Hay ideas a las que uno da vueltas una y otra vez, pero que no logra articular o formular correctamente. Acaso entonces se lee un libro, se asiste a un espectáculo o se oye un verso suelto y se encuentran ahí las palabras, como un regalo inesperado, para expresar lo que rondaba en el interior. A Juan Gabriel Vásquez le fue suficiente la pandemia y una invitación a impartir las prestigiosas conferencias Widenfield para dar forma a sus pensamientos sobre el arte de la ficción.
Que la ficción no es entretenimiento lo dijo Pascal al hablar de la cultura, y lo confirma un hecho palmario —al tiempo que preocupante—: quienes codician el poder y buscan, cueste lo que cueste, humillar las libertades, atacan, antes que muchos otros frentes, la avanzadilla que representan las bibliotecas. A todos se nos han quedado grabadas las imágenes de una pira hecha de páginas y páginas y las espirales de humo que ennegrecen o nublan el cielo. Al hilo de esta inquina por la fantasía con la que irrumpen los dictadores, el escritor colombiano afirmó en Oxford que no hay mejor protección frente al autoritarismo que la familiaridad con los parajes ficticios de los relatos.
Y es evidente, porque la literatura nace de la insatisfacción existencial. No es que la letra impresa evada al lector o contribuya a desprenderle de la pesadez cotidiana. En ese caso, la novela sería en un lenitivo y no el ariete revolucionario que es para Vásquez, ni un pasaporte para lo nuevo. Lo peculiar de los libros —viene a decirnos— es que comprometen.
En total, son cuatro las conferencias que el autor de El ruido de las cosas al caer impartió en esa universidad milenaria, todas ellas atravesadas por el hondo convencimiento de que escribir —lo mismo que leer o traducir— es un acto estético y político. En la presentación del ciclo, Vásquez se refirió a la incoherencia de lo que se ha dado en llamar “apropiación cultural”. Lo que indicó allí se torna mucho más inquietante ahora, con la promiscuidad con la que han crecido en muchos sellos editoriales los “lectores de sensibilidad”. Ambos fenómenos no son más que ropajes nuevos con que disimula sus vergüenzas la censura, estrategias, ciertamente, no ideadas —ni aceptadas— por los maestros del oficio, sino debidas al ingenio de los tramoyistas de la industria. Son estos, en fin, los que, en pos del rédito, desarticulan el potencial crítico de la creación literaria. E incluso su fuerza antropológica, ya que no hay que pasar por alto que la novela moderna cosechó el logro de proponernos mirar el mundo con los ojos, antes esquivos, del otro.
Cuando todavía la modernidad era una esperanza y no había despegado del suelo, Montaigne apuntó que la cultura ensanchaba los confines del universo propio con la facilidad con que el aire de la montaña abre los pulmones. Leer sana el provincialismo. Partiendo de esta verdad y con el ejemplo del Lazarillo o Crusoe, Vásquez recuerda que la novela propició la constitución tanto de un yo más rico como de un nosotros más inclusivo. Cerciorarnos de ello puede ser importante si, como muchos indican, avanzamos hacia una sociedad de mimbres casi post-literarios.
Al igual que un seísmo cruel y despiadado, la ficción provoca desplazamientos tectónicos y alumbra nuevos panoramas; también hace posible divisar mejor las grietas de los ya conocidos. Richard Rorty, un filósofo inteligente, se refirió a la función taumatúrgica de la novela y defendió su idoneidad para dilatar los valores morales. Hay pocas cosas tan precisas como los relatos para proporcionar un acceso tan directo a la desgracia y dignidad ajenas.
Con este ensayo breve y hermoso Vásquez devuelve el prestigio a los grandes libros, ennobleciendo el arte de contar historia y descentrando el yo lector. Abrir un volumen es vivir a contrapelo porque, si es bueno, se inicia un viaje en el que el poder, la influencia o el dinero resultan menos represivos.
O sea, un texto es un arma subversiva. Es verdad que también los que manejan las coerciones emplean sus vericuetos narrativos. Lo dice Vásquez, rememorando aquello de que todo poder requiere de ficciones (Valéry). Pero si de lo que se trata es de desarmar lo que esquilma nuestras libertades, hemos de empeñarnos una y otra vez por buscar siempre relatos alternativos para legitimar la lucha.
Vásquez hilvana sus reflexiones con referencias de una belleza y significación radicales: desde Las Meninas hasta el trasfondo de su propia escritura. En su conjunto, La traducción del mundo nos devuelve confianza en la letra impresa y eso no es un mérito menor porque la cultura se nos ha transmitido envuelta en libros y porque leer, al fin y al cabo, no consiste únicamente en descifrar las palabras, sino que constituye el camino más expedito para adentrarnos en el misterio que unos y otros somos.
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Autor: Juan Gabriel Vásquez. Título: La traducción del mundo. Editorial: Alfaguara. Venta: Todostuslibros.
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