Leonora Carrington exploró dos mundos completamente distintos pero paralelos: el de la pintura, los dibujos, la escultura y los objetos, y el de los cuentos, las obras de teatro y la poesía. En ambos mundos hay una corriente secreta que los une, unos vasos comunicantes que se abren a un universo imaginario extraordinario y fantástico que definió su manera de entender el mundo y en el que se dio una libertad absoluta para explorar una serie de temas que la fascinaban: la sexualidad, el cuerpo y los animales, y la relación entre su propio cuerpo en esos animales. Esto es lo que nutre los relatos del volumen Leonora Carrington: Cuentos completos, que el Fondo de Cultura Económica acaba de publicar, y en el que se incluyen, además de sus relatos aparecidos en los volúmenes La casa del miedo y El séptimo caballo, tres cuentos inéditos: «El camello de arena», «El vuelo de Mr. Gregory» y «Jemima y el Lobo”. Como ha dicho Gabriel Weisz, hijo de la artista nacida en el Reino Unido en 1917 y fallecida en México en 2011, se trata de una colección apasionante para los aficionados a los mundos fantásticos, donde lo cotidiano se trastoca y de pronto aparecen pasteles rellenos de colibríes o hienas hediondas sentadas a la mesa. En sentido estricto, se trata de cuentos para soñar despiertos.
LIBROS DE TEXTO GRATUITOS, NO TRABAJO GRATUITO
Marx Arriaga, director del área de Materiales Educativos de la Secretaría de Educación Pública (SEP), es un caradura. Extitular de la Dirección General de Bibliotecas Públicas, de donde salió en 2019, cuando trabajadores del Sindicato Nacional Democrático de la Secretaría de Cultura (SNDTSC) tomaron la Biblioteca México y la Biblioteca Vasconcelos acusando a su gestión de anomalías por hostigamiento laboral, este funcionario convocó hace un par de semanas a los ilustradores y artistas de todo el país que quisieran participar en el rediseño de los libros de texto gratuitos que entrega la SEP a los chavos que cursan la educación primaria. La cuestión es que el susodicho Marx reconoció que no habría un pago en efectivo por dicho trabajo para evitar, aseguró, “malos entendidos”, pues en este momento hay en curso campañas electorales en México. No sabemos qué tendrá qué ver una cosa con la otra, pero el ambiente en México está tan enrarecido que todos ven por doquier moros con tranchete. Lo cierto es que tras el anuncio marxiano diversos colectivos de artistas, diseñadores e ilustradores, lógicamente, se sintieron ofendidos ante semejante descaro y organizaron una serie de boicots a la convocatoria a modo de protesta, saturando el correo electrónico al que había que enviar las obras con los peores dibujos que cada quien pudo aportar, y subieron a sus cuentas de Twitter las mejores imágenes para escarnio de los abusones convocantes, entre ellas ilustraciones con faltas de ortografía y famosos memes, convertidos así en portadas de diferentes libros. Todo gratis, faltaba más. Sin embargo, el señor Arriaga quiso salir al paso y tuvo el empacho de declarar que los ilustradores debían “sentirse emocionados, porque estamos cambiando el país en un asunto tan delicado como los libros de texto gratuitos”. “Hoy es el momento”, declaró, “de apoderarse de los espacios que poseían unos cuantos; ojalá las visiones, las ambiciones de algunos no cierren esta gran oportunidad”. Y se quedó tan pancho. Como recordó mi colega José Luis Martínez, hace cien años, para la creación de la SEP, José Vasconcelos se rodeó de los mejores escritores y artistas para engrosar la nómina de funcionarios de primer nivel de esa institución, y nunca se conformó con “medianías” ni escatimó recursos en su cruzada educativa. Más tarde, el poeta Jaime Torres Bodet, como secretario de Educación, creó en 1959 la Comisión Nacional de Libros de Texto Gratuitos, convocando a reconocidos profesionales para escribir e ilustrar aquellas obras destinadas a los niños, de acuerdo con un proyecto educativo que hasta hoy ha permitido ofrecer una educación gratuita a millones de mexicanos, asumiendo el Estado los gastos necesarios para ello, como el pago de la producción editorial en todos sus rubros. Porque si es loable que la educación sea gratuita, no lo es que la producción de libros tenga también que serlo, cosa que seguramente ha confundido al señor Arriaga, protegido de la primera dama, Beatriz Gutiérrez Müller, quien debería aconsejarle a su pupilo que estas cosas no se hacen. Que cuesta mucho esfuerzo labrarse una carrera (de diseñador, por ejemplo) y que el trabajo se paga o no se encarga. Y si el encargo es para imaginar políticas abusivas como esta, que dejen de pagarle a Marx Arriaga y se vaya a su casa. Porque así ni gratis.
JAVIER MOLINA, DEL PERIODISMO Y LA POESÍA
Veía el tiempo disperso entre las sábanas en sitios alfombrados con su piel y sus lágrimas, mientras unos muslos cantaban al ritmo de sus ojos una canción cálida y sencilla donde la muerte de todos los relojes era el canto de verano de ríos y colinas entrando a las ciudades más altas. Había nacido en San Cristóbal de las Casas, Chiapas, en noviembre de 1942, y hace dos semanas, el domingo 28 de marzo, falleció en su ciudad natal a la edad de 78 años. Era poeta y periodista. Para escribir sus poemas, vivía instalado en los paraísos artificiales, zambulléndose en lagos de alcohol y flotando en nubes de mariguana. Para escribir periodismo, usaba pequeñas libretas en las que lo anotaba todo en taquigrafía, y jamás usó una grabadora. Era tierno y tímido, parco en palabras y de convicciones firmes. Reía como una ardilla en la cima de un árbol lanzando nueces a los osos. Fue uno de los protagonistas del movimiento estudiantil de 1968 como representante ante el Consejo Nacional de Huelga y compartió activismo con el infra José Vicente Anaya en la Brigada Marilyn Monroe, que mezclaba lo lúdico y la poesía con el discurso político. En los años 70 fue miembro fundador del diario unomásuno y en los 80 del diario La Jornada. Hasta que a mediados de los 90 se cansó de la Ciudad de México y se marchó a su pueblo. Quienes ahí lo encontraron cuentan que vivía muy pobremente en una casa vieja, con un patio y un pozo seco, en el barrio de La Merced, junto a su mamá; que su dormitorio era minimalista, casi miserable y solo había algunos libros, comida vieja, botellas y ceniceros repletos. Pero era reconocido como un ícono por las nuevas generaciones, y en las calles del pueblo, al verlo pasar, decían: “Miren, ahí va el poeta”. Para él, la poesía era emoción, sentimiento y una voz personal que se comparte; la forma propia de decir lo que a uno le llama la atención, le emociona o le indigna. Bajo esas premisas, publicó los poemarios Bajo la lluvia (1974), Para hacer plática (1978), Muestrario (1984) y La luz se rebela (2003). Es cierto, como han dicho las necrológicas, que mucho tiempo le negaron su lugar entre los poetas chiapanecos: Jaime Sabines, Juan Bañuelos, Óscar Oliva, Eraclio Zepeda, Joaquín Vázquez Aguilar. Pero al final, Javier Molina, ya está en ese Olimpo. Hasta la vista, querido amigo.
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