más retador. De ahí que resulten luminosos los libros Laboratorio lector (Anagrama), de Daniel Cassany y Contra la arrogancia de los que leen (Trama), de Cristián Vázquez. Aunque sus títulos sugieran lo contrario, más que contradecirse, se complementan. Nos dan claves de ese complejo entramado de acciones que sostienen el entendimiento de un texto. Porque, como dice Cassany, leer es comprender.
Existe la creencia de que leer es fácil y de que todo el mundo sabe hacerlo. Que se aprende en el parvulario, pero no: muchos llegan a la universidad desarmados, sin un pico afilado que rasguñe la piedra del sentido. Es ahí donde se detiene Cassany en este ensayo minucioso y brillante en el que se analizan cosas tan diversas que van desde las razones por las cuales aún leemos en voz alta hasta los obstáculos que torpedean nuestra relación con los libros: la estructura de los textos, el imperio de la Wikipedia o los prejuicios que impone la crítica literaria sobre determinados libros.
Cassany, profesor de la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona e investigador acerca de la comunicación escrita, plantea todos estos reveses en una estructura ordenada, que permite constatar de qué manera hay más factores que conspiran contra la lectura en lugar de propiciarla. Cassany propone cosas tan aparentemente sencillas como las palabras desconocidas —el primer paredón al que se enfrenta un lector— o la forma en que una tipografía puede modificar el sentido de una palabra. Esas irónicas cursivas, pues.
Del otro lado, está Contra la arrogancia de los que leen (Trama). No es un libro ejemplar, ni pretende serlo, pero elige el mejor de los epígrafes para arrancar. Nada más y nada menos que de Ricardo Piglia, uno de los autores que más a fondo exploró la urdimbre de la lectura. «En ese universo saturado de libros, donde todo está escrito, solo se puede releer, leer de otro modo». Comienza bendito el ensayo del argentino Cristián Vázquez, un volumen acometido con inteligencia y humor. Un texto que busca re-pensar y re-leer el universo del libro.
El libro de Vázquez va de eso: de la lectura como el más elemental y ambivalente de los verbos, desde la beatería lectora hasta los entresijos de la industria que lo sostiene, además de los no pocos escollos y puntos negros que lo sabotean. Está bien desmitificar la pedagogía, dijo Sergi Pàmies sobre el libro de Vázquez, y lleva razón. Alrededor de la lectura existe un paternalismo hasta cierto punto inútil, el erre que erre del leer es bueno, como si la mera edición de una tripa de folios dignificara cualquier adefesio. Este libro pone en negro sobre blanco algunos acantilados editoriales.
Contra la arrogancia de los que leen no es, al igual que el de Cassany, un ensayo como tal, sino una compilación de textos divididos en tres partes. Una primera dedicada al libro como objeto o situación empresarial; una segunda, dedicada a las Lecturas, y el tramo final, que lleva por título Escrituras. En esa arquitectura, el libro retrata con bastante justicia las contradicciones que atraviesan —y dan sentido— al mundo del libro como situación cultural, desde la pretensión lectora como gesto fatuo hasta la verdadera fiebre del que devora libros.
Acaso sin ponerse del todo de acuerdo, ambos libros dialogan en las razones inmediatas e intemporales de la lectura. ¿Existen libros obsolescentes? A partir de ese razonamiento, Vázquez expone de forma bastante razonable algunos de los males editoriales con los que la industria se empeña en acabar consigo misma y Cassany procura dar explicación a las grandes amenazas alrededor de la lectura: los hábitos, el prestigio o la larga sombra del plagio, un hecho que es homologable al «leer de oídas». Ambos libros son, a su manera, un bálsamo. Aportan método y humor.
Dar cuenta exhaustiva de cada texto es un despropósito, pero resulta irresistible la tentación del reporte. El texto titulado «De qué trata tu novela», de Cristián Vázquez, es oro en paño. A partir de un artículo de Agustín Fernández Mallo publicado en Zenda donde explica por qué Juego de tronos es un despropósito, Vázquez se vale de la tragedia del spoiler para poner el acento sobre la dictadura de la trama sobre la prosa, al mismo tiempo que Cassany describe las interferencias, manipulaciones y automatismos que nos empujan a leer un texto en la clave no del todo correcta.
Leer es un acto de insurrección, dice Berardinelli. Leer es un riesgo. Un contagio. Gracias a su lenta acción de riesgo se han declarado independencias, defenestrado élites religiosas y políticas. Leer es traicionar a las versiones más precarias de nosotros mismos. Leer como obligación moral —no moralista—. Leer es la elección individual de ser menos estúpidos, algo que necesariamente no nos hará más felices. Por eso este libro importa, y lo hace sin aspavientos ni excomuniones. Ambos libros entran en esa compleja musculatura del hecho lector, el estómago que reclama una y otra vez un mordisco de inteligencia y literatura.
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