Retrato de una mujer en llamas, de Céline Sciamma.
alguien llamó canto a nuestro gesto
Nos reunimos todos, los muertos y los vivos, alrededor de una montaña de madera que crepita. Cojo la mano de mi abuelo: hacía casi dos años que no sentía el tacto rugoso de las yemas de sus dedos; dos años sin tocar la fuerza de la historia, la herencia de la protección. Las voces se mezclan y poco a poco las palabras guardan el lugar del fuego, ardiendo en vertical en hileras de humo. Todos juntos practicamos la liturgia con los ojos cerrados, contando la historia de nuestra familia a las escrituras del tiempo. Después rondamos la estela de las cosas dichas, mientras continuamos agarrados de las manos, celebrando este salvoconducto que nos permite no separarnos nunca más.
canto I: una hoguera de palabras
Ismael Ramos escribe con el cuerpo. En la edición original de este libro que nos ocupa, publicada en lengua gallega por la editorial Apiario hace ahora dos años, el cuidado léxico deviene en poder semántico: el poeta genera a través de sus poemas, concebidos como pequeños textos concéntricos, una particular red de palabras que apelan a lo sensorial, al tacto y el olor de una serie de paisajes, los paisajes de su infancia. Esta red se construye con una violencia muy concreta, con una candente agitación que proporciona silueta a los poemas, que los convierte en imágenes del pasado que refulgen con fuerza en el presente.
Es una suerte que La Bella Varsovia haya decidido apostar por una traducción al castellano del libro que ahora es Fuegos, y es también importante que dicha traducción haya sido llevada a cabo por el propio autor, quien así preserva la esencia de ese palacio de llamas que brotan. Pese a ello, y pese a que los olores siguen siendo los mismos —el libro de Ismael Ramos apela a la hierba, a la cocina de leña, a las manos gastadas del campo—, Fuegos es un libro que matiza a Lumes en el sentido de que lo abre geográficamente: las palabras cambian, la lengua vuelve a performar y es entonces el lector quien proporciona color a esas imágenes de la infancia. En mi caso concreto, el libro permanece igual: Ismael Ramos y yo nacimos el mismo año, 1994, en la misma costa, la Atlántica, apenas a 100 kilómetros de distancia.
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Mi abuela trabaja la masa con sus manos enharinadas, la harina esconde por un momento los rastros del tiempo. Mi padre se agacha y limpia de la tierra las malas hierbas, una a una, con unos guantes cubriendo sus manos. Mi abuelo se sube a un pequeño taburete y coloca uno a uno los bloques de cemento, empastándolos con una pequeña pala. Nos sentamos para comer, mi abuelo abre el grifo y se limpia con fuerza los restos de cemento de las manos; mi padre se saca los guantes y los apoya en la encimera; mi abuela aclara la harina de sus dedos y recupera los signos del paso del tiempo. Comemos, nos miramos los unos a los otros. Hablamos despacio, como si la comida fuese a durar para siempre.
canto II: un hombre de familia
descubrir en la ducha, por la mañana, un moratón
Fuegos trabaja desde la genealogía familiar, desde la descomposición de los hilos que conectan a las distintas generaciones. Ismael Ramos opera con calma en este sentido, dejando que sea el propio relato el que haga aparecer a cada uno de los miembros de su red afectiva; es a través del diálogo entre su memoria y sus seres queridos, del cruce entre los pájaros y la sangre, como el árbol de distancias y proximidades comienza a dibujarse. Doliente en el interior de su retrato, el propio autor estudia el proceso de solidificación de los roles de género: primero una luz distante, después una presión en el pecho. Se contrapone entonces la libertad infantil de los espacios con el yugo sociocultural que circunda al concepto de la masculinidad.
La relación con el padre se convierte, pues, en la más conflictuante para la voz poética, mientras por otro lado se refuerza una cadena afectiva de sororidad silenciosa, un pacto íntimo que desvela al matriarcado como la columna vertebral de una sociedad rural eminentemente masculina en las periferias de su definición. En medio de estos dos campos relacionales, el autor inscribe su identidad en un lugar de ambigüedad, desechando quizá lo categórico y proponiendo, una vez más, una mano tendida hacia cada lado. En Fuegos late, en cualquier caso, un rayo último de esperanza: el texto se transforma constantemente, mudable en los accidentes morfológicos sucedidos en el centro de una lengua dispuesta a temblar. Y piensa Ismael Ramos, entonces, que si la lengua tiembla el mundo también lo hará.
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La lengua de un hombre debe ser fuerte, granítica, debe ser la representación dialéctica de las manos de mi abuelo, de los surcos de los ríos. El tacto de las manos de un hombre debe ser sólido, la mirada indescifrable; el cariño a la familia debe venir por la vía de la protección. El hombre es la guarida, el perfil rocoso de las cuevas, el hombre es el pulso que no tiembla, el brazo que tuerce el cuello del animal, el pecho que acoge, la espalda que sufre los golpes. El hombre es un mundo que se derriba haciendo arder cada una de las letras de la palabra que lo nombra.
canto III: el baile que aprendimos
si yo miro, el gesto es cotidiano
La memoria funciona de manera irregular, como una película gastada que oculta partes del encuadre, nuevas oscuridades que habitan el pasado y desplazan la luz a otros lugares; la memoria salva en charcos algunos momentos felices vividos hace tiempo. Cruzo el parque con mis abuelos cogiéndome cada uno de una mano, no sé de qué hablamos, conozco sin embargo la textura exacta de cada uno de sus dedos, entonces no soy consciente de la juventud de mis abuelos, de lo rápido que pueden caminar todavía, de lo lejos que está para ellos la muerte. Estoy enfermo y mi madre viene a mi habitación, posa su mano sobre mi frente, sube con cuidado la colcha y me tapa como los joyeros guardan los zafiros en terciopelo.
Un día de verano fotografío a mis padres mientras mi hermana corre alrededor; unas horas más tarde los cuatro avanzamos por las calles de Braga vestidos de piscina: nos bañamos en el tejado de un hotel. Mi padre juega conmigo al fútbol sobre la arena, mi abuelo me acompaña a jugar con los niños en el parque para que no tenga miedo. Un día de nochebuena, mis cuatro abuelos sentados como apóstoles me escuchan hablar con una sonrisa dibujada, no aguanto esta excitación al verlos orgullosos de mí, no quiero que se mueran nunca, son mi sangre, son el alimento sagrado de Dios.
Aplasto los recuerdos que he salvado del fuego y la oscuridad y resumo mi vida en un instante presente: cada vez más cosas se agolpan, cada vez me cuesta más otorgar relevancia a los rostros por miedo a olvidar el amor que he sentido. Guardo espacios a personas que ya no están, en un luto eterno veo cómo zonas de mi vida pausan la danza y sigo, en la quietud, bailando en un recuerdo extraño que todo lo entrelaza. He sido víctima del miedo, ahora guardo con cariño su herencia.
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Autor: Ismael Ramos. Traductor: Ismael Ramos. Título: Fuegos. Editorial: La Bella Varsovia. Venta: Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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