Nunca me encontré con pensamientos tan extraños como los que he hallado aquí en Carfax; que vale que sea un psiquiátrico, pero esto no tendría por qué influir en la botánica. Y es que una de las más curiosas e inveteradas costumbres de este lugar es la de hacer creer al paciente recién llegado que va a ser trasladado inmediatamente a la sala de electroshocks ubicada en el sótano; cuando el nuevo huésped se queja, alegando que aún no ha tenido tiempo ni de dejar sus cosas en la habitación, se le agarra de un carrillo con una pinza formada por los dedos pulgar e índice mientras se le dice entre risas:
—Que es bromaaaaaa.
Entonces el equipo médico acompaña al interno al jardín, donde planta un ejemplar de viola x wittrockiana, escribe su nombre en un cartelito adyacente y el momento queda reflejado en un daguerrotipo.
—¿Viola qué? —pregunté cuando me tocó a mí, por lo que quedé inmortalizado en gesto de perenne extrañeza.
—Pensamiento, para entendernos, así es como se conoce también a esta flor.
Nada de esto sería extraño, y por tanto propio de Carfax, si no fuera porque pronto me percaté de que cada planta reflejaba la personalidad de quien lo había plantado: el periodo de floración de la del agorafóbico era inverso al de las demás y sólo extendía sus pétalos cuando el resto se había marchitado y se encontraba sola en el jardín; la flor del depresivo no levantaba nunca cabeza, mientras que la del bipolar era un no parar de desplegar y encoger sus hojas; fue curioso ver cómo el pensamiento del ocupante de la habitación 217 se había transformado en una planta carnívora, pero sobre todo quise hacer ver al doctor Seward lo representativo de que mi planta ni siquiera hubiera llegado a germinar.
—¿Lo ve, doctor? Otra señal de que yo no debería estar aquí ingresado.
—Démosle tiempo al tiempo y también a la naturaleza, querido amigo… ¿Acaso no sigue creyendo que se comunica usted con un pececillo de plata? Y vaya con cuidado: la flor del suicida acaba de lanzarse ante sus pies, procure no pisarla.
Tiempo al tiempo… Más tiempo y acabaré volviéndome loco de estar en este lugar. Y eso que cada mañana, mediante un truco que aprendí viendo La gran evasión, gracias a un agujero en los bolsillos del pantalón arrojo un poquito de sal al lado del cartelito con mi nombre que se halla en el jardín. Que vamos, que sé que no haría falta, que estoy cuerdo y que por tanto mi pensamiento nunca va a nacer en este lugar; sí, que sé que no estoy loco, que yo no debería estar aquí, pero…
por si acaso.
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