(apuntes de filosofía para jóvenes, novena entrega)
Probablemente todos habéis visto —y, si no, ahí está YouTube— la famosa parodia de los Monty Python con el partido de fútbol entre las selecciones de filósofos griegos y alemanes. Ganan los griegos, claro —otra cosa sería impensable, un sacrilegio— con gol de Sócrates, una vez que Arquímedes da con la clave —¡eureka!— de a qué estaban jugando mientras el resto de los pensadores de uno y otro equipo deambulaban por el campo ajenos al balón, sumidos en sus profundas reflexiones. Por cierto que el único de los filósofos alemanes que está a la altura es, con perdón, Karl Marx: en la estricta aplicación de su tesis —no se trata de entender la realidad, sino de transformarla— protesta al árbitro porque el tanto ha sido marcado en flagrante fuera de juego. Y, como en casi todo, en eso también llevaba razón.
Diréis que esta perorata es algo impropia para unos apuntes filosóficos tan formales. Sin duda será la mala influencia por el reciente Mundial de fútbol, pero se justifica: quien lleva en su camiseta el número 1 del seleccionado alemán, mirabile dictu, es Gottfried Wilhelm Leibniz.
Leibniz, en efecto, merece portar el primer dorsal de la larga y notable tradición filosófica alemana. Pero también hay que colocarlo en la vanguardia de otros muchos menesteres y desempeños: jurista, diplomático, teólogo, científico, historiador… y, muy especialmente, matemático. Descubrió, en competencia con Newton, el cálculo diferencial, una de las herramientas más sutiles y a la vez poderosas que ha sido capaz de desarrollar el intelecto humano (confesamos aquí nuestra debilidad por esta mixtura entre filosofía y matemáticas, tan fecunda, que se extiende desde Pitágoras y Descartes a Russell y Wittgenstein, y que Leibniz encarna como ninguno).
De Leibniz se dice que leyó todo lo que en su época estaba disponible, y que escribió —perdón por el chiste fácil— lo que no está escrito. Miles de cartas y textos sin clasificar mantienen entretenidas a varias fundaciones y cátedras distribuidas por todo el mundo, exclusivamente dedicadas a la transcripción y análisis de su legado. Fue quizá el último sabio total: bajo del enorme pelucón con el que siempre se le retrata, había una cabeza capaz de almacenar el conocimiento disponible en su tiempo. A tono, una vida sumamente ajetreada, con altas responsabilidades en política internacional y a la vez centrando los debates intelectuales de la época que, sin embargo, concluyó casi anónimamente. Ossa Leibnitii, los huesos de Leibniz, es todo lo que se puede leer en la lápida de su tumba.
Filosóficamente, en cualquier manual de medio pelo se tiende a encuadrarlo dentro del racionalismo. Eso enfada mucho a los expertos en su obra —Javier Echeverría y Concha Roldán, entre los españoles— que ven su pensamiento como una gran malla abierta y conectada donde la parte lógico-matemática no excluye ni predomina, sino que interrelaciona y consolida.
Un pensamiento que, por su complejidad —y por la mencionada abundancia de documentos nuevos que se van descubriendo, con el continuo revisionismo que ello supone— se suele presentar simplificado, apelando a algunas recetas que el tiempo ha consagrado. Así, el aprendiz de filósofo descubrirá que la realidad son las mónadas (algo así como la sustancia universal de Spinoza, pero en píldoras), las cuales, para funcionar coordinadas necesitan de un sistema de armonía preestablecida tras el que está Dios, garante de que finalmente vivimos en el mejor de los mundos posibles.
Y, claro, este último enunciado, tan contundente, ha eclipsado en el conocimiento popular toda la construcción metafísica de Leibniz. Es fácil imaginarlo mesándose los rulos de la peluca, preguntándose a sí mismo que en qué estaría pensando para meterse en semejante jardín. Porque, reconozcámoslo, la frasecita es provocativa, y más que lo debía parecer allá por el siglo XVII. A Voltaire le sirvió para crear una sátira magistral, Cándido, en la que Pangloss, apasionado seguidor de nuestro filósofo, va de calamidad en calamidad, pero siempre con entusiasmo y debidamente consolado por la genial intuición de su maestro.
En realidad, lo que Leibniz quería decir es lo mismo que nos ofrecen esas páginas de internet donde se comparan precios de hoteles o seguros, y terminan ofreciéndote el más ventajoso. No se trata de que este mundo sea el mejor (vale decir, el perfecto), sino el mejor de los posibles (vale decir, el menos malo); del mismo modo que el alojamiento que te presenta el buscador reúne lo más apropiado dentro de unas características prefijadas, sin tener por ello que ser el más lujoso ni el más próximo al aeropuerto.
La realidad del bien implica necesariamente la del mal. Dios maneja como puede este equilibrio, y por eso elige en cada instante el mundo más adecuado entre los infinitos potencialmente existentes. Sin darse tanta importancia, es lo mismo que hace el comparador de internet a base de algoritmos de inteligencia artificial. El resultado, el mejor seguro de coche posible en el mejor de los mundos posibles. Y todos tan contentos.
Próximo capítulo: Hume, la fascinación de la filosofía
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