A veces, cuando no te decides y te da por escuchar música en modo aleatorio, acontecen combinaciones curiosas: esta mañana, sin ir más lejos, tras oír «Se escapa el tiempo», de Barón Rojo, apareció Manolo García negando la mayor y afirmando que de escaparse nada, que «Nunca el tiempo es perdido».
Siempre creí que el tiempo era algo relativo y caprichoso, y que por eso cuando eras niño, aunque los años durasen diez meses, ya que los medíamos por cursos escolares, ese periodo era como un siglo, mientras que ahora 365 días pasan como un suspiro. Esa creencia se tambaleó, como tantas otras, durante mi estancia en el psiquiátrico de San Humbértigo: allí conocí a Adrián, quien aseguraba poder controlar el tiempo, encogerlo o estirarlo a su antojo, y todo gracias a un chicle del que no se deshacía jamás.
—Cronochicle —le gustaba puntualizar—. Y mascándolo puedo acelerar el paso de los minutos o ralentizarlo; lo que me es imposible es retroceder ni un solo segundo, como tampoco puedo hacer que una goma de mascar recupere su sabor. Cuando me veas hacer un globo, ten en cuenta que, al estallar, el tiempo de una persona al azar habrá acabado para siempre.
Adrián afirmaba, pues, ser el culpable de que los buenos momentos pasen volando mientras que los malos se eternicen como un duelo dirigido por Sergio Leone; es también el responsable de que, antes de que te hayas dado cuenta, tu hijo haya dejado de ser un bebé para nunca volver a serlo; él alarga tus noches de insomnio, retrasa el momento en que el calmante actúa para aliviar tu dolor; él dejó sin tiempo al conejo blanco de Alicia y dirige un ejército de hombres grises.
Adrián es la peor persona que he conocido.
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