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Lepisma y el sabor a hiel

Hasta que no me lo refirió Lepisma Saccharina nunca había sido consciente de que los libros caducaran. Sólo algunos, claro; las obras de Fernando de Rojas o Sófocles conservaban su frescura intacta después de siglos (o milenios) mientras que muchas de los denominados como autores mediáticos a los pocos años (o meses) no es sólo que desprendieran un desagradable sabor, sino que los pececillos de plata que los consumían perdían sus características argénteas para convertirse en pececillos de plomo. No era ésta una afección que les dejara excesivas secuelas físicas, pero esa pérdida de nobleza en un sistema de castas como era el de los insectos sí era un duro golpe a la hora de acceder a los mejores baños y bibliotecas.

Y entonces Lepisma lo vio.

Y yo vi que lo vio.

Y ella vio que yo la vi.

En el extremo izquierdo de la estantería superior, si no tenías excesiva miopía, podías leer el lomo de un libro que rezaba así: Sabor a hiel, de Ana Rosa Quintana, el debut literario de la presentadora televisiva, tan repleto de plagios que la editorial había decidido retirarlo. Y aunque mi artrópoda amiga no me preguntó el porqué tenía tal novela en mi colección, mis recuerdos contestaron a ese interrogante nunca planteado: año 2000, en el trabajo organizamos un juego del Amigo Invisible, y Adolfo, que resulta ser mi incorpóreo camarada, pone ese volumen en mis manos y ante mi gesto de sorpresa exclama, sonriente:

—Toma, como sé que te gustan los libros, pues te he comprado uno

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