La semana pasada me encontré con Abdul Alhazred: era uno los internos con los que coincidí durante mi estancia en el psiquiátrico de San Humbértigo, y también a él, como a mí, le habían dado el alta para hacer espacio en los pabellones ante la avalancha de ingresos acaecidos tras el confinamiento de 2020. Abdul había estado casi toda su vida viviendo en algún tipo de institución: primero en un Centro de Menores Extranjeros no Acompañados y luego en el manicomio en el que nos conocimos. Quizá por eso cuando insistí en invitarle a un café exigió tomarlo en la terraza, pese al aire frío que azotaba nuestros rostros: creo que había desarrollado algún tipo de fobia a encontrarse entre cuatro paredes. Yo dudo que Abdul Alhazred fuera su verdadero nombre, sino que, apasionado como era de la literatura de terror, se registró así aprovechando que llegó a nuestro país sin ningún tipo de documento ni de adulto que se responsabilizara de él. Porque, por si no lo sabes, Abdul Alhazred era también el nombre que H. P. Lovecraft inventó para el autor de El Necronomicón, un libro tan célebre como ficticio y que provocaba la locura en aquel que se atreviera a leerlo. Era obvio que el joven magrebí había desarrollado un profundo y comprensible odio hacia quien le miraba de reojo y con desprecio por el color de su piel, ante quien lo deshumanizaba refiriéndose a él con un acrónimo como mena, y ante los hipócritas que hablaban de integración pero que torcían el gesto si su preciosa hijita subía a su nuevo novio a casa y éste resultaba ser Abdul (sí, esto había sucedido). Sin embargo, me explicó mientras apuraba su café con leche, ya había preparado su venganza.
Por lo visto, bajo un nombre cristianísimo de varios apellidos compuestos, había sido el encargado de redactar el programa electoral de un partido político de esos que, paradójicamente, echan la culpa de todo a los políticos, como si ellos fueran otra cosa. Un programa que glorificaba un hipotético pasado nacional ante la imposibilidad de hacer propuestas de futuro, que exaltaba la religiosidad y hablaba de obras de misericordia mientras que negaba la sanidad universal a los inmigrantes, que se consideraba provida mientras reivindicaba el uso de las armas y las fiestas basadas en torturar y/o matar animales, y un largo listado de incongruencias que hacían que, como el antiguo, también el Nuevo Necronomicón enloqueciera a quienes lo leían.
La fiebre de hacer remakes —pensé— ya está llegando demasiado lejos.
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