Aunque no soy tocón con los demás sí me gusta tocar las superficies de las cosas. Allí donde me encuentre me encanta pasar la mano —ya sea con discreción o descaro— por la madera, la piedra, el papel o la vegetación, y ello por lo telúrico que tiene acariciar texturas. Pero el placer no sólo estriba en sentir bajo los dedos la madera lijada o barnizada, un sillar de piedra o el mármol pulido, sino en apreciar el calor o el frío que desprenden al mediodía o por la noche, su sequedad o humedad. Hay sensaciones de explosiva alegría: tocar y oler las sábanas lavadas y secadas al sol en verano, el aroma del césped recién cortado o el olor de un libro nuevo. Y de la misma manera que leemos a través de la vista, también se puede leer a través del tacto y del oído, y quizá las personas que lo hacen lleguen a captar mejor las sutilezas del mundo por medio de esos sentidos.
Pero también la escritura puede convertirse en la banda sonora de la literatura y penetrar a través del oído. Los audiolibros son un prodigioso chisme tecnológico que acerca la lectura a los invidentes que no han aprendido el braille o a quienes tienen graves dificultades de visión. En los últimos tiempos, por las redes sociales y algunas publicaciones corre un cierto choteo acerca de los audiolibros, unos cacharros denostados por considerar que vulgarizan o pervierten el rito intelectual de la lectura. No creo que merezcan tal denuesto.
En la Antigüedad la literatura fue oral antes que escrita. En la Grecia homérica los aedos componían poemas épicos que cantaban acompañándose con una cítara, de modo que la voz que recitaba hermosos y dramáticos versos era la transmisora de la literatura, la generadora de emociones en quienes escuchaban boquiabiertos. A su vez, los romances de ciego constituían los folletines de la Edad Media y Moderna: historias truculentas popularizadas a base de ser recitadas por ciegos que recorrían los pueblos españoles y concitaban un público curiosón, morboso. Charles Dickens se hizo aún más célebre leyendo con voz actoral fragmentos de sus propias obras ante auditorios rebosantes de un público conmovido que, al final, aplaudía con frenesí. La radio mantiene incólume su prestigio porque nos agrada escuchar voces cálidas que nos informan y cuentan historias, muchas veces con sosiego y respeto tertuliano, sin la jactanciosa chabacanería exhibida en ocasiones en la tele. E incluso nos gusta la voz del narrador intercalada en algunas películas, algo que otorga un marchamo de cine clásico o, sencillamente, nos predispone a mantener la atención.
Por eso me parecen bien los audiolibros a los que se conectan quienes hacen deporte o conducen camino del trabajo, y quienes sufren un apagón en sus ojos y recurren a ellos para leer con el sentido del oído. Todos los soportes que fomenten y posibiliten la lectura son buenos, porque aunque los tiempos cambien las necesidades humanas son las mismas desde hace milenios. Nos adaptamos con diferentes velocidades a la época que nos ha tocado vivir, pero continúan las inquietudes intelectuales y la exigencia de emociones. Evolucionan los tiempos mientras permanecen los corazones.
Los ciegos o quienes padecen severas deficiencias visuales, a fuerza de mantener siempre abiertos los portillos de los otros sentidos, practican una lectura de hondura gracias a su extraordinaria capacidad de atención. Ello favorece que sean unos lectores de acusada sensibilidad, cuyas opiniones, por lo demás, suelen ser tan competentes como las de los críticos profesionales. Las editoriales deberían incluir un departamento dedicado a sondear las conversaciones sobre novelas leídas en los clubes de lectura de ciegos, porque les reportaría una útil herramienta de prospección de gustos literarios, de análisis de las claves del éxito o pinchazo de un libro.
Suelo ser invitado a clubes de lectura de invidentes —la mayoría pertenecientes a la ONCE—, y son los devoradores de novelas más completos que he encontrado. Me han desvelado aspectos de mi narrativa que me habían pasado desapercibidos, y gracias a ellos he aprendido a ver el mundo a través de los otros sentidos. Son lectores entusiastas, entregados, exigentes y de atómica sinceridad. Manejan los niveles de lectura como un chef maneja el cuchillo, calan enseguida qué libros promueven emociones y cuáles no, estudian los personajes con la precisión de un neurocirujano, valoran mucho la estructura narrativa y esgrimen una acusada inteligencia emocional. Y además hablan en un tono de voz bajo, como europeos civilizados, algo que agradezco cada vez más.
Alguna vez he tenido encuentros presenciales en delegaciones provinciales de la ONCE, pero la mayoría de veces mi contacto con sus clubes de lectura ha sido a través de videoconferencias, conectándose sus integrantes con sus ordenadores o móviles desde sus casas o respectivas tiflotecas, nombre que reciben las bibliotecas para ciegos. Y también he sido invitado por la Tertulia Literaria café Ferreiro, compuesta por un nutrido grupo de ciegos que se reúnen, una vez al mes, en un restaurante asturiano en Madrid para hablar de un libro. La gastronomía y la literatura se me antojan un maridaje inigualable.
Hay escritores que conciben una narrativa centrada en imágenes. Su abordaje del mundo es casi en exclusiva a través de la vista, de manera que las descripciones visuales son su fuerte. Y hay otros autores que, sin desdeñar lo anterior, practican una literatura sensorial: aquélla en la que el mundo se cuela en las páginas a través de las portezuelas de los otros sentidos. Estos escritores son los preferidos por los lectores de braille, esos pianistas del silencio.
Su secreto reside en un compendio literario de las sensaciones, como si en un viaje registrásemos nuestras percepciones de la realidad exterior por medio de lo que saboreamos, olemos, oímos, tocamos y vemos. Hay autores expertos en poner en la misma balanza todas esas sensaciones, lo que supone una de las claves del éxito de su novelística, pues no existe la alta o baja literatura, la de calidad o la de best seller, la culta o la popular, sino la buena o mala literatura. Y esto es una realidad desde el Quijote y el teatro de Shakespeare, aunque les rechine a algunos guardianes de la ortodoxia.
Laura Esquivel, con su novela Como agua para chocolate, sería el clímax de la literatura sensorial exaltadora del sentido del gusto, con su continuo desbordamiento de emociones a través de las recetas de cocina y de la comida guisada, siendo transportados los comensales a las regiones de la nostalgia, de la tristeza, de la alegría o de la pasión sexual en función del plato degustado. Su narrativa es la magdalena proustiana cocinada en una fiesta popular mexicana.
Sidra con Rosie, de Laurie Lee, es un exponente de una de las modalidades literarias británicas de mayor arraigo: la que exalta la vida en casas de campo, alejada de la vertiginosa vida urbana. Leí el libro muy joven, lo presté y, como no me lo devolvieron, volví a comprarlo y lo releí hace algunos años. Me gustó tanto como la primera vez esa historia autobiográfica en la que el autor evoca, con sentido aventurero, las emociones de vivir en la campiña en la época de la Gran Guerra, así como la dicha y el terror experimentados en la infancia al descubrir los misterios del mundo. En este libro de hipnótica autoficción se reúnen todos los registros de la literatura sensorial, y se hace no de una manera ñoña, empalagosa, sensiblera, sino con la modernidad que subyace en todo clásico.
Me chifla entrar en perfumerías o pasear sin prisa entre los mostradores de perfumes de los grandes almacenes. La sensual mezcolanza de aromas la asocio al lujo, a mujeres interesantes dotadas de gran encanto, a la dolce vita. Uso dos colonias, una de diario y otra para situaciones que considero especiales. En éstas últimas me rocío con una marca inglesa —la misma que utilizaba Churchill— y, envuelto en su aroma, no hay Blitz que pueda conmigo. Por eso, ahora toca hablar de El perfume, de Patrick Süskind.
Este best seller ochentero presenta a un psicópata del siglo XVIII dotado de un extraordinario sentido del olfato pero que, curiosamente, es incapaz de apreciar su propio olor corporal. Este asesino en serie, que aprende el oficio gracias a un perfumista italiano, está obsesionado por conseguir un perfume que sea la quintaesencia del olor humano y, por ello, garante de inspirar un irresistible amor. Con su maestría para desvelar los resortes de un éxito novelesco, Sergio Vila-Sanjuán, en su Código best seller, destaca que unas de las razones que propulsaron la fama de esta novela fue introducir elementos del realismo mágico (algo desacostumbrado en la narrativa no escrita en español) y reproducir aspectos de la vida cotidiana de la Europa del siglo XVIII que resultaban sorprendentes y curiosos para el lector contemporáneo.
Ciertos toques de cuento de hadas (de literatura folklórica) tiene la formidable novela Hamnet, de Maggie O’Farrell, apreciables en el delicado capítulo en el que, merced a un juego infantil, uno de los dos hermanos mellizos —Hamnet, un niño— burla a la muerte, sacrificándose él para que sobreviva su hermana Judith, gravemente enferma de peste. También encuentro algo de lo antes dicho en el don que tiene Agnes, la protagonista (la mujer de Shakespeare) para predecir ciertos aspectos del futuro mediante el tacto. Agnes suma a sus conocimientos herbolarios la cualidad de vislumbrar la deriva del porvenir, y también si una persona es buena o mala por el mero hecho de tocarla con las manos. Lo que subyuga de esta novela —para mí histórica— es la penetración psicológica de la autora, la capacidad de convertir una historia del pasado en una historia del presente gracias al predominio de las emociones, y también al carácter preeminente de lo sensorial en una narrativa que llega a la razón a través de los sentidos. Esta escritora sabe que primero ha de seducir el corazón del lector para luego conquistar su mente.
En uno de los cursos de verano de la Universidad Internacional de Andalucía celebrados en Baeza conocí a Paqui y a Meadow. Nos hicimos amigos. Paqui es una lectora ciega que cura a través de su voz, y Meadow su perra guía. La primera es una enfermera granadina afincada en Cádiz, y la segunda una labradora nacida en EEUU que se ha aclimatado a la bahía gaditana. Una enfermedad degenerativa de la retina fundió los plomos de la vista de Paqui hará diez años; se vio obligada a dejar su amada profesión, pero se negó a dejar de sanar a las personas. En lugar de hacerlo con las manos decidió hacerlo con su bonita voz, leyéndole a los enfermos. De esa manera mantuvo incólume su pasión lectora y la dotó de una función terapéutica. Administra literatura en lugar de dar calmantes o poner inyecciones.
Las dos eran inseparables. Una pareja bien avenida. Me gustaba acompañarlas por las calles baezanas hasta el palacio de Jabalquinto, dejando que Meadow hiciese su trabajo, que dirigiese los pasos de su dueña mientras nosotros hablábamos, a veces acompañados por otros escritores que intervenían en el curso.
Soy omnívoro en la mesa y en literatura. Leo de todo, aunque no me gusta desaprovechar el tiempo en pamplinas e intento escoger autores que no me defraudarán, o escritores que desconozco y que, más allá de las diez primeras páginas, su lectura me sigue interesando. Y de la misma manera que como escritor aprendo de cuanto leo, también lo hago de las opiniones razonadas de los lectores, sobre todo de las de los ciegos, pues aunque habitan en una perenne noche iluminan la literatura por vivirla apasionadamente.
Y es que no sólo de la vista vive el hombre. Ni tampoco los libros.
¡Qué razón tiene!
Me parece maravilloso éste artículo, refleja la realidad de las personas que no por quedarse ciegas,dejan de vivir, pués con su voz, sus oídos y sus manos, siguen leyendo y transmiten más que los videntes. Maravilloso Lara.
Agradeço pela excelente reflexão