Que en el hospital psiquiátrico de Carfax no son amigos de las nuevas tecnologías es algo que me dejaron claro desde el momento de mi ingreso: tras despojarme del móvil, del reloj inteligente y de los auriculares bluetooth, llegaron a extraerme con innecesaria rudeza mis lentillas, proporcionándome a cambio un decimonónico monóculo (por algún extraño motivo me es más fácil escribir estas dos palabras juntas que pronunciarlas).
Pero ello no les pareció suficiente.
Me interrogaron de malos modos, me presionaron de formas aún peores y comenzaron a hurgar con afán en mis orificios corporales en busca de Dios sabe qué. Bueno, quizás Dios no lo sepa, pero yo sí: buscaban un e-reader. Malditos ilusos, dejé de usar ese diabólico invento desde cierta conversación con Lepisma Saccharina que he resumido en las viñetas que acompañan a estas líneas; una conversación que me convirtió en un activista de los derechos de los pececillos de plata y por ende en una persona aún más excluida de la sociedad de lo que ya era.
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