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Leila Guerriero: instrucciones para su poesía

Leila Guerriero: instrucciones para su poesía

—Que me digan que soy poeta es como un elogio, como un upgrade en la primera categoría del avión.

Leila Guerriero, sin saberlo o sin reconocerlo, es poeta por sus artículos de los sábados en El País, en especial por su libro Teoría de la gravedad (y sus 18 instrucciones, casi lo único de ficción que ha publicado en su vida) y sus columnas habladas en la Cadena SER. Es poeta porque la poesía forma parte íntima de su existencia. Una respiración continua, insobornable. Porque lo vivía desde niña en una casa con aroma a San Juan de la Cruz, y a Serrat, otro poeta, y a Amalia Rodríguez. Su papá, “muy dramático, fan de la melancolía”, ponía en el tocadiscos de Junín, a las siete menos cuarto de la tarde de un domingo, de cualquier domingo, la novena de Beethoven.

—Era muy estimulante.

"Todavía busca. Rastrea. Y ese acercamiento tan respetuoso a la poesía le lleva a aprender la economía de los recursos o en detenerse en los tres versos finales de los poemas"

Lo dice Guerriero, sentada en un sofá verde, que parece cómodo, al menos no hostil, en el Teatro Ciudad de Marbella. Es sábado y pasan pocos minutos de las ocho de la tarde. Conversando con Javier Vicedo culmina Marpoética, el festival de poesía que ha reunido a autores como Antonio Lucas o Juan Mayorga. Y la autora argentina, Premio Zenda de narrativa por su libro de no ficción La llamada, cuenta, relata, describe, narra, radiografía su visión de la poesía, aquella que de niña leía, por influencia materna y paterna. El siglo de oro español, por supuesto, pero también el tridente de Miguel Hernández, Antonio Machado y Federico García Lorca.

—Desde chica siempre quise ser adulta y me leían cuentos todo el tiempo.

"La autora de Los suicidas del fin del mundo no elabora una escritura catártica. Su estilo dista de ser blanco. Incluso en los textos que parecen más poéticos hay una manera de estar en el mundo que no es suave"

Cuentos de Horacio Quiroga y Ray Bradbury. Una revista llamada El Péndulo, de ciencia ficción, y el libro de un niño que bajaba al sótano. ¿Cómo acaba? Mucho tiempo buscando el final, en medio de viajes, de la intensa biografía de una lectora a la que le parecía “guapísimo” Rimbaud y que se parecía a su papá. Temporadas en el infierno con Poe y Lovecraft. La forja de Guerriero. Una pulsión desenfrenada.

Los años del Bululú de José María Vilches con el repertorio de poesía de —sí, otra vez la cita, porque es intensa— Miguel Hernández, Antonio Machado y Federico García Lorca. Influencias perennes. La oratoria de Vilches, “un talento fuerte, un nómada” le impacta. Se murió Bululú y ella se queda huérfana de ese modo de contar poemas. Todavía busca. Rastrea. Y ese acercamiento “tan respetuoso” a la poesía le lleva a aprender la economía de los recursos o en detenerse en los tres versos finales de los poemas: “Es como un choque, es algo tremendo”.

Se despedía del mundo

Hay textos donde no usa la prosa lirica, como en La otra guerra (“muy áspero en el lenguaje”) o en La llamada (“salvo cuando se describe a la protagonista”). Y otros donde hay una acción poética deliberada, descarada, casi salvaje. Columnas que acaban en citas de versos, de poetas. Y el trabajo con la lectura fallida. Hace poco leyó en un texto la expresión “fea desgracia” y Guerriero leyó en su interior “fantástica desgracia”. Contrabandear ideas y encajarlas en un libro, una columna, una crónica. “Cuando corro y escucho alguna frase pienso en qué cosa [de la que está escribiendo] la puedo encajar, como un traje a medida para un capricho… Es un poco raro”.

La autora de Los suicidas del fin del mundo no elabora una escritura catártica. Su estilo dista de ser blanco. Incluso en los textos que parecen más poéticos hay una manera de estar en el mundo que no es suave, “y eso revierte en una mirada insolente, contra la corriente, y dura”. “Soy una tipa dura”. Y ríe. “Vivo en pie de guerra contra algunas cosas”, sentencia.

Mirar y escribir todos los días.

—Miro, miro. Y veo y veo.

Una conversación de dos amigas en la avenida del Mar de Marbella sobre el fin de unas palmeras. ¿Y cómo se finiquita este diálogo? Vivimos en un planeta sin respuestas.

Leila Guerriero se coloca las gafas de cerca. Y lee ocho textos en el teatro, bordeando ya las nueve de la noche, como si recitara, como si estuviera en Junín un domingo por la tarde de la década de los setenta. Ahora ella es Vilches, Bululú.

Supongo:

“Supongo que creen que siempre tendrán ganas de comprar los primeros jazmines de la primavera. De llenar la casa de flores. De estrenar ropa. Supongo que creen que siempre tendrán deseos de vivir un tiempo en un país extranjero. De tomar un tren. De salir con amigos”.

La traición:

“Yo soy de acá. Vengo de este pueblo. Vengo del rastrojo. De los sistemas de riego. De la luz oblicua. De la luna mestiza y de los girasoles negros. De los árboles que crecen sin recelo. De lo llano, de lo no escarpado, de lo solo. De lo silencioso y lo desnudo”.

Rota:

Y entonces, porque yo estaba triste, el sábado pasado me llevaste a ese parque, tan cerca de casa, tan lejos del mundo, y caminamos por el sendero de tierra, entre las cañas de bambú, respirando el aire fino y caliente en el día desierto, y me contaste que habías estado allí un tiempo atrás, tomando unas fotos, y que te habías topado con un tipo rarísimo que tocaba la guitarra detrás de un arbusto —como un desconsolado, como un perro frenético— […].

El mar:

“Ayer conocí a un niño que no conocía el mar. Era un niño pequeño, de seis o siete años, que en dos días más marcharía a la costa. Cuando le pregunté si estaba contento —¡el mar, el mar!—, me dijo: “¿Por? Si ya lo vi mil veces por la tele”. Hoy llueve una lluvia fina que se descuelga de un cielo gris y lácteo. Hace calor. Hay una luz verde y serena. De pronto, recordé una tarde exactamente igual a esta, con esta misma luz”.

Pequeña oración inadmisible:

“Le ruego al dios de la indiferencia: haceme indiferente. Le ruego al dios de la insensibilidad: haceme insensible. Le ruego al dios de la estupidez: haceme estúpida. Le ruego al dios que rapta las almas: raptá la mía. Le ruego al dios de los ausentes: haceme ausente. Le ruego al dios de los silenciosos: haceme silenciosa. Le ruego al dios de los que no tienen nada: llevate todo”.

Todo eso vi:

“Vi piedras cubiertas por el susurro onírico del musgo y de las algas. Vi las agujas opacas de los pinos volverse doradas con la luz del amanecer. Vi el mar como una placa de metal bruñido. Vi las rocas mecidas por olas tranquilas o aguantando el embate de remolinos violentos”.

El tiempo y sus atributos:

“¿Quién era yo en aquel tiempo? Jadeaba subiendo cuestas para llegar a calas escondidas en Menorca, me sentaba sobre la arena a ver kitesurfers como pterodáctilos cruzar el aire violento —que tenía el aroma de un cristal frío— en una playa del mar Jónico, trepaba diluyéndome en sudor por las calles sin geografía de Matera. ¿Quién era yo en aquel tiempo? Comía atún rojo y tentáculos de pulpo, tomaba vinos de cepas desconocidas”.

El regalo:

“Encenderemos el fuego temprano en la parrilla del patio. Miraremos los carbones arder, arder la leña, mientras conversamos al pie de la ropa para la soga que mi madre alzaba con una horquilla para que las sábanas no tocaran el suelo. Nos haremos bromas espantosas, nos diremos cosas hirientes que sólo a nosotros no nos hieren”.

¿Y estos arranques de columnas no son poesía? Un desparrame de instrucciones.

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Aurora Cañas
Aurora Cañas
20 ddís hace

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