Cuando Lepisma Saccharina me explicó la anécdota reflejada en estas viñetas, decidí que sería buena idea ordenar mis comidas por orden alfabético. No en vano llevaba tiempo pensando que debía organizar de algún modo mi caótica existencia si no quería acabar en un psiquiátrico como en el que ahora estoy recluido: si somos lo que comemos, yo a partir de ahora sería método y disciplina.
Las riquísimas Albóndigas del lunes dieron paso el martes a un glorioso Bacalao ajorriero que sólo sería superado por el Cachopo del miércoles, una pieza de carne de tal magnitud que obligó a que el jueves tuviera que conformarme con una humilde Dorada a la plancha. Y así, tras la Empanada gallega, la Fideuà, las Gambas al ajillo y los Huevos rotos con pulpo, llegó mi inesperada bestia negra:
La I
Por más vueltas que le daba no se me ocurría ningún manjar con esta inicial; pensé incluso en hacer trampa y zamparme un Hígado encebollado, pero el solo hecho de pensar en transgredir mi propia norma me provocó una diarrea tal que hizo que deseara la pronta llegada del turno de la A de Arroz.
Maldita I
Eran las seis de la tarde y aún no me había llevado nada a la boca, así que, famélico como estaba, y en un arranque de desesperación, entré vociferante al mercado de abastos:
—¡Iguana, necesito carne de iguana! —estaba descontrolado— ¡¡Iguana!! ¡¿Dónde cojones se consigue carne de iguana en este pueblo?!
En fin, una sencilla pregunta que tampoco los fornidos sanitarios que me introdujeron en la ambulancia y me vistieron con una camisa de fuerza quisieron responder, y eso que les expliqué que la idea del orden alfabético me la había dado un locuaz insecto que habitaba en mi biblioteca.
Camino al sanitario uno de los enfermeros, quejándose del régimen que el médico le había prescrito, abrió una fiambrera. Pude ver lo que contenía:
Lechuga
Iceberg
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