Leonardo da Vinci, Un recuerdo de infancia (Navona People), es una obra de Sigmund Freud escrita en 1910. Se trata de la aplicación de los métodos del psicoanálisis clínico al estudio biográfico de personajes históricos. Este trabajo sobre Leonardo fue la última incursión a gran escala de Freud en el campo de la biografía.
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I
La investigación médica del alma, que por lo común se contenta con tomar las flaquezas humanas como material de estudio, cuando se aplica a una de las grandes figuras de la humanidad no lo hace por las razones que con frecuencia le imputan los profanos. No aspira a «oscurecer lo radiante / ni a mancillar lo sublime»; y no le causa ninguna satisfacción acortar la distancia entre aquella perfección y la deficiencia de su objeto de estudio habitual. Pero no puede hacer otra cosa que buscar aquello digno de comprensión que ofrecen estos ilustres modelos, y opina que no existe nadie tan magnífico que deba avergonzarse de estar sujeto a las leyes que gobiernan con la misma severidad tanto el comportamiento normal como el patológico.
Leonardo da Vinci (1452-1519) fue considerado uno de los grandes hombres del Renacimiento italiano por sus contemporáneos, aunque para ellos ya resultó enigmático, al igual que todavía lo es para nosotros. Un genio universal «cuyo perfil solo puede adivinarse, pero nunca definirse», que en la época ejerció su influencia más decisiva como pintor. Solo hoy reconocemos la grandeza del físico [e ingeniero] que en él convivía con el artista. A pesar de que legó obras maestras de la pintura, mientras que sus descubrimientos científicos quedaron sin publicar y sin aprovechar, el investigador que había en él nunca acabó de dar rienda suelta al artista, incluso le perjudicó a menudo y tal vez acabara oprimiéndolo. En las últimas horas de su vida, según las palabras que Vasari pone en su boca, se reprochó a sí mismo el haber ofendido a Dios y a los hombres por no haber cumplido con su deber artístico.4 Y aunque la historia de Vasari no sea verosímil por su forma ni por su contenido, sino que constituye parte de la leyenda que comenzó a formarse alrededor del misterioso maestro cuando todavía estaba en vida, perdura como un testimonio de incontestable valor sobre la opinión que de él tenían las gentes de aquellos tiempos.
¿Qué era lo que hacía incomprensible la personalidad de Leonardo a sus contemporáneos? Está claro que no era la versatilidad de sus talentos y la pluralidad de sus conocimientos, que le autorizaban a presentarse en la corte de Lodovico Sforza, conocido como Il Moro, tañendo un laúd de su propia invención, o a escribirle una carta memorable en la que alardeaba de sus logros como arquitecto e ingeniero militar. En la época del Renacimiento estaban acostumbrados a esa combinación de variadas capacidades en una sola persona; sin embargo, Leonardo constituye uno de los ejemplos más brillantes de ello. Tampoco formaba parte del tipo de genios de aspecto poco agraciado por la naturaleza que no dan ningún valor a las formas sociales y que rehúyen a la gente con espíritu apesadumbrado. Al contrario, era alto y de proporciones armónicas; tenía un rostro de belleza perfecta y una fuerza corporal inusual; de modales encantadores, era un maestro de la elocuencia, alegre y amable con todo el mundo. También amaba la belleza de las cosas que lo rodeaban, vestía ropas suntuosas y apreciaba el refinamiento en la forma de vida. En uno de los pasajes del Tratado de la pintura más reveladores sobre su serena disposición al deleite, considera la pintura como su hermana artística y describe las penalidades del trabajo del escultor: «Tiene la cara sucia y llena de polvo del mármol, lo que le da un aspecto de panadero. Está cubierto de fragmentos de mármol como si hubiera nevado sobre su espalda y su casa, repleta de pedazos de piedra y polvo. El caso del pintor es todo lo contrario…; está sentado cómodamente frente a su obra, bien vestido, y menea el ligero pincel untado en colores amenos. Viste las ropas que le gustan. Su casa está atestada de cuadros deliciosos y reluce de limpia. A menudo le hacen compañía músicos o gente que le lee variadas y bellas obras que escucha con gran placer sin el retumbo del martillo u otros ruidos».
Es muy probable que esta imagen de un Leonardo radiante de felicidad y amante del placer solo corresponda al primer, y más largo, periodo de la vida del artista. Después, cuando la decadencia del poder de Lodovico el Moro lo forzó a abandonar Milán, su círculo de influencias y su consolidada posición, se vio obligado a llevar una vida insegura y menos rica en éxitos sociales, hasta hallar su último refugio en Francia. Desde entonces el esplendor de su carácter debió de apagarse y algunos rasgos extraños de su manera de ser cobraron relevancia. También la creciente suplantación, con los años, de sus intereses artísticos por sus inquietudes científicas debió de contribuir a aumentar el abismo entre su persona y sus contemporáneos. Todos los experimentos, con los que en opinión de sus coetáneos no hacía más que perder el tiempo en vez de dedicarse diligentemente a pintar por encargo y a enriquecerse, como su antiguo alumno Perugino, les parecían sandeces estrafalarias o incluso lo hacían sospechoso de estar al servicio de la «magia negra». En este sentido, entendemos mejor las artes que practicaba por lo que sabemos a partir de sus anotaciones. En una época en que la autoridad de la Iglesia comenzaba a ser sustituida por la de los antiguos, pero que todavía desconocía la investigación más allá de los prejuicios —él fue el precursor, y un rival digno de Bacon y Copérnico—, Leonardo tenía que quedar marginado necesariamente. Cuando diseccionaba cadáveres de caballos o humanos, construía aparatos voladores o estudiaba la nutrición de las plantas y su reacción ante los venenos, era evidente que se distanciaba sobremanera de los comentadores de Aristóteles y se acercaba a los alquimistas, a los que se despreciaba pero en cuyos laboratorios la investigación experimental encontró amparo durante esa época desfavorable.
Progresivamente, todo eso llevó a que cogiera el pincel con desgana, a que pintara cada vez menos, a que la mayoría de los cuadros empezados quedaran inconclusos y a que no se preocupara demasiado por el destino de sus obras. Y eso era también lo que le reprochaban sus contemporáneos, para quienes su relación con el arte era un enigma.
Algunos de los admiradores posteriores de Leonardo han intentado borrar de su carácter esta mancha de inconstancia. En su defensa alegan que aquello que se critica de Leonardo en realidad es un rasgo característico de los grandes artistas. También el enérgico Miguel Ángel, que estaba obsesionado con el trabajo, dejó muchas de sus obras inacabadas y tuvo tan poca culpa de ello como Leonardo. Es más, en el caso de algunos cuadros, no se trata tanto de que quedaran inacabados como de que él los considerara así. Lo que para los profanos parece una obra maestra, para el creador de la obra de arte no es más que una materialización insatisfactoria de sus intenciones; él tiene una idea de perfección que le lleva a desesperarse cada vez que la intenta plasmar en una imagen. Lo de menos, dicen, es que el artista se haga responsable del destino final de sus obras.
Por muy convincentes que puedan resultar estas disculpas, no logran explicar el comportamiento que encontramos en Leonardo. La calamitosa lucha con la obra, la huida de ella y la indiferencia ante su destino ulterior pueden darse en otros muchos artistas; pero Leonardo, es cierto, mostraba esta actitud en grado sumo. Solmi refiere la opinión de uno de sus discípulos:
Pareva che ad ogni ora tremasse, quando si poneva a
dipingere, e però non diede mai fine ad alcuna cosa cominciata, considerando la grandezza dell’arte, tal che egli scorgeva errori in quelle cose che ad altri parevano miracoli.
Sus últimos cuadros —Leda, La Madona di Sant’ Onofrio, Bacco y San Giovanni Battista giovane— quedaron inconclusos «come quasi intervenne di tute le cose sue» («como ocurre con casi todas sus cosas»). Lomazzo,8 que pintó una copia de La última cena, hace referencia en un soneto a la conocida incapacidad de Leonardo para terminar un cuadro:
Protogen che il penel di sue Pitture Non levava, agguaglio il Vinci Divo, Di cui opra non è finita pure.
La lentitud con que trabajaba Leonardo era proverbial. Empleó tres años en pintar La última cena en el convento de Santa Maria delle Grazie de Milán, después de escrupulosos estudios preliminares. Un contemporáneo, el novelista Matteo Bandelli, que por aquel entonces era un joven monje del convento, cuenta que Leonardo acostumbraba a subirse al andamio muy temprano y que no soltaba el pincel hasta el anochecer, sin pensar en comer ni beber. Pero después pasaban días sin que lo tocara. A veces permanecía horas frente a la obra y se contentaba con examinarla en su fuero interno; otras, iba directo al convento desde el patio del castillo milanés, donde modelaba la estatua ecuestre de Francesco Sforza, para dar un par de pinceladas a una figura, interrumpiéndose luego al instante. En el retrato de Mona Lisa, esposa del florentino Francesco del Giocondo, según Vasari, trabajó durante cuatro años sin darlo por terminado, y el cuadro nunca fue entregado a quien lo encargó sino que quedó en manos de Leonardo, que se lo llevó consigo a Francia. Adquirido por el rey Francisco I, hoy constituye uno de los tesoros más preciados del Louvre.
Si a estas noticias sobre su manera de trabajar añadimos el extraordinario y profuso testimonio de sus propios bocetos y estudios —infinitas variaciones de los motivos de sus cuadros—, hay que descartar el mínimo rasgo de negligencia o inconstancia en la actitud de Leonardo respecto de su obra. Se observa, al contrario, una profundidad extraordinaria, una gran variedad de posibilidades entre las que solo puede elegir vacilante, exigencias de difícil cumplimiento y una inhibición en la ejecución que, en realidad, no se explica por el inevitable fracaso del artista respecto a sus propósitos ideales. La lentitud de Leonardo al trabajar, en la que todos repararon, se presenta como un síntoma de esta inhibición, como el presagio de su posterior abandono de la pintura. También esta determinó el destino final de La última cena, un destino que no fue inmerecido. Leonardo no podía ser amigo de la pintura al fresco, que exige un trabajo veloz mientras el fondo todavía está húmedo; por eso se decantó por la pintura al óleo, cuya manera de secarse le permitía dilatar la finalización del cuadro en función de su estado de ánimo y las conveniencias. Pero las pinturas se desprendieron del fondo sobre el que se aplicaron, que las separaba de la pared; los defectos de esta y los usos del recinto fueron un factor decisivo del deterioro, al parecer inevitable, de la obra.
El fracaso de un experimento técnico similar se supone que es la causa del estropicio de La batalla de Anghiari, que empezó a pintar después —compitiendo con Miguel Ángel— en una pared de la Sala del Consiglio en Florencia y que también abandonó sin acabar. Es como si un interés ajeno, el del experimentador, hubiera reforzado lo artístico en un primer momento para después perjudicar a la obra.
El carácter de Leonardo mostraba también otros rasgos inusuales y contradicciones aparentes. Resultaba obvia en él cierta inactividad e indiferencia. En una época en que cualquier individuo pretendía conquistar el mayor espacio posible para su actividad —inasequible sin el despliegue de una enérgica agresividad contra los demás—, él destacaba por su carácter pacífico, por su renuncia a cualquier rivalidad y controversia. Era apacible y bondadoso con todo el mundo; y, según dicen, se negaba a comer carne porque consideraba injusto privar a los animales de sus vidas, y disfrutaba en especial comprando pájaros en el mercado y dejándolos en libertad. Condenaba la guerra y el derramamiento de sangre y describía al hombre no como el rey del mundo animal sino como la más temible de las bestias salvajes. Pero esta femenina delicadeza de sus sentimientos no le impedía acompañar a los condenados hasta el patíbulo para estudiar sus rostros desfigurados por el miedo y esbozarlos en su cuaderno, ni tampoco concebir las armas de ataque más crueles y servir como ingeniero militar a Cesare Borgia. A menudo parecía indiferente ante el bien y el mal o exigía que se le midiera con un rasero especial. Ocupó un puesto decisivo en la campaña que llevó al Cesare, el más despiadado y pérfido de los adversarios, a conquistar la Romaña. Ni una línea de las anotaciones de Leonardo revela crítica o preocupación respecto a tales sucesos. La comparación con Goethe durante la campaña de Francia no parece desacertada.
Si un estudio biográfico pretende comprender realmente la vida anímica de su héroe no debe guardar silencio, como sucede en la mayoría de las biografías, ya sea por discreción o por pudor, sobre la actividad o elección sexual del sujeto investigado. Lo que se sabe sobre Leonardo en este sentido es poco, pero este poco resulta significativo. En una época que presenció la lucha entre una sensualidad desenfrenada y un sombrío ascetismo, Leonardo era un ejemplo de fría declinación (Ablehnung) de la sexualidad, contra lo que se esperaría de un artista e intérprete de la belleza femenina. Solmi16 cita la siguiente frase de él, que evidencia su frigidez:
El acto sexual y todo lo que se relaciona con este resulta
tan repugnante que la humanidad se extinguiría en breve
si no constituyera una antigua costumbre establecida y no
quedaran rostros bonitos y temperamentos sensuales.
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Autor: Sigmund Freud. Título: Leonardo da Vinci, Un recuerdo de infancia. Editorial: Navona. Venta: Fnac
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