Se llama Sagrario, aunque en el barrio es conocida por el originalísimo nombre de la loca de los gatos. Poco se conoce de su vida, y a nadie le interesa saber más, puesto que la única manera de definir a una persona en cuatro palabras es no conociéndola en absoluto. Tampoco yo sé si es viuda, soltera o casada, si tiene hijos o si cuidando de la colonia felina que vive en los alrededores de su casa suple algún tipo de carencia afectiva, pero sinceramente lo dudo; no sé si es amante del cine (supongo que sí, porque ha dado el nombre de Potemkin a diversos gatos a lo largo de los años), si canta en la ducha o si, como yo, busca sus gafas por todas partes cuando las lleva puestas. Por eso, no sabiendo nada de ella, me gusta imaginarme cosas: como que su amor es un loco de los perros con el que jamás se podría ir a vivir, por motivos obvios, o que el hecho de que cada vez haya menos vecinos nada tiene que ver con la gentrificación, sino con que los gatos a su cargo estén cada vez más gordos.
Lo único que sé es que es alguien que vive por y para una pasión, que alimenta, cuida y salva vidas a cambio de nada, algo que no hace ninguno de los que la critican. Y además ninguno de los gatos de Sagrario lleva cascabel.
He pensado en ella al ver un gato en el patio; parecía buscar algo hasta que una mariposa ha llamado su atención y se ha marchado colándose entre las rejas que circundan Carfax. Y pese a estar aquí encerrado nunca me había sentido tan cerca suyo: supongo que el hecho de que aquí me llamen el loco de los pececillos de plata algo tendrá que ver.
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