Cuando era pequeño, Papa Noel visitaba nuestro hogar seis veces al año… Miento, un mínimo de doce si contamos que antes de traernos lo que habíamos pedido nos dejaba su catálogo para que eligiéramos.
Y yo quería ser como él, como Nicolás: yo quería trabajar en el Círculo de Lectores.
Creía que aquel señor de amplia sonrisa y frondosa barba blanca había leído todos los libros que conformaban la revista que nos dejaba cada dos meses en casa; para mí era un pozo de sapiencia que repartía píldoras de cultura y entretenimiento en forma de obras literarias entre todos los que conformábamos tan selecto club. Y no sólo eso, también tenía que cargar con el peso de varios ejemplares en un barrio en el que apenas había ascensores, y siempre lo hizo sin perder su característica expresión risueña. Ese esfuerzo físico y mental sin duda debía ser recompensado: Nicolás, como todos los agentes que trabajaban para el Círculo de Lectores, debía cobrar una auténtica fortuna. Porque así era el mundo para mí: creía que ellos, y las empleadas del hogar que pasaban más tiempo en el trabajo que en su propia casa, los barrenderos, aquellas personas que veía cargando carretillas de cemento en la obra, aquellos camareros que tenían una memoria prodigiosa que para mí quisiera… todas estas profesiones y unas cuantas más debían de tener unos sueldos estratosféricos; para mí era lógico, no lo iban a cobrar los asesores o los políticos, que estaban sentados todo el día.
Como veis, ya desde pequeñito me costaba entender cómo funciona este mundo, y eso no ha cambiado: quizás es uno de los motivos por lo que escribo estas líneas desde un psiquiátrico.
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