Que cualquier tiempo pasado fue mejor no se lo creía ni Jorge Manrique, porque aunque ésta sea una frase de Coplas a la muerte de su padre, se tiende a olvidar que justo antes escribió “a nuestro parecer”, dando a entender que esa creencia no es más que fruto de nuestra percepción. Como bien dijo Ernesto Sábato: «La frase “Todo tiempo pasado fue mejor” no indica que antes sucedieran menos cosas malas, sino que —felizmente— la gente las echa en el olvido». Mitificamos lo que hemos vivido e incluso lo que imaginamos haber vivido: cuántas veces habré oído decir “Yo en otra vida fui Cleopatra” o “Yo en otra vida debí morir en el Titanic porque el mar me da mucho miedo”. Sin embargo nunca he conocido a nadie afirmar que en la Edad Media fuera un siervo de la gleba que murió por una infección provocada por una caries, o que si una persona tiene talasofobia es debido a que en 1739 se ahogó pescando percebes.
—Tampoco le des muchas más vueltas al tema del presente y el pasado, que te conozco —me dijo Lepisma—. Los humanos no habéis cambiado tanto: en lo que a los pececillos de plata nos concierne, tanto ayer como hoy siempre intentáis matarnos de un pisotón.
Lepisma, como mi psiquiatra el doctor Tovar, me dice que he de evitar los pensamientos obsesivos, pero me es tan difícil no dar vueltas y vueltas a un mismo tema… Y no me refiero a reflexionar sobre si el pasado era mejor o no, ya hace horas que eso no ocupa mi mente: había llegado a la conclusión de que prefería con mucho el presente hasta que caí en la cuenta de que con lo que se paga hoy por una habitación, hace años uno podía comprarse una casa. Dejé el debate en tablas y con la convicción de que no existen las verdades absolutas.
—Un momento— me detuve, incapaz de darle descanso a mi mente—. ¿La afirmación de que no existen las verdades absolutas no es en sí misma una verdad absoluta que desmonta tal aseveración?
Pero no: esta paradoja tampoco es la que hacía que mi cabeza estuviera a punto de estallar.
Era el perro.
Porque volví a pasar por ahí y lo vi, y me miró, y sus ojos transmitían una tristeza infinita. Lo mismo al día siguiente, y al otro. Mis pensamientos bullían, pero esta vez no me iba a permitir entrar en un bucle que me llevara a la inacción. Hice una llamada, pero no a la policía: como ya he comentado, en lo referente al mundo animal no creo en la justicia de este país. Luego fui a comprar una cizalla, y cuando me percaté de que el dueño del can no estaba en casa entré en su patio, corté la cadena y salí con el aterrorizado animal: si no se ha conocido, pocas cosas dan más miedo que la libertad.
Fuera me esperaba ya el coche de Susana, una amiga que quería un perro para hacer compañía a Yes, su otro animal rescatado. Cuando la llamé no tardó en venir. Esa misma tarde ella volvió a su casa, a 236 kilómetros de allí, con la que iba a ser la mejor de las compañías. Yo, por mi parte, esa noche dormí a pierna suelta: había cometido un delito pero mi mente estaba en paz.
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