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Lepisma y el ciclismo de salón

Lepisma y el ciclismo de salón

Siempre he sostenido que hay un componente de sadismo en el hecho de ver cómo unos ciclistas sufren hasta la extenuación por finalizar una etapa mientras nosotros, a la hora de la siesta y tumbados en el sofá, luchamos por mantener un ojo abierto y ver quién gana la meta volante de Los Monegros. Un componente de sadismo y también un componente telepático, puesto que cuando a un ciclista le asalta una pájara me da por pensar que coincide con el momento en que pierdo la consciencia y soy abrazado por Morfeo. Cómo y por qué existe esa conexión entre mi persona y un señor que sufre un agotamiento de sus reservas de glucógeno mientras asciende al Alpe d’Huez es un misterio que nunca me he planteado resolver.

Quizás pienses que soy un excéntrico o un loco —hay más gente que piensa eso, por eso estoy ingresado donde estoy— pero en ese caso estoy casi seguro de que tú también. ¿O acaso en una tanda de penaltis nunca has dicho «Páralo, por la gloria de tu madre» a un portero que jamás podrá escucharte? ¿No le gritas «falla, falla» a un jugador que está a punto de lanzar un tiro libre a miles de kilómetros de ti? Posiblemente creemos en esa conexión porque damos por hecho que somos más importantes de lo que somos en realidad; a nadie le gusta sentirse media mota de polvo en el universo, y por eso abundan las teorías conspiranoicas: que si el coronavirus es una patraña para después inocularnos en la vacuna un microchip que nos controle, que si desde un satélite de la NASA nos espían… ¿Pero quién va a querer vigilar tus movimientos, alma de cántaro? ¿Quién va a querer ver cómo vas de casa al trabajo y del trabajo a casa y de vez en cuando te paras en el bar? Lo que quieren de ti es venderte cosas, y eso ya se lo das tú con tu historial de Internet. No, no eres tan especial y tu vida no le interesa a nadie: por eso tú ves a los ciclistas en la tele pero a ellos mientras compiten no les retransmiten tu siesta por el pinganillo.

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