Nunca había leído nada de Cervantes porque daba por supuesto que no era más que un One Hit Wonder. Evidentemente Serafín conocía la fama universal del Quijote, pero, ¿cuánta gente ha leído Los trabajos de Persiles y Sigismunda, El celoso extremeño o Rinconete y Cortadillo? Escribir las aventuras del ingenioso hidalgo manchego no debía de haber sido más que un golpe de suerte del manco, como el que tuvo Desireless al grabar «Voyage, Voyage». Quizás debería decantarse por Stefan Zweig, ¿o por Kafka? El hecho es que él no leía lo que le apetecía, sino lo que creía que tenía que leer, y esa máxima la aplicaba a todas las artes. Nunca encontraba los 95 minutos necesarios para disfrutar de Doce hombres sin piedad porque pensaba que quizás debería dedicar ese tiempo a las más de tres horas de Lawrence de Arabia: película que por cierto tampoco había visto porque en 222 minutos podría ponerse tres o cuatro films de Buster Keaton, cineasta del que no conocía nada ya que posiblemente fuera mejor dedicarse a la obra de Yasujiro Ozu por aquello de que no le acusaran de etnocéntrico. El caso es que, por miedo a no elegir correctamente, Serafín llevaba más de 20 años sin ver una película, leer un libro o escuchar un disco: de todas las personas que conocí en el psiquiátrico de San Humbértigo, nadie estaba más desesperado que él.
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