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Lepisma y el hombre del Renacimiento

Lepisma y el hombre del Renacimiento

Reconozco que he disimulado, y en más de una ocasión, mi ignorancia sobre algún asunto con la típica gracieta:

Huy, yo de eso ni idea, que soy de letras.

No es que me avergüence —también tengo amigos de ciencias que usan el mismo argumento a la inversa—, pero desde luego no es algo que me enorgullezca. Aunque, ¿hay alguien que hoy en día pueda considerarse un auténtico polímata? No me vale el ejemplo de los tertulianos ni de algunos de los presentadores de televisión que últimamente acaparan todos los premios literarios, porque no quiero hablar de charlatanes profesionales ni de burdas técnicas de marketing editorial, sino de auténticos hombres o mujeres del Renacimiento. Yo sólo he conocido a uno, y se llamaba Florencio; no era sólo renacentista porque su sabiduría abarcara campos muy diversos sino porque afirmaba haber nacido en 1501, a inicios del Cinquecento. Como podéis suponer por este antecedente, lo conocí en el psiquiátrico de San Humbértigo; coincidíamos en el taller de pintura, donde él destacaba por su dominio de la perspectiva.

—¿Renacentista yo? —me dijo una vez en su habitación, decorada con imágenes de obras de arte y de dibujos animados de los años 80—. Lo fui, pero posteriormente pasé a ser un hombre del barroco, un neoclásico, un prerrafaelita, un dadaísta… Me río yo cuando a David Bowie le llaman Camaleón.

Luego empezó a explicarme cómo nació de los restos de mármol desechados por Miguel Ángel mientras éste daba vida a su David y, sin pretenderlo, también al mismo Florencio. Yo, que ya había perdido el hilo de sus locuras, me entretenía contemplando los posters de sus paredes mientras que cada veinte segundos hacía un gesto de asentimiento y decía un ajá de cortesía. Identifiqué, entre otros, El agua, de Giuseppe Arcimboldo, Concierto en el huevo, basada en uno de los dibujos de El Bosco, La abundancia y los cuatro elementos, de Brueghel el Joven, o la Fábula de la liebre y el galápago, de Frans Snyders. Y si no fuera porque también vi It, de Stephen King, en su mesilla de noche quizás nunca me hubiera dado cuenta de qué era lo que tenían en común todos esos cuadros: en todos ellos aparecían tortugas. Como en los cómics que poblaban su estantería.

—Ostras —no pude evitar decir en voz alta. Acababa de ocurrírseme una idea y quería saber si era o no cierta, así que desvié su conversación, que ahora versaba sobre el rococó, hacia su infancia. Pero a la de verdad, la que debió transcurrir en las últimas décadas del siglo XX.

Entre delirio y delirio fui desentrañando la verdad que se ocultaba tras su biografía ficticia, y comprobé con cierto orgullo cómo mi intuición resultó ser cierta. Florencio había sido un niño obsesionado con las Tortugas Ninja, y su pasión y su curiosidad le llevó a investigar qué había tras los nombres de Leonardo, Rafael, Miguel Ángel y Donatello. Descubrir que eran los nombres de cuatro genios de una época singular le voló la cabeza, y cada vez deseaba conocer más y más de ellos. Sus padres se miraban con orgullo: por fin estaban sacando provecho a esa enciclopedia que habían comprado a plazos, más por deshacerse del cansino vendedor que por otra cosa. Su hijo pasaba horas y horas enfrascado en su lectura, porque cada entrada le derivaba a otra: las biografías de sus cuatro ídolos le hicieron comprender el Renacimiento, pero se daba cuenta de que su entendimiento era incompleto si no conocía lo que había pasado antes y lo que acontecería después. Sin embargo, el conocimiento de las disciplinas artísticas no tenía sentido sin conocer la historia que transcurría en esos años, y para comprenderla necesitaba conocer también la geografía de esos lugares, y los conocimientos científicos, y… Con el tiempo la enciclopedia familiar se le quedó pequeña y comenzó a frecuentar la biblioteca, porque cada vez necesitaba saber más, y más, y con el advenimiento de internet acabó por sorbérsele el seso como a un Quijote contemporáneo. Pero mientras que el personaje cervantino creía ser un caballero andante, Florencio se transformó en un individuo nacido en los albores del siglo XVI que ahora, en pleno siglo XXI, se hallaba injustamente recluido en un manicomio.

Y yo sonreí, pensando en todas las cosas que había aprendido gracias a mis Mortadelos y en qué bien había hecho en no prestar la menor atención a esos adultos que me decían que dejara esos tebeos y me pusiera a leer cosas serias.

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