Los pececillos de plata no sólo se alimentan de libros sino también de discos, consumiendo tanto literatura como música por vía oral, disfrutando del contenido mientras devoran el continente. Por eso no son amantes de espotifais ni emepetreses: para ellos la música en streaming es como cuando en el psiquiátrico nos aseguraban que nos iríamos de viaje pero en vez de en un autobús nos sentaban en las sillas de imaginar (como ya expliqué en Lepisma, pasillo o ventanilla).
Poco después fue cuando me ingresaron en San Humbértigo, y mucho después cuando me dieron de alta. Sin embargo, al volver a casa empecé a creer que el psiquiatra se había precipitado, porque estaba escuchando voces que decían cosas extrañas como Se la llevó el tiburón, no pares, sigue sigue, Si bailas cachete con cachete pechito con pechito y ombligo con ombligo, Follow the leader, leader, leader o Y que no me digan en la esquina el venao, el venao…
Pronto me percaté de lo que había sucedido: durante mi ausencia, Lepisma se había comido toda mi colección de discos, llegando hasta esa recóndita zona donde escondía los álbumes de los que yo mismo me avergonzaba o que ni siquiera sabía cómo habían llegado a mis manos. Escucharla ahora cantando esos estribillos me hizo, por un lado, demostrarme que no estaba enloqueciendo pero, por otro, que se tambaleara una de mis convicciones más arraigadas: que toda la música de antes era mejor que la de ahora.
Me quedo con la música de los 80 y 90; lo de ahora, no tiene magia, alma. Cualquier mediocre o, hasta comemierda, ya puede ser considerado un gran artista en esta era.