Un día pensé que si yo era capaz de hablar con un pececillo de plata, quizás también lo sería de mantener una conversación con el mar. Así, mientras Lepisma leía asomando sus patitas por el borde del acantilado, me dirigí al Mediterráneo, y cada una de sus olas me traía una respuesta.
—¿Cómo he de dirigirme a ti? ¿Como el mar o como la mar?
—Es indistinto; obviamente soy de género fluido.
—Dejémoslo en mar, o sea…
—Bueno, eso seria en inglés, idioma que conozco… pero en el que no me reconozco.
—Mare Nostrum, pues.
—¿De verdad piensas que yo soy vuestro? ¿No será más bien al revés, que gracias a mí han nacido y se han desarrollado vuestras culturas?
—Me temo que esto va a ser un diálogo imposible si me siento tan empequeñecido en tu presencia que ni siquiera sé cómo dirigirme a ti.
—Yo, sin embargo, de ti sé hasta lo que comes cada día
—¿Y cómo lo sa…? —me detuve en seco, ruborizándome.
Preferí no continuar y me despedí sin que él/ella me dijera nada. El mar no hace preguntas porque ya tiene todas las respuestas.
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