Aunque ya no fuera obligatorio, el revisor del gas llevaba puesta la mascarilla y por eso no lo reconocí a primera vista.
—Buenos días, venía a hacer la lectura de su consumo, ¿me permite pasar? —y al escucharle supe quién era.
—Sí, sí, claro, adelante —Alfredo entró, preguntándome con un gesto por la ubicación del contador.
No hizo ademán de reconocerme: no era inusual entre quienes nos habíamos conocido en un psiquiátrico que al coincidir en el mundo exterior fingiéramos ni habernos visto, aunque en la estrechez de mi recibidor aquello resultara un tanto ridículo. Yo había sido ingresado en San Humbértigo por creer en la existencia de Lepisma, un pececillo de plata parlante; y Alfredo por un tatuaje y una ruptura amorosa: enamorado hasta las trancas, se había tatuado un microrrelato en la boca para que su novia sorda pudiera leerle los labios. De ese modo, cada mañana al despertar, Eva lo miraba y sabía que el dinosaurio todavía estaba allí. Dinosaurio era como ella se refería cariñosamente a su po…
—…r favor, ¿podría firmarme aquí?—me pidió, evitando mirarme a los ojos para continuar la ficción de que no me había conocido.
Antes de estar con ella, Alfredo había trabajado como lector para una editorial, encargándose de seleccionar los manuscritos que llegaban con la esperanza de ser publicados en tan prestigioso sello. No era el empleo mejor pagado del mundo, pero a él le hacía sentirse importante, una deidad que decidía sobre las ilusiones de centenares de proyectos que pretendían abrirse paso en las librerías atestadas de novedades. Sin embargo, una serie de malas decisiones hicieron que fuera despedido, y cuando en la oficina del paro le preguntaron qué es lo que sabía hacer, su respuesta fue:
—Leer.
Poco después era contratado por la compañía del gas, y en una de sus revisiones la conoció: el flechazo fue inmediato y a los tres meses ya vivían juntos. Tan seguro estaba de haber conocido al amor de su vida, que tomó la decisión de tatuarse los labios. Un año más tarde Eva lo dejaba para irse con un apicultor de Miranda de Ebro, y aquello fue traumático: me refiero al verse obligado a seguir llevando el tatuaje, no tanto al hecho de ser sustituido por un criador de abejas, que resultó ser muy majo y siempre le mandaba un tarro de miel por su cumpleaños. Salir a la calle, o mirarse al espejo con un cuento de Augusto Monterroso en su rostro, era algo que le provocaba tal ansiedad que ingresó voluntariamente en el psiquiátrico donde yo había sido obligado a entrar. Pero de aquello habían pasado años y ahora los dos habíamos recibido el alta, estábamos en el recibidor de mi hogar y yo decidí hablar claramente.
—Alfredo, tío, ya sé que eres tú, y supongo que si llevas mascarilla es para que no se te vea el tatu. En serio, ¿por qué no vas a que te lo borren o disimulen? Hay maneras de hacerlo
—Si ya lo sé, pero… ¿Y si ella decidiera volver?
Eva era para él el dinosaurio que siempre iba a estar allí.
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