Doriangrei de Thysanuro era un apuesto pececillo de plata: tanto era así que si alguien hiciera el ejercicio de unir el sustantivo insecto con el adjetivo apolíneo, sería la imagen de Doriangrei la que aparecería en su mente. No le faltaban pretendientas, pero, sin necesidad de deshacer por la noche lo que había tejido durante el día, las rechazaba a todas: y no porque estuviera esperando a nadie que regresara a Ítaca, sino porque para él la felicidad consistía en sentirse objeto de deseo: consumarlo o no era algo accesorio.
Se quedó prendado de su invertebrada belleza desde la primera vez que la vio, en los estantes de una biblioteca pública, royendo un ejemplar de La Regenta; segundos más tarde se enamoró también de su carácter. Ella se había percatado de cómo la miraba, pero malinterpretando las señales: creía que era porque tenía hambre y quería también catar la novela de Leopoldo Alas Clarín.
—Venga, va, yo como las páginas pares, y las nones para ti.
Y Doriangrei, que de golpe y porrazo había perdido toda seguridad en sí mismo y, como todo enamorado, comenzaba a darle demasiadas vueltas a las cosas, no es que malinterpretara las señales, es que las vio donde no existían:
«¿Y por qué ha usado la palabra nones en vez de impares? —pensó—. Claro, es una manera subliminal de decirme que nones, que no tengo la menor oportunidad con ella”.
—¿No comes?
—No —y se marchó.
Necesitaba saber más de ella para poder conquistarla, y aunque siempre había sido reticente, se inscribió en todas las redes sociales para averiguar lo que le gustaba, quiénes eran sus amigos, cuáles eran sus rutinas, etc. Como foto de perfil usó el retrato en que salía más favorecido: un retrato que comenzó a cosechar centenares de me gustas y comparticiones, pero que no sirvió para sus objetivos, ya que Lepisma no tenía ningún perfil en página alguna.
Comenzó a descargar sus frustraciones en la red: si ella no respondía a sus mensajes de móvil en menos de cinco minutos desahogaba su impaciencia insultando al político de turno; si no era capaz de expresar sus sentimientos por miedo al rechazo él promovía el boicot a cualquier artista por el motivo más peregrino; si veía a Lepisma hablar con un amigo los celos le hacían proclamar a los cuatro vientos que los aviones estaban fumigando a la población para esterilizarla y de paso para variar el clima; si, para olvidar al objeto de su deseo, tenía relaciones con una de sus pretendientas, luego sentía tal vacío que pasaba horas en Twitter contestando con desprecio a las publicaciones más inocentes. Su incipiente y cada vez más acentuada maldad no se plasmaba en su físico, sino en su foto de perfil: el retrato virtual de Doriangrei era un reflejo de sus actos, y si un día su rostro perdía la simetría, al otro sus ojos se enrojecían y al siguiente padecía una erupción de granos purulentos; y cuanto más abyecto era su avatar, por contraste más prístina era su imagen real.
—Y así hasta hoy —concluyó Lepisma la tarde de junio en que me explicó esta historia—. Él continúa troleando a diestro y siniestro en las redes sociales y su retrato es cada vez más pavoroso.
—Y si nunca se atrevió a dar el paso y a hablarte, ¿cómo sabes todo esto?
—Pues porque él me gustó desde la primera vez que lo vi… pero como marchó tan súbitamente, sin dar ni siquiera un bocado a La Regenta, me abrí cuenta en las redes sociales para saber de él. Bajo pseudónimo, por supuesto, y eso es algo que él nunca supo: porque de haberlo sabido estoy segura de que el día en que compartí una balada de The Alan Parsons Project él no hubiera puesto “Vaya moñada” en los comentarios; si hubiera sabido que era yo, dudo que hubiera escrito “Menudo callo” en mi foto (falsa) de perfil. Si hacemos caso a Oscar Wilde, cualquier día se cambiarán las tornas y su retrato recuperará su esplendor para transmitir todas las deformidades al Doriangrei real. Sin embargo, antes de que eso pase… yo ya lo veo así.
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