No sabían las hermanastras Claire Clairmont y Mary Godwin, ni el futuro marido de ésta, Percy Shelley, tampoco Lord Byron y ni siquiera su médico John William Polidori, que aquella noche de 1816 en la que se retaron a crear la historia más terrorífica jamás concebida, había alguien más en aquella estancia, un insecto que les observaba con atención: se trataba de Hieronymus Saccharina, un pececillo de plata que residía en los anaqueles de la biblioteca de Villa Diodati.
Pero volvamos a 1816, con Hieronymus escuchando cómo esos ingleses que ahora se alojan en su mansión a orillas del lago Leman han organizado una competición que consiste en escribir el relato más pavoroso. Sabe que eso significa que le proporcionarán rico alimento literario en unos pocos días, pero sin embargo ha decidido que esta vez será diferente, esta vez no se alimentará de una obra, esta vez él la va a crear. La idea de una terrorífica novela ronda por su mente, pero necesita a un humano que la escriba por él, y se ha fijado en quien le parece más talentosa de tan curioso grupo: Mary Godwin, que posteriormente adoptará el apellido Shelley. La escritora confesaría que las pesadillas que sufrió esos días serían su inspiración para crear Frankenstein o el moderno Prometeo, pero ni ella sabía que esos sueños no eran tales: cada vez que dormía, Hieronymus le susurraba al oído la historia de un científico que, obsesionado por conocer los secretos del cielo y la tierra, insufla vida a una criatura creada a partir de miembros de cadáveres.
Nunca un insecto había logrado tal hito en la historia de la literatura y eso es algo de lo que Lepisma presumía cada vez que me hablaba de su antepasado. El cómo su familia tuvo que abandonar Villa Diodati y cómo, después de que sus ancestros convivieran con tan ilustres personajes, ella tuviera que conformarse con mi compañía, es algo que aún no me ha explicado porque me temo que no es algo de lo qué presumir.
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