Retratar a un vagabundo, a un indigente, sin sentimentalismo, es uno de los asuntos más peliagudos que se le pueden plantear a un cineasta. Mucho más próximos a esos seres despiadados que nos presenta en sus autoficciones Jean Genet, que a Diógenes de Sinope —también llamado El perro, el filósofo griego de la escuela cínica—, de quien se dice habitaba en un tonel, buscaba con un farol, y a plena luz del día, a hombres honestos, e, invitado por Alejandro Magno a pedirle lo que quisiera, se limitó a rogarle que se apartase porque le estaba ocultando los rayos del sol.
De modo que la visión de los sin techo ni ley, sin pantalla por medio, en la vida real, ya incomoda al común del paisanaje en las calles de cualquier ciudad. Es más, así, repentinamente, plantean todo un problema ético a quien se encuentra con ellos en la vía pública: aunque suele ser consciente de estar obrando mal, prefiere cruzar a la otra acera sin mirarlos. Pesa más el miedo que le inspiran, el hedor que emana de ellos o, sencillamente, las incomodidades que sus desvaríos les puedan provocar. Y no son sólo aquellos angustiados porque estos infelices les pidan dinero, o se lo roben sin más. Incluso las célebres mayorías sociales, cuando van de uno en uno, por la calle, se olvidan de esa bondad infinita de los pobres y evitan cruzarse en las aceras con indigentes. En fin, que tiene tela hacer una película protagonizada por gente así.
A mi juicio, Léos Carax, especialmente el Léos Carax de Los amantes del Pont-Neuf (1991), es uno de los pocos realizadores que han entrado de lleno en el meollo de la cuestión. Diré más: retratando ese submundo de los sin techo, cuya sola visión repele a la mayoría de las miradas, tanto o más que el plano de la cuchilla rasgando un ojo en Un perro andaluz (1929), de don Luis Buñuel, contó una verdadera historia de amor. Su rodaje fue todo lo azaroso que cabía esperar en una producción de sus características. Primero, Denis Lavant, su protagonista, se rompió un pulgar durante la filmación y ésta se vio limitada a los planos estáticos —los que menos— durante todo un mes. Después se vino abajo el decorado del Pont-Neuf. El original, aunque conocido como el Puente Nuevo, paradójicamente es el más antiguo de París y los responsables municipales impidieron a Carax emplazar su cámara en él. Total, que la filmación acarreó la ruina de tres productores. Pudo llevarse a buen fin por una suscripción de cinéfilos y cineastas que llegó a contar con el apoyo de Jack Lange, en aquellos días ministro de cultura francés. Gracias a sus elogios del cine anterior de Carax, Christian Fechner —uno de los productores más comerciales del cine galo de entonces— corrió con la financiación final del filme.
Concebida —no podía ser de otra manera— para el circuito de la versión original, la cinta trascendió a las pantallas comerciales y ha quedado como uno de los grandes éxitos en la cartelera internacional de los años 90. Sin embargo, Los amantes del Pont-Neuf es la película que mejor nos ha mostrado la brutalidad de la vida de quienes no tienen techo ni ley, radicalmente opuesta a ese sentimiento fácil, esa sensiblería barata —y por eso precisamente superficial—, que tuvo uno de sus mayores enemigos en don Luis Buñuel y una de las máximas expresiones en el Charlot de Chaplin.
Uno de los iconos mediáticos de mi juventud fue Jon Manteca, un punki vagabundo que, el 23 de enero de 1987, mientras mendigaba en las confluencias de la Gran Vía y la calle de Alcalá, coincidió con una de las numerosas manifestaciones estudiantiles que en aquellos días protestaban contra la gestión del socialista José María Maravall. Sin pensárselo dos veces, el Cojo Manteca —aún faltaba mucho para que la corrección política llegase al lenguaje— cogió su muleta y, al socaire de la revuelta, la emprendió contra el mobiliario urbano. Sus imágenes rompiendo los luminosos de la boca del metro de Banco de España dieron la vuelta al mundo: llegó a ser portada en el Herald Tribune. Aquella vez hubo tiros, uno de los cuales hirió a una estudiante de quince años. Pero la historia del Manteca era aún más triste. En 1983 había perdido una pierna al encaramarse a un cable de alta tensión. Los manifestantes no daban crédito ante la velocidad que era capaz de desarrollar, valiéndose de su muleta, para correr junto a ellos delante de la policía. Quizás por eso, sus compañeros en las noches al raso, le robaron la muleta. Ése es el lirismo de la vida a la intemperie —hacer todo el daño posible a todo el que se puede—, y no esos sentimentalismos sobre los vagabundos, de los que nos tienen ahítos los poetas cursis y con sordina.
Alex —Denis Lavant, uno de los actores más representativos de Carax— escupía fuego bajo las carpas de los circos antes de que su alcoholismo le dejase en la calle, viviendo en el Puente Nuevo de París, donde nos lo presenta nuestro realizador. Michèle Stalens —Juliette Binoche, en uno de los grandes personajes de su filmografía— es una pintora que está perdiendo la vista. Viene, además, de un fracaso sentimental cuando conoce a Alex, y entre los dos viven una de las grandes historias de amor mostradas por la pantalla finisecular. Todo ello bajo las luces de artificio con las que la ciudad conmemora el bicentenario de la Revolución Francesa y las orquestas animan sus calles.
Empero, Los amantes de Pont-Neuf también es una crónica, veraz como el cinéma vérité, de la autodestrucción de una pareja: amour fou total. Hay en ella una secuencia que nos traslada a una noche en la que Alex está borracho como una cuba. Seguramente tanto como todas las demás. Pero el caso es que esta curda la duerme en medio de la calzada. Un autobús le pasa por encima de una pierna. Es una imagen sobrecogedora. Supongo que tanto como el momento en que el Manteca perdió la suya en semejantes circunstancias. Cosas así son las que hacen de Carax un heterodoxo en el cine de nuestro tiempo, el más extremista del Nuevo Extremismo francés, aquellos nuevos bárbaros del cine galo de comienzos de siglo.
Hacemos de Una carroña (1857), acaso la más célebre de las flores del mal de Baudelaire, el paradigma de la poesía maldita por el carácter de su inspiración. La lírica al uso —la bendita—, poco más o menos, aún se debatía en la belleza de la novia de quien escribía los versos. Si la muchacha era rubia tenía los cabellos de oro. Las metáforas, aproximadamente, aún estaban en esas simplezas, que hoy nos parecen casi perogrulladas, cuando llegó el príncipe de los poetas malditos —amén de alucinado como tantos grandes del siglo XX, amén de heterodoxo ejemplar—. En un paseo con aquella que le inspira, les salen al paso los restos, ya putrefactos, de un perro muerto. Y Baudelaire asegura a aquella que le prenda que la seguirá amando cuando de ella no quede más que una inmundicia como la carroña del perro. Acusado por ultraje a la moral en 1857, Baudelaire se vio obligado a suprimir varios poemas de la siguiente edición de Las flores del mal.
En la Francia de fin del siglo XX ya no se prohibían obras de creación artística o literaria por ultraje a la moral. Pero el escándalo que provocó en algunos sectores de la crítica el estreno de Los amantes del Pont-Neuf debió de ser semejante al de la publicación de Las flores del mal. Que determinada prensa se escandalizase entró dentro de lo normal. Lo chocante fue que también lo hiciera Gérard Depardieu. Protagonista de cintas tan repelentes como Los rompepelotas (Bertrand Blier, 1974), fue toda una sorpresa verle convertido en el abanderado de la legión contraria a Los amantes del Pont-Neuf. A la postre, no sirvió de nada, y la cinta más extremista de Carax es una de las películas francesas más premiadas de los años 90, tanto dentro como fuera del país. Eso, junto al interés que despertó en el público su lógico y deliberado feísmo, fue una sorpresa de verdad.
Hijo de periodistas —su madre, estadounidense afincada en Francia, publicó durante muchos años críticas de cine en la versión internacional del New York Times— hubo en el joven Carax —nacido en Suresnes, en 1960, con el nombre de Alex Christophe Dupont— algo que también tenían, a este lado de los Pirineos, los integrantes de otro delirio de mi juventud —la llamada «novela urbana»—, que llevaba a sus cultivadores a querer parecer más malos de lo que en verdad eran. El futuro cineasta decía haber aprendido música —esto es, rock— habiendo robado discos por encargo para sus compañeros. Yo tengo por más cierto el origen de su pasión cinematográfica: desde que vio por primera vez una imagen de Marilyn Monroe en una proyección, descubrió que no había nada en el mundo que le gustase más que filmar a mujeres.
Ya estudiante en la Sorbona Nueva, publicó sus primeras colaboraciones en la legendaria Cahiers du Cinéma. Acólito tardío, pero acólito al cabo de la Nouvelle Vague —el gran Godard y el gran Rivette siempre contaron entre los principales valedores del nuevo extremista—, en 1984, tras los cortometrajes de rigor, Carax destacó con su primer largo como uno de los realizadores más dotados de la lírica urbana del nuevo cine francés de aquella sazón. El título de aquel primer cortometraje aludía a la primera premisa de un buen guión: Chico conoce chica. Fue el primero de sus amores locos y su primera colaboración con Lavant, quien incorporaba a Alex, un tipo que busca inspiración para sus textos en las parejas de novios a los que espía al caer la noche. Hasta que descubre a una muchacha sola que le aboca a un trágico final. Después llegó Mala sangre (1986), su primera colaboración con Juliette Binoche, por aquellos días compañera sentimental de Carax. El segundo largometraje del cineasta se encontraba a medio camino entre el thriller y la ciencia ficción: abordaba el robo de una vacuna para una enfermedad que sólo afecta a la gente que copula sin amor.
Pese al insospechado éxito de Los amantes del Pont-Neuf, tuvieron que pasar nueve años antes del estreno de Pola X (1999), un nuevo largometraje de Carax. Su asunto versaba sobre un escritor que se deja llevar por una mujer, que dice ser su hermana desconocida. Pese a la encendida diatriba que Depardieu había dedicado a Léos Carax en el 91, Guillaume Depardieu —el hijo de Gerard— protagonizó Pola X junto a Yekaterina Golubeva y Catherine Deneuve.
Lo más destacado que el nuevo extremista dirigió en los siguientes 13 años fueron algunos videos de Carla Bruni y un fragmento del filme colectivo Tokio (2008), que contó asimismo con la dirección del también francés Michel Gondry y el coreano Bong Joon-ho.
Ya en 2013 llegó Holy Motors, la obra maestra de Léos Carax, la cima de sus colaboraciones con Lavant y un plantel internacional de actrices entre quienes contaban Eva Mendes y Kylie Minogue. El asunto volvía a ser extraño: un tipo se desplaza en su limusina, adoptando diferentes personalidades según sea el lugar donde se le espera. Carax seguía siendo un extremista, pero también se había convertido en uno de los realizadores más sugerentes del panorama internacional. Anette (2021) es su última realización hasta la fecha. Tras su estreno, aún reciente habida cuenta de sus largos paréntesis entre sus últimos largometrajes, la crítica y la afición han saludado en Léos Carax a un cineasta genial.
El cojo Manteca, buenos tiempos aquellos para la lírica. Entonces el PSOE disolvía las manifestaciones contra Felipe Gonzalez no con balas de gomas o pelotas de caucho sino con balas de verdad, de las que matan si te alcanzan. Mi padre estuvo en las manifas contra la criminal reconversión de Astilleros que hizo el PSOE y un compañero de mi padre perdió un ojo y otro fue baleado en una pierna.