Un anochecer en que yo fingía disfrutar de una copa de absenta y Lepisma Saccharina se embriagaba con las últimas páginas de Etílico, de Carlos Mayoral, comenzamos a divagar sobre lo divino, lo humano y lo insectil. Mi amiga de seis patas me explicó las curiosas creencias de su especie respecto al más allá: cuando llegan al epílogo de sus vidas y sus cuerpos pierden las cualidades argénteas que les dan nombre, los pececillos de plata no creen en ningún túnel que conduzca sus almas hacia un lugar mejor, ya que no conciben un mejor hábitat que el que han disfrutado durante su existencia terrenal: una biblioteca. Creen, por tanto, que van a una época más feliz, concretamente a dos mil doscientosnunca.
—Un año en que, como la empatía será ley natural, no existirá la hipocresía pero tampoco la sinceridad más descarnada, que actúa como insulto aunque pretenda hacerse pasar por virtud; en que no será necesaria la tolerancia, que tiene un componente de estoicismo, ya que de antemano existirá el respeto —Lepisma salmodiaba las bondades de dos mil doscientosnunca como nosotros rezamos el padrenuestro—; un año en que no se tendrá la necesidad de reescribir el pasado, ni por tanto de glorificarlo con soflamas patrioteras ni de denigrarlo a modo de cilicio para conciencias actuales, porque su función será la de ser comprendido en su contexto y extraer enseñanzas para nuestro presente; en que la diversión nunca podrá consistir en torturar seres vivos con la excusa de la tradición o el arte, un año en que…
—Si eso es el paraíso… ¿qué pasa con el infierno? —pregunté para cambiar de tema, ya que aquella letanía me estaba adormilando—. ¿En qué año es vuestro infierno?
—Mil novecientos cuarenta y siempre, y transcurre en el más acá; un infierno cíclico, invocado cada vez que, durante una pandemia, crisis económica o guerra, alguien salta con eso de de esta salimos mejores.
—Cierto, eso nunca sucede: salimos peores o, como mínimo, iguales.
—Exacto.
Se hizo el silencio, sólo interrumpido esporádicamente por el crepitar de la chimenea que iluminaba la estancia sin calentarla. Al fin y al cabo no era más que un video de tres horas que habíamos encontrado en YouTube con el título Hoguera de roble berciano.
—¿Por qué brindamos, Lepisma?
—Por dos mil doscientosnunca
Y tras hacer chocar mi copa con el lomo de su libro, yo apuré mi absenta y ella llegó a la última palabra de su ensayo. Mañana sería otro día. Otro día más en mil novecientos cuarenta y siempre.
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